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24 de Julio de 2012

El amor de un travesti y una lesbiana que fueron padres

Se conocieron en un circo. Miguel era el transformista estrella del Broadway y Romina, una lesbiana que venía saliendo de una adicción a la pasta base. Se enamoraron y tuvieron una hija. Una historia de carencias, abandono, soledad y reencuentro que seguimos durante más de un año. Esto sí que es un Acuerdo de Vida en Pareja.

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Fotos: Alejandro Olivares

Cuando Miguel llamó a su familia para informarle que iba a ser papá, su abuelo Humberto masculló: “no creo en milagros”. Nadie en verdad creía que Miguel, después de tantos años, llegaría con un domingo siete. Cualquiera menos él, que trabajaba en un circo vestido de mujer, pensaban sus familiares. Pero Miguel les contó que había abandonado la carpa. Adiós pelucas y carteras. Nunca más vestidos y maquillaje. Había enterrado, dijo, a Paola, el transformista más popular del circo Broadway. “Ver para creer”, dijo su abuelo.

Dos semanas después, a mediados del 2011, Miguel llegó a Rodelillo con Romina. Ella tenía cinco meses de embarazo. Estaba su hermano gemelo, dos de sus hermanas, su abuelo y su padre, el mismo que lo había echado a la calle cuando tenía doce años, por “maricón”.
-Me alegro que hayas cambiado de vida -le dijo en aquella ocasión, por primera vez en años.

En el barrio todos se enteraron de la buena nueva. “Ya no te podemos decir Paola”, le enrostraban sus antiguas amigas cuando se lo encontraron en la panadería. “No veí que ahora le gustan las mujeres, así que hay que tener cuidado”, bromeaban.

Miguel sólo atinaba a sonreír. Era evidente que no podía borrar el pasado de un paraguazo. Tampoco ser el mismo de siempre. En unos meses nacería Martina y se transformaría en padre por primera vez. El destino, dice, le dio otra oportunidad: vivir dos vidas a los 30 años. Al igual que Romina, pero al revés.

Romina es la hija mayor del matrimonio de Francisco Fuentes y Paola Vilches. Tiene 20 años y vivió hasta los 19 en la población San Gregorio. De chica le gustaba andar encaramada en los árboles y jugar de “mediocampo pa arriba” en el club “Arca de Noé”. “Era al lote y desordenada”, recuerda. Usaba pantalones y se embadurnaba las axilas todas las mañanas con Nívea Cool for Men. Detalles que no impidieron que a los 15 pololeara con Julio, su mejor amigo en el barrio y compañero de curso en kínder. La relación se acabó cuando Julio llegó del servicio militar y la sorprendió “con una mina en la cama”.

Eran inclinaciones que Romina venía tanteando desde los 13 años, cuando trabajaba con su abuela y una prima en un carrito de completos: En las noches las niñas dormían juntas. Así empezó el romance. Al poco tiempo comenzaron a pololear hasta que un tío las descubrió besándose. La abuela puso el grito en el cielo y partió con Romina de las mechas a la casa de su hija. La mamá de Romina, Paola, escuchó y luego le aclaró a su enfurecida madre: “¿Sabí qué mamá? Lo único que puedo hacer es hablar con la Romina, si no querí hablarme más por lo que hizo, lo podí hacer, pero te olvidaí que soy tu hija”.

A Romina, confundida, su madre sólo le dijo: “Te apoyo, pero no te acepto”.

VÍRGENES

La salida del clóset de Miguel fue traumática. Tenía 12 años cuando una vecina fue a su casa a acusarlo: dijo que estaba haciendo “cosas” con sus hijos debajo de unas frazadas. Miguel dice que sólo jugaba a las “casitas” pero nadie le creyó. “Mi viejo me dijo que no quería tener hijos maricones y que me fuera a la conchesumadre”, recuerda.

Una anciana del barrio lo acogió a cambio de ayuda para atender un negocio. Su madre lo iba a visitar a escondidas. Duró allí dos años hasta que conoció a Vania, un travesti que imitaba a Thalía en el circo Brodway, y se fue a vivir con él.

-Me llamaron la atención las luces, cómo se vestían. Me empezó a gustar ese mundo -recuerda Miguel.

A los 19 debutó en el circo. Su primer show lo hizo en Rodelillo y fue un fiasco: no sabía bailar, andar con tacos y apenas cantaba. Lentamente se fue soltando, aprendió a maquillarse y a doblar canciones de la sonora Malecón. Ya no era Miguel, sino Paola. Empezó a usar pelucas, petos y, como era flaco, faldas anchas. Se compró una casilla en 50 lucas y se instaló definitivamente a vivir en el circo. Recorrió diversas poblaciones de Santiago.

-A veces llegaban hombres al show, se calentaban y se quedaban con nosotras después -recuerda.

Sólo tres nombres de aquellos tiempos quedaron en el recuerdo. Relaciones cortas pero intensas. Todos hombres. Un solo amor. “Yo pensé que iba a morir en el circo. Era mi vida. No tenía nada preparado para más adelante”, reflexiona ahora Miguel.

Romina tiene diez años menos que el padre de su hija. Como Miguel, llegó al circo por causalidad. Su madre la invitó la noche de un viernes al show. Romina estaba vestida de hombre y Miguel, de lejos, la percibió como tal. En medio del espectáculo, mientras cantaba, se acercó para molestarla, como lo hacía con la mayoría de los hombres que acudían al show. Pero cuando estuvo cerca se dio cuenta de un detalle. “Se le notaban las tetas”, recuerda.

-Ella me empezó a mirar pero yo le hacía desprecio porque era mujer, eso más la molestaba -cuenta Miguel.

Romina dice que al principio no le llamó la atención pero que, cuando se conocieron, sintió que había química. “Me notaba incómoda, no sabía qué decir, eso me hizo pensar que me estaba pasando algo”, recuerda. Miguel se hizo amigo de la mamá de Romina y las invitó al otro día al circo.

Estaba de cumpleaños. Cuando terminó la función partieron a su casilla a celebrar. En plena fiesta le robó un beso a Romina. “Lo hice porque la encontraba rica como hombre”, recuerda. Desde entonces nunca más se separaron.

-Fue todo súper rápido, ni siquiera me acuerdo cuando le dije te amo -cuenta Romina.

El comienzo no fue fácil. Los dos luchaban por vencer sus propios prejuicios. Romina percibía la relación como un pecado porque se sentía “definida 100 por ciento”. Miguel no podía concebir lo que le estaba pasando.

-Cómo chucha se me iba a dar vuelta la tortilla después de los 30 años -reflexionaba en aquel entonces.

Romina era un poco más drástica. Al principio sentía un poco de vergüenza. “Ni siquiera me atrevía a llevarlo a la casa, no quería que nadie lo conociera”, confiesa. Con el tiempo comenzó a tomarle sentido a la relación. “Lo que más me gustó es que todo lo que buscaba en una mina lo encontré en él, era como la mujer perfecta pero en un cuerpo de hombre, porque te cocinaba, te lavaba, te atendía, te hacía el aseo”, cuenta Romina.

En el circo no tomaron muy bien la relación. A Miguel lo trataban de maricón arrepentido. “Cochino, cómo podí andar con una mujer”, le decían.

-Yo contestaba que todos teníamos derecho a cambiar. Igual, debo reconocer, me enganché harto de la Romina -cuenta Miguel.

Ambos habían tenido experiencias con parejas del mismo sexo pero era primera vez que incursionaban en una relación heterosexual. Desde ese punto de vista, eran vírgenes.

-El tema no pasaba por los afectos, ni la sexualidad, sino por los cuerpos. Miguel pasó a ser un sujeto activo sin nunca antes haberla ocupado. Eso fue complicado porque siempre yo he llevado la batuta en el plano sexual, no estoy acostumbrada a que alguien me diga ponte así o asá -reflexiona Romina.

Miguel ha tomado el asunto con humor. “A las finales nos transformamos en bisexuales”, dice riéndose.

LOS VELEIDOSOS

Antes de conocer a Miguel, Romina vivió un año en la calle sumida en el consumo de pasta base. Tenía 17 años, se había retirado del colegio, sus padres acababan de separarse y andaba con una mujer que la doblaba en edad. “Ella me empezó a meter en el vicio”, recuerda.

-Ella tenía un esposo que le pasaba plata, así que al principio no teníamos problemas para consumir, pero después me atrapó la pasta. Empecé a vender cobre, fierro, a robar cables -cuenta.

Cuando le robó 300 mil pesos a su padre para droga, él decidió echarla a la calle. Romina sobrevivió en los pasajes de la San Gregorio. En el día dormía donde la pillaba el cansancio, acurrucada junto a otros angustiados; en las noches salía a buscar droga.

-Caminábamos horas, conocíamos todas las picadas, no nos hacían nada porque nos ubicaban. Cuando estái en la calle nadie te valora. Igual pensaba en mi familia, pero el vicio era más fuerte -recuerda Romina.

Pasó hambre y frío. También traficó. Una conocida narco de la población, que venía saliendo de la cárcel, le ofreció que vendiera papelillos a cambio de cinco mil pesos de mercancía diaria. Su madre, que se había separado hace poco de su padre, acudió en su ayuda.

-Mi mamá estaba sufriendo, se dio cuenta de todo y fue a buscar a la mina con la que andaba y la amenazó con una pistola. Le dijo que me dejara tranquila, que me estaba haciendo daño -cuenta Romina.

La madre vendió la casa y con el dinero la invitó de vacaciones a Argentina. Le dio diez horas para decidir si iba. Fue la tabla de salvación de Romina. Estuvo cuatro meses en Mendoza y se desintoxicó. De regreso en Chile, volvió a consumir pero esporádicamente. Consiguió trabajo de manipuladora de alimentos. En noviembre del 2009 conoció a Miguel. “Ahí borré todo lo que había vivido y decidí empezar de cero”.

Cuando llegó a vivir al circo, Romina se transformó en la novedad.

-Todos los colas estaban agujas, querían conocerme, saber cómo era -recuerda.

A Miguel no le causó gracia. Algunos transformistas, como la Dominique, incluso le “tiraban los cagados a la Romina”. “Miguel me dijo que no tenía que conversar con nadie porque todos eran unos culiaos veleidosos”, aclara Romina. “Si tú conversai con ellos -le decía Miguel- lo más probable es que no duremos más de una semana”.

Pero el problema no eran los travestis. A Romina, de hecho, nunca le han dejado de gustar las mujeres. Una vez, mientras trabajaba en el buffet, se le acercó una lesbiana.

-La cabra iba a comprar a cada rato, después empezamos con las miradas, el Miguel se daba cuenta pero se hacía el huevón -rememora Romina.
Antes de terminar la función se escaparon del circo. Llegaron al frente de una iglesia y comenzaron a besarse. Todo bien hasta que apareció

Miguel, con los tacos en la mano, vestido de mujer, levantando la mano en el aire. “Le dije de todo menos que era bonita”, recuerda.

-Así te quería pillar, yo sabía que andabai con esta maraca culiá, creí que soy hueón -le enrostró a Romina.

Miguel le dijo que agarrara sus cosas y se mandara a cambiar. Romina le prometió que nunca más lo iba a “cagar”. “Después me sentí terrible mal, me daba pena, lo que pasa es que el Miguel es demasiado bueno y no podía estar cagándolo así como así”, cuenta Romina.

Miguel la perdonó. La reconciliación trajo consecuencias. Romina, como nunca se había “cuidado”, quedó embarazada en enero del año 2011.
-No tenía idea de esas huevás, además, como al Miguel le faltaba un coco, nunca pensé que podía funcionarle el que le quedaba -cuenta Romina.

CONTROLES Y MUDAS

Miguel se tomó a pecho el embarazo. Vendió toda su ropa, se cortó el pelo y regaló todas las fotos en que aparecía vestido de mujer. Pidió expresamente a todo el mundo que nunca más le dijeran Paola. “Fue un desprendimiento total”, dice.

-No podía estar con la guagua en el circo, fui súper radical. No es que reniegue de lo que fui, pero si Dios me dio una segunda oportunidad fue por algo -reflexiona.

Se fueron a vivir a la casa del papá de Romina. Pero a las ocho semanas de embarazo, ella tuvo pérdida. Las duras jornadas de trabajo en el circo, acarreando parlantes, le pasaron la cuenta.

Pero dos meses más tarde, nuevamente se embarazó.

La guagua los llevó a buscar trabajo. Romina comenzó a hacerlo en un carro de completos y Miguel en una feria navideña. A medida que el embarazo avanzaba y su vientre comenzaba a crecer, Romina empezó a cuestionarse algunas cosas.

-Cuando nazca la guagua voy a tener que buscar un estilo que no sea ni muy afeminado, ni muy masculino, porque ni cagando me voy a poner falda –pensó en ese tiempo.

Miguel, cuenta Romina, fue el que más se complicó con los cambios. De hecho, durante el embarazo, le prohibió tirar escupos en la calle.

-Chiiii, ahora no puedo tirar ni un pollito porque le da la hueá, dice que una mujer no hace eso en la calle –se quejaba ella.

La nueva asimilación de roles fue compleja. Romina, por ejemplo, nunca había ido a un ginecólogo: “Para mí los controles han sido todo un tema, me ha costado caleta, te ven todo, te abren de patas, y yo soy recatada con mi cuerpo”. No solo eso. El futuro también se veía enredado:

-No me veo como mamá-mamá, yo soy más tosca, más brusca, no soy cariñosa con las guaguas, pero voy a poner todo de mi parte, a lo mejor voy a ser una mamá aprensiva.

Miguel con el embarazo se puso mañoso y con dolores de cintura. “Estaba amargado, serio, todo era grave para él. Se puso medio tonto con el embarazo”, se quejaba Romina.

La única hora del día que Miguel se veía más relajado era a la hora de las comedias. Primero veía Salomé y después Marisela. Su gran preocupación durante el embarazo de Romina fue tener todo listo para el día del parto. Cuando supo que la guagua era niña estaba dichoso. “Lo que pasa es que en Valparaíso crié como a cinco niñitas, eran hijas de amigas mías que, por mi condición de cola, me las dejaban a cargo mientras trabajaban”, recuerda. Miguel le escogió toda la ropa y le compró aritos de oro.

El 23 de diciembre nació Martina. Miguel estuvo en el parto. Dice que cuando vio salir su cabecita se puso a llorar y que es “lo más lindo que le ha mandado Dios”. Desde entonces no ha parado. Se preocupa de todo lo que tenga que ver con la niña: limpieza, comidas, lavado de ropa, controles y mudas.

-Lo único que no hago es darle pecho -suelta riéndose.

Romina tampoco. Salvo las primeras semanas antes de volver al trabajo. Miguel quiere trabajar pero Romina no lo deja. “Es machista, nació para hacer cosas de hombres, le gusta que me quede en la casa haciendo las cosas”, asegura Miguel. Y es lo que ha hecho hasta ahora. “Nadie va a cuidar a la Martina como yo”, dice.

Los tiras y aflojas, sin embargo, han continuado. Hace poco Miguel volvió a Valparaíso, donde su familia, peleado a muerte con Romina. “Me hizo el tremendo show en el 27 de Santa Rosa, me tuve que ir, pero después recapacité y me vine: no puedo dejar sola a mi hija”. Hace un mes y medio que está de vuelta en Santiago. Romina piensa que, a lo mejor, les hace falta una terapia de pareja. “Estamos bien cagados los dos. Porque vivimos una relación rara, especial, y es muy difícil que la resolvamos nosotros porque a veces no sabemos qué hacer. Necesitamos a alguien que nos haga ver las cosas como son”, argumenta. Los miedos al fracaso han estado presentes. También los celos y una eventual “recaída” de cualquiera de los dos.

-Igual no escupo al cielo, no te puedo mentir, porque hay hombres encachados, gay ricos, pero igual me da miedo porque llevo tanto tiempo sin tener relación con un hombre y todavía amo a la Romina -dice Miguel.

Romina también tiene dudas. “Quiero mucho al Miguel, sé que en lo afectivo nadie me va a dar lo que él me da, eso lo tengo claro, pero una es humana y siente cosas. Si él no me da lo que busco, sentirse querido por la pareja, a lo mejor lo buscaré por otro lado”, agrega.

Mientras, continúan juntos. Romina trabaja todas las noches en un local de completos y Miguel cuida a Martina. Tienen planes. Romina quiere ponerle un negocio a Miguel para que trabaje en la casa y comprarse un auto. Miguel prefiere juntar para una casa propia. Ambos saben que algún día tendrán que contarle su historia a Martina. Dicen que no van a ocultar nada. Que así se conocieron, así se amaron y que esa es su única verdad.

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