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Opinión

19 de Julio de 2012

Lolol

Respecto de lo sucedido el jueves 12 de julio, Mario Bravo, el habitante de la casa de enfrente del lugar del crimen, dijo: “es lejos lo más macabro que ha ocurrido en Lolol”. Ese mediodía plácido en el pueblo, un rincón del valle central sin más peligro que la flojera, donde los pájaros rara vez […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Respecto de lo sucedido el jueves 12 de julio, Mario Bravo, el habitante de la casa de enfrente del lugar del crimen, dijo: “es lejos lo más macabro que ha ocurrido en Lolol”. Ese mediodía plácido en el pueblo, un rincón del valle central sin más peligro que la flojera, donde los pájaros rara vez son interrumpidos, Óscar López, “el hippie”, le clavó un cuchillo a la profesora María José Reyes en el momento mismo en que entraba a su boliche de antigüedades y restos, para curiosear. El tendero no la había visto nunca antes. Sin mediar un instante arrastró su cuerpo hasta el patio y, mientras los hijos de la mujer, de 15 y 19 años, daban alaridos, le cortó la cabeza con un hacha. Los niños corrieron gritando “¡¡están matando a la mamita!!, según testimonió el mismo vecino, y entonces salieron todos a la calle y un carabinero llegó enseguida, justo a tiempo para ver aparecer desde su tienda al hippie, con la cabeza de la mujer en alto. “Lo conminé dos veces a deponer su actitud cuando vi que se me acercaba con un cuchillo ensangrentado. Disparé al aire y cuando noté que mi vida estaba en peligro, le tuve que disparar al cuerpo”, señaló el cabo Felipe González.

A pocos pasos quedaban tendidos el asesino y la cabeza de su asesinada, y el mundo apacible de Lolol, en cuyo cementerio hallé al día siguiente del terremoto cadáveres asomados, ahora sí estaba en manos de la consternación. Todo se triza cuando uno piensa en los ojos de esos hijos ante su madre rota. ¿Hay algo, acaso, que agregar? La escena de sostener una cabeza decapitada, abunda en el arte clásico: David luciendo la de Goliat, Judith la de Holofernes, el verdugo la de Juan el Bautista, todas agarradas de las mechas. Son los alardes de la muerte. A las pocas horas, al interior de un baúl, apareció otra cabeza: la de Juan René Duarte Becerra, o “Juanito”, como le llamaban los lololinos. Desde el martes que no se sabía de él y en una de ésas no se hubiera sabido nunca de no acontecer esta pública carnicería. A mediados de marzo, el hippie fue visto en una feria libre vestido como samurái o “Goku”, con un palo atravesado en la espalda, y buscando a un supuesto enemigo.

Le hicieron una “autopsia sicológica” para llegar a la explicación de su barbaridad, y el diagnóstico no se hizo esperar: “que sufría de psicosis, que tenía delirios místicos, que escuchaba voces que le daban órdenes para seguir un plan y una meta sobrenaturales, (…) que bien puede responder a la práctica de un tipo de magia negra o acto ritual”. Algunos enfatizaron que fumaba marihuana, como si allí pudiera encontrarse la madre del cordero. En Cañete, por esas mismas fechas, un tipo celoso mató de un balazo a su mejor amigo, y, vestido de cocinero, lo descuartizó y usó un hueso de su mano para fabricarse una pipa de pasta base. Su pareja, la misma que le ponía los cuernos, filmó la faena. Más tarde fueron halladas unas fotografías en las que posaba como el hippie de Lolol, con la cabeza de su víctima cogida del pelo.

¿Significa algo todo esto? ¿Que estamos perdiendo la cabeza? No creo. La verdad, no creo nada. Estas cabezas colgando son parte de un espectáculo terrible, del que no sólo la locura es capaz. El hombre no es lo que nos gustaría creer. Sus apetitos de pronto se desbordan. No somos animales del todo domésticos. Nuestra especie roba, mata y viola niños. (También construye catedrales). Dejamos morir de frío a otros en las calles. Convivimos codo a codo con la crueldad, pero sólo nos espantamos ante los chivos expiatorios, esos que no consiguen ocultarse, los que actúan sin ejército y ante los que resulta fácil, demasiado fácil, execrar. Absurdo, en todo caso, distraerse con teorías sobre estas cosas: no consigo salir de los ojos de esos adolescentes que, una mañana de paseo, contemplaron sin filtros el rostro del horror. Ni siquiera la maldad planificada. Sencillamente, el espanto.

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