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Cultura

7 de Septiembre de 2012

Cuando la muerte se tiraba flatos

Oriundo de Temuco, hijo de madre chilena y de padre japonés, Kuramochi fue una inquieta mezcla de nikkei y de peñi.

Mario Verdugo
Mario Verdugo
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Ilustración de Marcelo Calquín

Aunque sus últimos versos hablan de un brazo paralítico y de un cuerpo postrado en “el hospital de los tormentos”, nadie podría acusar a Yosuke Kuramochi de haberse mantenido en posiciones demasiado rígidas. Ya fuese a propósito de estilos o de disciplinas, de territorios o de culturas, el autor de “Amapolario” transformó al movimiento y al cruce de fronteras en la clave de su vida y de su obra. Se trataría a veces de un movimiento brusco (como el que lo llevó a cambiar sus estudios de Veterinaria por los de Pedagogía en Castellano), o de un tipo apenas perceptible (como el que sus haikús revelarían a fines de los 60), pero a todos ellos pareció cohesionarlos el mismo empeño de ver con otros ojos y hacia otros horizontes. Oriundo de Temuco y estudioso del pueblo mapuche, hijo de madre chilena y de padre japonés, Kuramochi fue siempre un extranjero versátil, una inquieta mezcla de nikkei y de peñi, un mutante que supo construir textos orientales a base de loicas, choroyes y araucarias, sin acobardarse tampoco ante las modernas monstruosidades que se cernían sobre el Llaima o el Ñielol.

Por allí, mientras humeaba el arroz de su cocina y silbaba el bambú de su patio, el joven Yosuke tendió a prefigurar la clase de imágenes que con el tiempo irían popularizando tanto el gore como el animé. Para hacerse una idea de las aterradoras películas que su mente se pasó en aquellos años –marcados además por el deceso de su hermano Genji–, sólo bastaría con echarle un vistazo a esa ininterrumpida pesadilla que en 1964 se publicó bajo el nombre de “Poemas en el viento”. Concurrieron a dicho libro, o más bien a sus treinta primeras páginas, una luna con púas y un cadáver que se paseaba en triciclo, la menstruación de un hada y la vejez de una mariposa, un avión cargado de cavernícolas borrachos y la mirada de un órgano recién cortado, un pájaro seco que intentaba extender sus alas y una enorme mancha negra que se escurría por el piso. Ni siquiera los espíritus menos impresionables, cabe suponerlo, saldrían indemnes de este show de efectos especiales, en cuyo clímax resonaban “los motores de las moscas” y “el triste flato de la muerte”.

Críticos estremecidos por la presencia de tanta víscera y tanto monstruo, desde luego que sí los hubo. Nada fácil era explicar por qué la voz poética de Kuramochi se engolosinaba con criaturas hematófagas, con sustancias biliares y hasta con placentas de jirafa. El enigma, por si fuera poco, crecía en aquella escena donde cierto bicho, al reventarse contra un automóvil a cien kilómetros por hora, alcanzaba a trazar con sus restos un misterioso mensaje sobre el parabrisas. Las dificultades para comprender al temuquense, sin embargo, no eran del todo nuevas ni se acabarían pronto. En 1962, su debut literario hizo gala de una adjetivación que de seguro hubiese sido la envidia de Rubén Darío y sus secuaces (“ilíacos terciopelos”, “gravídicas fuerzas”, “juan-jordánicos ríos” y “sedentes campanas”), pero que los lectores contemporáneos tal vez entendieron como simple chamullo o como una serie de erratas. Y media década después, su poemario “Los 44” incluyó el requisito adicional de tener que leerse en sentido inverso, o desde la última hoja hasta la primera, al modo de esos ancestros asiáticos que Yosuke también emulaba en brevedad y maestría: “Bajo el semáforo amarillo / un auto blanco pasa… / Rojo”.

El color sería en cualquier caso una de las constantes en la trayectoria escritural de Don Yosuke de Jesús Kuramochi. Pese a que la recurrencia de los tonos amarillos podía atribuirse groseramente a un factor de orden étnico, el académico Víctor Raviola se encargó de sugerir explicaciones mucho más sofisticadas, entre las cuales debe contarse la del “desplazamiento calificativo”. Junto al ejercicio de la poesía y a la pintura de acuarelas, Kuramochi dedicó buena parte de sus propios esfuerzos a la crítica universitaria, y en especial a la investigación y el repudio de algunos estereotipos raciales. Como tesista de magíster había estudiado la manera en que la narrativa de Marta Brunet sorteaba las leyes de la naturaleza (permitiendo así que los hombres se hicieran dioses o que los grillos dialogasen con las arañas), y al convertirse en profesor se había interesado en coterráneos como Juvencio Valle (a quien felicitó –muy en la suya– por “vegetalizar” la existencia y “enmagicar” los paisajes), pero ningún tema tendría la relevancia que para Kuramochi fueron cobrando las virtudes morales, ecológicas y anticapitalistas del pensamiento indígena.

El mapuche –dicen los diarios que dijo Yosuke– no es flojo como casi todos los huincas creen, sino un sujeto que en vez de acumular riquezas reparte sus bienes; un sujeto que desconoce la envidia y que es inmune a la neurosis; un sujeto que practica la meditación y que respeta su entorno, igual como lo haría un japonés. En Lincolaf o en Changleufu –especuló el autor en sus artículos especializados–, los nativos parecen comportarse de acuerdo al hemisferio derecho del cerebro; la realidad no es para ellos algo que se clasifica, que se tala y que se vende, sino un conjunto solidario e indivisible, un mundo en el que los seres atraviesan reinos y establecen insólitas relaciones, igual como lo concebiría un poeta. A lo menos cinco libros y una veintena de papers contribuyeron a difundir estos planteamientos interculturales y etnosemióticos, para los que se contó con la ayuda del informante Rosendo Huisca Melinao. Consciente de lo difícil que era penetrar en otras “regiones cerebrales”, Kuramochi desarrolló un complejo mecanismo de traducción, que partía por el registro magnetofónico de los testimonios en mapugundun y que a menudo desembocaba en una antología bilingüe, o en las ponencias que presentaría en Amsterdam o Estocolmo.

El mecanismo estaba lejos de impedir que se deformaran los sentidos originarios. No obstante, Yosuke percibió a su alero una familiaridad que iba más allá de unos pómulos salientes o unos ojos rasgados. Las abuelas de esa zona fronteriza, tal como él, hablaban de abrir caminos en cosa de segundos y solían volver la vista hacia los territorios de oriente. Habiendo aprendido que sólo el invasor y el profanador deberían asustarse por el futuro, pues el Pillán les reservaba sus eructos de trueno y de fuego, Kuramochi murió pensando en el reencuentro con su hermano y en rozar la túnica de su dios católico. Según se lee en algunos escritos de su hora postrera, todavía lo encandilaban el rojo de las amapolas y el amarillo de las espigas.

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