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Opinión

22 de Mayo de 2012

El Tao

Lao Tzú, el supuesto autor del Tao Te Ching, fue dado a luz bajo la sombra de un ciruelo, tras comer su madre un huevo con forma de pera. El embarazo se supone que duró 72 años. La criatura nació el siglo VI A.C con cara de viejo, pelo cano y las orejas largas. Durante […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Lao Tzú, el supuesto autor del Tao Te Ching, fue dado a luz bajo la sombra de un ciruelo, tras comer su madre un huevo con forma de pera. El embarazo se supone que duró 72 años. La criatura nació el siglo VI A.C con cara de viejo, pelo cano y las orejas largas. Durante algún tiempo le llamaron Orejas de Ciruelo (Li-Ar), luego tuvo el nombre de Li Tan (orejas largas), y finalmente se hizo conocido como Lao Tzú, o Lao Tsé, que significa viejo sabio. Adelanto, desde ya, que no soy ningún experto en la materia. Como sea, la primera frase del Tao Te Ching me excusa: “El Tao no es taoizable”. Este verso ha sido traducido de mil maneras, pero todas apuntan a que no es posible teorizar acerca del Tao sin traicionarlo.

“Calla”, sería el resumen preciso de ese primer verso. “La complejidad de lo existente no cabe en las palabras”, continúa. No es una filosofía para iluminados, estudiosos o sacerdotes. Dudo incluso que sea correcto llamarle “filosofía”, si acaso esta ciencia busca respuestas para preguntas que el Tao se contenta con ronronear. Cada una de sus formulaciones invita a descubrir infinitamente su sentido. Los pensamientos, insinúa uno de sus aprendices occidentales, crecen en los cerebros como la hierba en los campos. Igual que la escritura china, prefiere las imágenes polisémicas a los conceptos acotados. No posee leyes, no pretende ser un manual de instrucciones, se desentiende de las verdades finales, celebra la confusión. Como dice Nicanor Parra, asume la contradicción sin conflicto. Más que dudar, atiende.

Para el Tao –o camino–, el mundo es perfecto, como es perfecta una hormiga, un árbol o un peñasco. Nada sobra. Todo tiene su lugar, y al ser imposible para la mente humana comprender el orden profundo que lo mueve, dejarse llevar como el agua que baja de las montañas, parece la opción más sensata. “Las cosas tienen desarrollos florecientes/ y cada una retorna a su raíz./ Volver a la raíz es encontrar el descanso…” Ser lo que se es, y no lo que se quisiera ser.

Proponerse objetivos muy ambiciosos, dice el Tao, envenena el alma. El sabio “no se luce y por eso resplandece/ No se justifica y por eso brilla/ No se alaba y por eso es alabado/ No se exalta y por eso es exaltado./ Como no discute con nadie/ en el mundo no hay quien discuta con él”. El taoísta no duda de la verdad, sólo que no puede conocerla. La verdad sería la suma de todos los elementos, todas las opiniones, todas las miradas. No puede existir lo bueno sin lo malo, lo brillante sin lo opaco, el día sin la noche, lo dulce sin lo amargo. Le llaman ying y yang. El pecado no existe. “Los santurrones –afirma el Li Chi– son los ladrones de la virtud”. La vida requiere de la muerte. Gobernar no necesariamente es sinónimo de dirigir. ¿Cómo podría el maestro que abrazó el Tao imponer una ruta imposible de conocer, o decretar la ruta correcta, si él mismo avanza con los vientos del momento?

La receta para los gobernantes es no hacer nada, dejar que todo fluya, como el agua, que siempre encuentra un cauce. “El Tao nada hace y, sin embargo, nada queda sin hacer”. Lao Tzú aconseja ejercer el poder del mismo modo en que se cocina un pequeño pescado –sin darle muchas vueltas, para que no se desintegre–, e imagina el estado ideal no más grande que una aldea. “Si no puedes confiar en la naturaleza y en los otros –sostienen varias vertientes del pensamiento chino–, no puedes confiar en ti mismo, y si no puedes confiar en ti mismo, no puedes siquiera confiar en la desconfianza de ti mismo”. En vez de discursos vociferantes, la risa tenue. No hay queja posible. La desgracia es un prejuicio.

Cuenta un relato taoísta la historia de un campesino cuyos caballos huyeron. Esa tarde, los vecinos acudieron a compadecerlo por su mala suerte. Él dijo: “puede ser”. Al día siguiente los caballos regresaron con un lote de potros y yeguas salvajes que los siguieron, y los vecinos lo felicitaron por su buena suerte. “Puede ser”, les contestó el campesino. Cuando su hijo intentó montar uno de los animales recién llegados, cayó violentamente y se quebró el brazo. Los vecinos se lamentaron. Él dijo: “puede ser”. Esa misma tarde llegaron los militares a reclutar jóvenes para la guerra, pero como su hijo tenía el brazo roto, lo excluyeron. Y los vecinos envidiaron su fortuna. Aquel que cree saber el significado de las cosas, no comprende el Tao. “Hay algo más serio, firme y seguro de sí mismo que un burro?”, escribió Montaigne, quien, hasta donde sé, nada tenía que ver con los postulados del orejón.

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