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Opinión

22 de Junio de 2012

El tiempo de los zombis

San Buenaventura le reprochaba a la usura el comprar el tiempo. El que debe en cuotas debe a futuro, debe su futuro pero eso también significa que tiene futuro. Es la razón del éxito del capitalismo, su relación con el tiempo, su tendencia a contar con el futuro: deudas que se pagan con créditos, que […]

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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San Buenaventura le reprochaba a la usura el comprar el tiempo. El que debe en cuotas debe a futuro, debe su futuro pero eso también significa que tiene futuro. Es la razón del éxito del capitalismo, su relación con el tiempo, su tendencia a contar con el futuro: deudas que se pagan con créditos, que se pagan con más créditos, como si la muerte -es decir, el fin del tiempo, cuando todas las deudas se saldan- no existiera.

Vivo para pagar, me proyecto, me planifico a plazo. Incluso los intereses son una muestra de optimismo, una forma de fe. Pago más, cada vez más porque supongo que voy a tener más. Calculo con el progreso de mi lado. El sistema de crédito infinito se basa entonces en una ilusión de inmortalidad.

El que no puede pagar su deuda en dinero, lo paga en tiempo, tiempo en prisión. El dinero es también una forma de simbolizar el tiempo, el que se ocupa trabajando para comprar más tiempo para pagar su cuota a tiempo. La Polar, o Freddy Mac en EE.UU., vendía y compraba tiempo de sus clientes. Los tenía a ellos, no su dinero. Sabían que no podían pagar pero tenían esas deudas que pactaban y repactaban como activos financieros aunque estuvieran envenenados. La cantidad de deudores era la garantía de su poder, porque resultaba improbable que todos decidieran no pagar al mismo tiempo. Para que esto no sucediera, las empresas que especulaban con su deudas les entregaban tiempo, más crédito, otra hipoteca sobre su casa. La estabilidad de esas casas, la única posesión más allá del tiempo, gastada en lavadoras, autos, viajes a Disneylandia, puro presente.

El futuro, entonces, financiando el presente que compra más futuro (cosas, propiedades hipotecables); que vuelve a generar a través de la hipoteca o la repactación de las deudas más presente. Un sistema que sería perfecto si el tiempo fuese tan nuestro, tan manejable como el dinero con que lo simbolizamos. Esa es justamente la falla central del sistema: el tiempo no es nuestro, morimos sin saber cuándo ni cómo. Los intereses que crecen siempre contrastan con la economía de unas vidas que a veces quiebran, bajan, que fatalmente se apagan o se dejan apagar. Y hay guerras y hay revueltas, y hay hijos, y hay modas.

El futuro entonces, consagrado a comprar eternos pedazos de presente empieza a dejar de existir, o deja de existir la libertad para decidir ese futuro. La usura nos permite un mejor presente, un más idealizado pasado, pero acaba invariablemente con nuestro futuro. El que debe a treinta, a cuarenta años, sabe en gran parte cómo será su vida esos treinta o cuarenta años. Sabe que tendrá que pagar más cada vez por una casa que valdrá más que hoy pero quizás menos de lo que pagó por ella. Paga, tiene que pagar, seguir pagando por plazos que sobrepasan su experiencia de vida.

Los estudiantes chilenos disfrazados de zombis bailaron Thriller de Michael Jackson delante de La Moneda. “Moriremos pagando”, decían sus pancartas. El crédito cumplía su ilusión de inmortalidad. Borraba sus muertes, pero las reemplazaba por una vida fantasmal, la del esclavo que no tiene siquiera derecho a una tumba. Una vida después de su vida, doblemente fantasmal en su caso porque no lo usaban para comprar un televisor o un auto, sino para pagar estudios que les prometen justamente futuro. Pagaban entonces con su futuro, los intereses que pagarán por años, la posibilidad de acceder a un futuro. La usura eliminaba justamente lo que se supone ayudaba a comprar: tiempo propio, libertad para hacer, para ser lo que quiero ser o hacer.

En Chile, en España, en Estados Unidos, en Egipto, o en México la rebelión no ha nacido de los proletarios sino de los propietarios o hijos de propietarios. Marx entendió quizás el problema justo al revés de lo que nos ha tocado a nosotros. El proletario, en que cifraba todas sus esperanzas, no era dueño de nada menos de su prole, es decir de alguna forma de su futuro. Estos marginados de la tierra son hoy una especie de aristocracia de la miseria que resiste a todos y no se siente convocada por ningún movimiento. El que tiene sólo su fuerza de trabajo que vender, tiene al menos eso. El que compra las cuotas de su auto, o de las máquinas con que intenta su fábrica de calzado o de páginas web, ha perdido el uso no sólo de su tiempo sino el de su prole. Las cifras desmesuradas que deben sus bancos, sus gobiernos, son una especie de ofensa personal. Hipotecados sus hijos y hermanos y países por generaciones y generaciones, lo suyo no es el hambre, que puede calmarse, sino la desesperación que nada calma porque es razonable, sus vidas impecablemente burguesas no pueden cumplir con el sueño burgués más fundamental: legarle a sus hijos una vida mejor de la que ellos tuvieron.

Enrique Lihn escribía para morir por su cuenta. Es esta quizás la utopía más arriesgada que es posible concebir en una sociedad en que el mercado parece haber traspasado la única barrera que le quedaba, la muerte del cliente. Ensayadas todas las otras formas de explotación, hemos llegado a instaurar como normal, como lógica, la esclavitud ultra terrena de los zombis haitianos. Las protestas y reivindicaciones que vienen tendrán menos que ver con mejorar nuestras condiciones de vida (que nunca han estado mejor que hoy) que con darnos derecho a una muerte propia que delimite el tiempo, que nos devuelva el derecho al uso y abuso de ese tiempo que ya ni siquiera podemos vender a la gran maquinaria capitalista, de antemano entregado, suyo y de nadie.

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