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Opinión

5 de Diciembre de 2012

La tentación de la bicicleta

Edmundo De Amicis para Malpensante Durante varios años, antes de que el uso de la bicicleta se popularizara, el nuevo ejercicio fue para mí sobre todo un espectáculo placentero. No pocas veces, sin embargo, corrí el riesgo de terminar en el Hospital Mauriziano, pues solía detenerme absorto ante el paso de un ciclista y no […]

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Edmundo De Amicis para Malpensante

Durante varios años, antes de que el uso de la bicicleta se popularizara, el nuevo ejercicio fue para mí sobre todo un espectáculo placentero. No pocas veces, sin embargo, corrí el riesgo de terminar en el Hospital Mauriziano, pues solía detenerme absorto ante el paso de un ciclista y no notaba a otro que me sorprendía por la espalda. ¿Quién hubiera pensado que la bicicleta se me iba a convertir en una tentación?

La primera vez que me sentí seducido fue en la cafetería del Consejo Comunal, donde oí a un diputado –bastante maduro por cierto– decir emocionado a un colega: “Créeme: dolores artríticos, reumatismos, migrañas, falta de apetito, insomnio, todo desaparece como por encanto”. Pensé: “¿Cuál será la portentosa receta?”. Ese consejero no parecía un amante ciego de las novedades, más bien todo lo contrario. Cuando entendí que se trataba de la bicicleta me dije: “¿Y si fuera cierto? ¿Y si la bicicleta fuera la cura rotatoria que me regenerase?”.

La segunda tentación tuvo lugar sobre la vía Margherita. Había un viejo de aspecto decrépito que parecía sufrir de una grave enfermedad, un verdadero esqueleto vestido. Se esforzaba por hacer avanzar un triciclo con sus pobres piernas de insecto; apenas si se movía, con la lentitud de los encapuchados de Dante, dando un espectáculo indigno de impotencia infantil. Muchos curiosos se detenían para observarlo; sonreían, como si se tratase de alguien que, en un heroico esfuerzo, intentara resolver un absurdo problema de dinámica. Recorridos diez metros en no menos de un minuto, el viejo terminó con la rueda delantera frenada contra los rieles del tranvía: el “gigantesco” obstáculo lo detuvo. En un ataque de lástima, un espectador le dio un suave empujón. El triciclo superó los rieles y retomó su andar lento de tortuga enferma, seguido por las carcajadas de una multitud de curiosos.

Aun así, en los ojos entreabiertos de ese hombre –con la mirada fija en el manubrio como si no hubiera nada más a su alrededor– brillaban tal sentimiento de complacencia, casi de vanidad y de osadía juvenil, y tal fe ciega en la eficacia milagrosa de esa parodia gimnástica que, pese a la compasión que parecía despertar, la suya seguía siendo una admirable demostración de fuerza y velocidad. El escenario me dio una idea más clara de las mentadas maravillas del ciclismo. Si un ejercicio así –pensé– puede proporcionar tal goce a este mísero personaje, ¿qué no hará en un hombre que sea todavía un hombre?

Así, entré en un período de tentaciones secretas, alimentadas también por quienes insisten en vendernos cualquier cosa nueva. Cómo no sentirse tentado si al menos siete veces a la semana nos preguntan: ¿por qué no montas, o por qué no montan, en bicicleta?

Hubo gente que se lo tomó a pecho y, queriendo salvar mi alma, me propusieron tomar clases (aunque fuera a escondidas), además de ofrecerme su amistosa compañía en mis primeras excursiones. Recibí también cartas de amigos a los que el ciclismo se les había convertido en una pasión absorbente, tanto que intentaban inducirme con cálidas palabras. Hubo varios que llegaron incluso a aguijonearme a través de la crítica literaria. Uno, por ejemplo, me escribió: “Verías cuánta riqueza podría adquirir tu estilo. Hay en algunas de tus mejores páginas señales de estancamiento. Eso no te volvería a ocurrir nunca más”. Otro me dijo: “Si usted pedaleara, su mente sería capaz de abrazar una mayor cantidad de elementos al mismo tiempo”. Estas observaciones, debo confesar, me hicieron meditar mucho. Empecé a decirme, cada vez que me encontraba en una dificultad: “¡Si hubiera pedaleado un poco esta mañana…!”.

Había ocasiones en las que, seguro ya de que nadie estaba mirando, examinaba con detalle una bicicleta apoyada en un muro. Me sentía forzado a aferrarla, a palparla, a ponerla en movimiento, a preguntarle –como si se tratase de un ser dotado de conciencia– si era cierto que ella tenía la virtud de devolver unas horas de juventud a un hombre maduro. Si con su andar era capaz de diluir en el aire la melancolía que nos asalta por la espalda, y de llevar al caballero a casa con el ánimo y la sangre renovados. Los reflejos que producían sus delgados miembros de acero me parecían miradas seductoras, sonrisas de promesa, guiños de invitación amorosa a intentar la aventura.

Durante un tiempo fue sencillo hacer a un lado la tentación con arte y gallardía. No, me repetía, el hombre sobre la bicicleta no se ve bien, forma con el cuerpo un ángulo ridículo, como el de una marioneta doblada en dos. Tiene razón Giovanni Verga en su soneto milanés: “De la cintura para arriba es un sastre jorobado, / de la cintura para abajo un afilador enloquecido”. Es comprensible, e incluso placentero a la vista, que los flacos monten en bicicleta. ¡Pero los vejetes gordos! Lo desproporcionado de esos cuerpos enormes con respecto a los delgadísimos radios de las ruedas hace que estos parezcan tan frágiles que pudieran doblarse en cualquier momento bajo el peso de las descomunales nalgas. Todo el ejercicio da a los caballeros la apariencia de elefantes sentados en tílburis.

Un hombre con el pelo blanco, con ese juguete entre las piernas, me recuerda a esos viejos chinos que se mueven de manera infantil por las calles de Pekín jugando con sus dragones voladores. Pensaba en cuántas veces me había divertido viendo a esos rollizos padres de familia que pasaban con el sombrero calado hasta las orejas y los pantalones remangados a la altura de los tobillos. Remaban con las piernas –casi como náufragos–, resoplando como focas perseguidas; y con la parte de atrás de los vestidos ondeando desordenadamente por el viento, parecían perros enloquecidos cuando se dan a la fuga. Reconocía el momento preciso en que sus ojos se dilataban por el terror que les producía el encuentro con un obstáculo imprevisto. Hacían que las jóvenes se voltearan a mirarlos con una sonrisa en la cara que sugería: “¡Ese de ahí no roba corazones con su forma de montar en bicicleta, seguro que no!”.

Me repetía incesantemente: “No hay caso, tú no serías mucho más seductor que ellos”. Así alejaba a los tentadores insistentes. Pero volvían a la carga y me decían: “¿Qué tal si pedalea por el campo?”. Yo me negaba: “Tampoco quiero hacer reír al campo. Entiendo que estamos en tiempos difíciles, en los que un buen ciudadano debería hacer todo lo posible por salvar a la sociedad de afanes y pensamientos opresivos, pero no me atrevo a hacer tal sacrifico por el bien público. ¿Puede imaginarme haciendo sonar la corneta por la vía Garibaldi? Se reirían incluso los que van a pagar el impuesto de la riqueza móvil. No nos digamos mentiras, ya no estoy para esos trotes”.

Pero la prueba más dura vino después, cuando sucumbieron conocidos y amigos de mi edad. Algunos me lo anunciaron. Otros lo callaron, pero a todos los cogí infraganti, uno por uno, andando por las calles y los senderos de la ciudad. A más de uno arranqué la confesión de haber caído en el pecado. Casi todos cayeron, empezando por aquellos a quienes no me imaginaba capaces de dar el salto: profesores calvos, hombres canosos, panzones y arqueados, coroneles jubilados, subcomandantes en retiro, senadores con la columna vertebral torcida, caballeros doblados por los reumas, barbas grises, rodillijuntos, gafas verdes, zapatos de gamuza. Entonces fui presa de la melancolía y el vacío que sienten los célibes testarudos cuando ven a sus amigos íntimos próximos al matrimonio. La bicicleta me robaba compañías agradables, me alejaba de los viejos conocidos. Uno de los casos que más me dolió fue el de mi buen amigo Daghetto, un artesano socialista y consejero de provincia. Una tarde pasó volando como un golpe de viento, el rostro sonreído, como diciéndome con doble sentido: “¡Tú te quedas atrás, lento!”.

Uno de los últimos que descubrí fue al escultor Tabacchi. Me lo encontré en un tranvía; parecía algo desalineado. Sus movimientos eran torpes porque llevaba un brazo en cabestrillo. Cuando le pregunté cómo se había hecho daño me confesó con cierto pudor y vergüenza que se había caído de ese aparato. “¡Tú también!”, exclamé con verdadera aflicción. ¡Sí, él también! Parecía que yo era el único que todavía pisaba la tierra y las piedras mientras que toda mi generación volaba. Pero lo más humillante era que todos esos ciclistas cincuentones, cuando me encontraban por la calle, mermaban el paso, e imitando el comportamiento de un joven caballero se balanceaban sobre el sillín con el busto echado hacia atrás, sostenían la marcha de la bicicleta con una sola mano mientras me saludaban con la otra. Entonces me dirigían una sonrisa compasiva, como asegurándome que, pese a la “diferencia de edad” que nos separaba, yo conservaría siempre su briosa amistad. Incluso la de aquellos que, cuando andaban a pie, parecían sostener el alma con la prótesis dental.

Yo intentaba en vano consolarme suponiendo que se veían ridículos. Pero no lograba más que crisparme con impaciencia. Era como burlarse de un anciano que baila con una hermosa joven; podrá ser grotesco, pero, ¿qué importancia tiene si él es feliz?

Entre los que insistían con el tema de la bicicleta, hubo uno en particular que fue mi perseguidor –no diré el nombre por temor a que tome represalias y vuelva a ponerse al acecho–. Era un peso pesado de la administración pública, el más elegante de mis coetáneos, no hay duda. Uno de esos personajes a los que pareciera que el tiempo rejuvenece en vez de abofetearlo. Después de haberme dado una cantidad de consejos inútiles, se empecinó en hostigarme cada vez que me veía sobre la plataforma del tranvía. Se acercaba en la bicicleta y me gritaba fuerte: “Si lo intentaras, qué placer… ¡Hasta escribirías un libro!”. Después emprendía carrera como un halcón; en menos de un minuto recorría de nuevo la calle y volvía para decirme: “¿Te das cuenta? Llegarías siempre a tiempo”. Cuando paseaba por la ciudad, me rastreaba con sus ojos de lince y venía a mi encuentro apresurado, se bajaba de la bicicleta con toda frescura, rozagante, y con los ojos centelleantes me decía: “¡Qué mala cara traes esta mañana! ¿No te vas a decidir nunca a probar la gran cura? Mírame, yo tengo la salud de un pez y el apetito de un búfalo”.

Parecía como si se posara en la puerta de mi casa esperando verme salir. Después me abordaba en la mitad de la calle y me lanzaba la consabida indirecta. Me ponía colérico. Muchas veces deseé que se le pinchara una llanta. Para colmo, un día sobre la calle Cernaia, ya entrada la tarde, estuvo a punto de atropellarme con ese aparato. “Ah, desgraciado –le grité a su espalda fugitiva–, ¿tú quieres convertirme al ciclismo mandándome al hospital?”. Ese día sentí la necesidad de decidirme. Si estaba destinado a morir en bicicleta, era más honorable desplomarse como el caballero caído que como el soldado pisoteado. Al menos le dejaría a mi tormento un motivo para arrepentirse.

Además estaban los provocativos alicientes literarios. El primero fue Zola con París y la descripción de las eufóricas carreras entre Pedro y María. Transportados por “la embriaguez de la velocidad fulminante”, se escabullían juntos entre las sombras de los bosques de Poissy. Después Guerrini que, en aquellas frescas páginas, retrata el placer y el júbilo que sentía al pasear con su hijo desde Bolonia hasta Florencia, “en las promesas del alba, en el triunfo de la luz cenital y en la paz de los ocasos”. También el aturdido Oriani, poeta erudito y demonio, logró llevarme aferrado a su cuello desde Faenza, a través de los Apeninos, hasta Siena y Pistoia, como si fuéramos el centauro Caco y su dragón. Lo mismo hizo el mago de Maeterlinck con esa descripción encantada “en que la calle ya recorrida es un continuo punto de llegada, y cada centímetro de tierra toma la forma adorable de la meta y se encuentra a un día de distancia a la misma hora en cada lugar”. E incluso Giambattista Giorgini con su estupendo poema “In byciclettam”, que me hizo cerrar la Rivista d’Italia con un suspiro de desprecio: “¡Tú también, senador cacreco, me atormentas en latín!”.

Ni hablar de la cantidad de cuadros de costumbres, poemas, cuentos y artículos periodísticos que se encargaban de glorificar ese par de detestables ruedas. Estaba constreñido a leerlos todos a pesar de mi negativa, cautivado como un autómata por esa virtud odiosa y prepotente, por el encanto de la atracción fatal. Los leía con una curiosidad tan anhelante que los términos técnicos, las imágenes y las frases llamativas se me estampaban en la mente como deseos que debía escudriñar. Las lecturas hacían pulular en mi cabeza una pila de ideas para cuentos literarios: amores pedaleados, celos en el sillín, secuestros en bicicletas de dos puestos. Fantasías y tentaciones artísticas que después de un momento inicial de excitación se derrumbaban. No había caso, por más esfuerzos que hiciera y sin importar cuánto pudiera modificar mi estilo, un lector ciclista se percataría de mi falta de experiencia viva. Cerrarían el puño sobre mi prosa exclamando: “¡Este no pedalea!”.

Terminé por entrar en un período en el que la bicicleta dominó por completo mis pensamientos diurnos y nocturnos. Me convertí en una suerte de ciclista de almohada. En los sueños volvía sobre las imágenes que me había dejado la lectura y, como era incapaz de recordar en ese estado de conciencia, la sensación engañosa de estar sobre la bicicleta en la mitad de un paseo parecía real. ¡Ah, finalmente!, ¿era necesario tanto escándalo para decidirse? ¿Cómo pude ser tan obstinado? Sí, tenían razón. La sensación de libertad, de anular cada molesta necesidad de la vida, es como hacer a un lado la dominación del espacio intentando escapar hacia el infinito. Aferrar el aire, casi hasta perder las dimensiones de la tierra, da la ilusión de ser llevado por dos grandes alas invisibles. La caricia violenta del viento me embiste entrando por las venas y el alma como el abrazo apasionado de la juventud que vuelve por unos instantes. La sucesión vertiginosa de paisajes, la calle que se me escapa debajo de los pies como un torrente blanco que se precipita. Los árboles se arrojan a mi encuentro y se desvanecen por el rabillo del ojo como fantasías revolcadas por un huracán. El vuelo hace que las criaturas humanas se vean torpes, somnolientas y esclavizadas. La noción de tiempo parece desvanecerse con los cambios del entorno. El ejercicio me embriaga de aire, de frescura y de luz. Sonrío y me estremezco mientras sueño con una nueva vida en que la alegría parece sobrehumana, casi como un rapto celeste.

Pero ¡ay! despertar siendo solo un peatón era canalla. La presión cotidiana a la que me sometía la bicicleta era difícil de sobrellevar y más agria se hacía mi cólera cuando me descubría un cobarde, incapaz de dar el paso tan deseado y temido.

Sí, renuncié, pero el ánimo no se resigna. Hay mañanas en las que, cansado y agobiado por las penas, me alejo de ese objeto que un amigo alguna vez definió como el más triste de los cuadrúpedos –el escritorio–, y me asomo a la ventana para ver pasar a esos caballeros veteranos y regordetes que atraviesan la plaza en dirección a la avenida Rivoli. Como si volaran sobre las ruedas, van con la cara levantada al viento para beber el aire primaveral. Una sensación amarga de envidia invade mi alma perezosa y me repito irritado: “¡Ya es muy tarde! Vuelve a tu timorato lugar de trabajo, viejo decrépito… ¡Ah, miserable!”.

Solo me queda algo por decir a los amigos corpulentos y cubiertos por las canas –a los que conozco y a los que no–. Si llegada esa edad ingrata todavía sienten la necesidad de saltar sobre la bicicleta, pero por pereza o vergüenza se niegan a hacerlo, abandonen de una buena vez su tozudez y evítense una larga y agotadora lucha. Arrójense al sillín con el ánimo resuelto, adiéstrense en este nuevo arte aunque se den unos buenos golpes y sean la burla de la ciudad. Una ruptura de costillas o la ociosa risa de la gente serán más soportables que un decenio de añoranzas y nostalgia. Sigan mi consejo: pongan, como alguna vez dijo Oriani, “las manos sobre el manubrio y el alma al viento”. De lo contrario, terminarán mordiéndose las manos y vendiendo el alma al diablo.

Ni hablar de la cantidad de cuadros de costumbres, poemas, cuentos y artículos periodísticos que se encargaban de glorificar ese par de detestables ruedas. Estaba constreñido a leerlos todos a pesar de mi negativa, cautivado como un autómata por esa virtud odiosa y prepotente, por el encanto de la atracción fatal. Los leía con una curiosidad tan anhelante que los términos técnicos, las imágenes y las frases llamativas se me estampaban en la mente como deseos que debía escudriñar. Las lecturas hacían pulular en mi cabeza una pila de ideas para cuentos literarios: amores pedaleados, celos en el sillín, secuestros en bicicletas de dos puestos. Fantasías y tentaciones artísticas que después de un momento inicial de excitación se derrumbaban. No había caso, por más esfuerzos que hiciera y sin importar cuánto pudiera modificar mi estilo, un lector ciclista se percataría de mi falta de experiencia viva. Cerrarían el puño sobre mi prosa exclamando: “¡Este no pedalea!”.

Terminé por entrar en un período en el que la bicicleta dominó por completo mis pensamientos diurnos y nocturnos. Me convertí en una suerte de ciclista de almohada. En los sueños volvía sobre las imágenes que me había dejado la lectura y, como era incapaz de recordar en ese estado de conciencia, la sensación engañosa de estar sobre la bicicleta en la mitad de un paseo parecía real. ¡Ah, finalmente!, ¿era necesario tanto escándalo para decidirse? ¿Cómo pude ser tan obstinado? Sí, tenían razón. La sensación de libertad, de anular cada molesta necesidad de la vida, es como hacer a un lado la dominación del espacio intentando escapar hacia el infinito. Aferrar el aire, casi hasta perder las dimensiones de la tierra, da la ilusión de ser llevado por dos grandes alas invisibles. La caricia violenta del viento me embiste entrando por las venas y el alma como el abrazo apasionado de la juventud que vuelve por unos instantes. La sucesión vertiginosa de paisajes, la calle que se me escapa debajo de los pies como un torrente blanco que se precipita. Los árboles se arrojan a mi encuentro y se desvanecen por el rabillo del ojo como fantasías revolcadas por un huracán. El vuelo hace que las criaturas humanas se vean torpes, somnolientas y esclavizadas. La noción de tiempo parece desvanecerse con los cambios del entorno. El ejercicio me embriaga de aire, de frescura y de luz. Sonrío y me estremezco mientras sueño con una nueva vida en que la alegría parece sobrehumana, casi como un rapto celeste.

Pero ¡ay! despertar siendo solo un peatón era canalla. La presión cotidiana a la que me sometía la bicicleta era difícil de sobrellevar y más agria se hacía mi cólera cuando me descubría un cobarde, incapaz de dar el paso tan deseado y temido.

Sí, renuncié, pero el ánimo no se resigna. Hay mañanas en las que, cansado y agobiado por las penas, me alejo de ese objeto que un amigo alguna vez definió como el más triste de los cuadrúpedos –el escritorio–, y me asomo a la ventana para ver pasar a esos caballeros veteranos y regordetes que atraviesan la plaza en dirección a la avenida Rivoli. Como si volaran sobre las ruedas, van con la cara levantada al viento para beber el aire primaveral. Una sensación amarga de envidia invade mi alma perezosa y me repito irritado: “¡Ya es muy tarde! Vuelve a tu timorato lugar de trabajo, viejo decrépito… ¡Ah, miserable!”.

Solo me queda algo por decir a los amigos corpulentos y cubiertos por las canas –a los que conozco y a los que no–. Si llegada esa edad ingrata todavía sienten la necesidad de saltar sobre la bicicleta, pero por pereza o vergüenza se niegan a hacerlo, abandonen de una buena vez su tozudez y evítense una larga y agotadora lucha. Arrójense al sillín con el ánimo resuelto, adiéstrense en este nuevo arte aunque se den unos buenos golpes y sean la burla de la ciudad. Una ruptura de costillas o la ociosa risa de la gente serán más soportables que un decenio de añoranzas y nostalgia. Sigan mi consejo: pongan, como alguna vez dijo Oriani, “las manos sobre el manubrio y el alma al viento”. De lo contrario, terminarán mordiéndose las manos y vendiendo el alma al diablo.

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