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Cultura

24 de Julio de 2012

Linda y buena idea descuartizada

De todos los adjetivos asignados a la cultura pop –que no es lo mismo que la cultura popular–, la rapidez es uno de los más adecuados. Lo pop es siempre veloz: las canciones no sobrepasan los tres minutos y en la narrativa las frases usualmente son cortas, directas, es decir, norteamericanas. Quizás es así, para […]

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De todos los adjetivos asignados a la cultura pop –que no es lo mismo que la cultura popular–, la rapidez es uno de los más adecuados. Lo pop es siempre veloz: las canciones no sobrepasan los tres minutos y en la narrativa las frases usualmente son cortas, directas, es decir, norteamericanas. Quizás es así, para evocar el fantasma de Andy Warhol, porque todos tienen sus quince minutos de fama y qué errado sería malograrlos. Quien sí aprovechó ese escaso cuarto de hora es lejos el mejor novelista de lo pop, o al menos el mejor novelista pop norteamericano, Bret Easton Ellis. “Psicópata Americano” es un documento central de la cultura de los 80.

Parte de su talento reside en el ritmo de su prosa, su capacidad para el staccato. A la ráfaga locuaz de enumeración de marcas, cortes de pelo, lugares top de Nueva York, siempre sigue un silencio muy breve, una reflexión, una pausa, un momento en el que Bateman piensa o, sencillamente, se detiene a vitrinear víctimas.

Silencio y pausa son específicamente de lo que carece “Qué sabe Peter Holder de amor”. El primer libro de relatos de Vladimir Rivera O. (1973) es, por sobre cualquier cosa, un ejemplo más de cuán errática es en la narrativa nacional la conjunción de lo pop con el desencanto. De esa mezcla nacen frases como: “La música suena en mis oídos, lisérgica, parecida a una terapia de reiki”, que sólo puede ser leída como un chiste, entre otras cosas porque no tiene sentido alguno (el reiki es una terapia de sanación a través del contacto, y es todo, pero todo, menos una experiencia lisérgica; y si lo fuera, poco importa: la frase es feísima); o, en el mismo cuento –el relato se titula “Nocturama” y es el más largo de los cinco que componen el libro– cuando Santiago le pregunta a Antonia por qué intentó suicidarse, la respuesta de Antonia, escueta y tonta, es porque le pareció “cool”.

Ciertamente es imposible ignorar la realidad, y en la realidad, se supone, gente así existe, y tal vez esta es su manera de hablar. Si es así, el retrato que Rivera hace de ellos, al margen de cuán legítimo sea, es inepto para pensar más allá de la superficie. En todos los relatos aparece el desastre; y los desastres de Rivera siguen una fórmula: el desencanto existencial adquiere la forma de un problema amoroso, ya sea en la necesidad de un padre, como es en los casos de Franz Bär y Peter Holder; ya sea en la necesidad de una esposa, como le ocurre al protagonista de “Aviones y hoteles”; ya sea en la necesidad de un amante, como ocurre en “Nocturama” y “Juegos de seducción”. El amor, parece pensar Rivera, es la emoción que tiene la llave para la jaula del desencanto. La idea es linda y buena pero, en los relatos de Rivera, es descuartizada.

Leyendo a Rivera lo que queda claro es que no entendió que una narración realista –y parapetada detrás de la abrumadora, y algo aburrida, cultura pop, lo que hay es, en efecto, una novela o unos cuentos realistas– debe tomarse su tiempo: debe detenerse a describir, a ponderar, a observar, a pensar, a querer, o a odiar, a sus personajes, aprender a escuchar el latido secreto, el pulso, que, si uno aguza el oído y calla, aparece durante el silencio.

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