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Opinión

11 de Diciembre de 2012

Formas literarias del tiempo

Este formidable ensayo forma parte del dossier literario del número 9 de la Revista UDP. Ratas de laboratorio, pinturas renacentistas, flip-books y la Crucifixión son los elementos a partir de los cuales Aira arma su aguda reflexión sobre el tiempo.

César Aira
César Aira
Por



1
Leí sobre un experimento de laboratorio destinado a probar algo que se llama reversal learning, o sea “aprendizaje al revés” o “desaprendizaje”: se priva de agua a una ratita hasta que tiene mucha sed, y se la pone a la entrada de un complicado laberinto, a la salida del cual hay una lata de agua. La rata corre por el laberinto, se pierde, va y viene, vuelve a perderse, insiste, y al final, al cabo de una hora, digamos, llega al agua y bebe. Cuando se repite la prueba al día siguiente, la rata, otra vez sedienta y ya con algún recuerdo de su experiencia anterior, tarda un poco menos en llegar a la salida, digamos cincuenta minutos. La tercera vez, tarda treinta minutos. La cuarta, diez. La quinta vez, recorre el laberinto sin errar una sola curva, sin detenerse ni vacilar, en un minuto. Con lo cual el aprendizaje ha concluido, el saber se ha consumado.

Entonces empieza la segunda etapa, el “reversal”. Electrifican la latita con el agua a la salida del laberinto. La rata, que ya conoce el camino, lo recorre en un minuto, y cuando va a beber recibe un shock doloroso. Al día siguiente, cuando la ponen, otra vez sedienta, en la puerta del laberinto, lo recorre con algunos errores y tarda diez minutos en llegar al agua y volver a sentir el shock doloroso. La vez siguiente tarda treinta minutos. Al cabo de cinco días ha retrocedido al comienzo: vuelve a llevarle una hora ir de la entrada a la salida.

Un experimento curioso e ingenioso, del que los psicólogos conductistas o los neurobiólogos sacarán las conclusiones pertinentes.
Pero nosotros nos preguntamos qué pensará la rata de todo el asunto. Es posible que se diga: ¿por qué no se deciden? Desde su punto de vista, los hombres, al menos esos hombres de guardapolvo blanco, son unos dementes sin remedio, que a falta de algo mejor que hacer se dedican a estúpidos juegos de suma cero.

Pero hay un tercer punto de vista, distinto del de los científicos que sacan importantes conclusiones y del justificablemente fastidiado de la rata. Es el punto de vista del que relata el experimento, el que lo cuenta como una fábula y saca sus propias conclusiones. El protagonista de esa fábula ya no es la rata ni el científico, sino el tiempo, que va y vuelve mágicamente por el mismo camino y realiza el sueño eminentemente irrealizable de duplicarse dentro de una misma vida y una misma experiencia (de las que el laberinto es la vieja y consabida metáfora).

El tiempo se mide por la experiencia vivida, y la experiencia es aprendizaje. Aprendemos a ganar tiempo, a recorrer en un minuto lo que antes nos llevaba una hora. Pero un estadio superior del aprendizaje es la cautela, y volvemos del minuto a la hora. Claro que todo esto es sucesivo, y se nos va la vida, igual que se le va la vida a la rata obedeciendo a los caprichos de los científicos. Sólo en el interior de la fábula el tiempo se pliega sobre sí mismo, y al costo de anularse llega a una gratificante promesa de eternidad.

2
En uno de sus inteligentes ensayos, Daniel Arasse estudia un cuadro del renacentista ferrarés Francisco del Cossa, una Anunciación pintada hacia 1470, hoy en el Museo de Dresde. Es una clásica Anunciación, con el ángel Gabriel a la izquierda, la Virgen a la derecha, una arquitectura de complejas perspectivas, y al fondo arriba, por una abertura entre las columnas y aleros del palacio, la diminuta figurita de Dios Padre recortada flotando sobre el cielo azul. Hasta ahí, nada fuera de lo normal.

Lo extraño es que sobre el borde inferior del cuadro hay un caracol, un común y corriente caracol de jardín que avanza de izquierda a derecha y se halla a medio camino entre el ángel y la Virgen, con las antenas paradas, ligeramente vueltas hacia la Virgen. Su presencia no tiene ninguna explicación narrativa: en los pisos de mármol escrupulosamente limpios del palacio de la Virgen no hay ningún otro animal ni insecto ni vegetación. De modo que la explicación hay que buscarla en el campo simbólico. En la época se creía que el caracol era fecundado por el rocío, lo que lo hace emblema de la Virgen María, sobre todo en el momento de recibir el mensaje de su concepción sobrenatural. La caracola vacía, sin caracol, que suele aparecer en cuadros de tema religioso, simboliza la separación del cuerpo y el alma en la muerte; no es el caso de esta Anunciación, donde el caracol está vivo y atento, avanzando a su paso lento. Pero esta proverbial lentitud también está cargada de simbolismo: representa la inexplicable demora de Dios, que tanto preocupó a los teólogos, en mandar al Salvador a la Tierra, esa distancia entre Adán y Cristo que la humanidad recorrió con impaciencia.

Todo esto, y mucho más contenido en el caracol, Arasse lo descarta como demasiado obvio e indigno de un gran artista del Renacimiento, y se interna en análisis más sutiles y muy convincentes. Descubre por ejemplo la diagonal que une al caracol, la mano del ángel y la figurita de Dios Padre; reconstruye con ayuda de la computadora la planta del palacio de la Virgen y encuentra que toda la perspectiva está deliberadamente falsificada, y que hay una columna interpuesta justo entre el ángel y la Virgen e impide que se vean entre sí; el único que ve el conjunto de la escena es el caracol, y hay que recordar que las antenas del caracol en realidad son sus ojos, al extremo de esos largos pedúnculos, con lo que se vuelve símbolo de la mirada desprendida del cuerpo… En fin, Arasse descubre, y ésta es la clave última, que el caracol está en el cuadro pero no en la escena: está marchando por el borde inferior del cuadro, no por el piso del palacio, lo que lo vuelve un intermediario entre el cuadro y el espectador, un propiciador de la mirada, de la mirada demorada que se necesita para entender una imagen…

El análisis de Arasse es mucho más extenso y complejo que esta abusiva simplificación que he hecho aquí. Pero con lo dicho basta para preguntarnos cómo es posible que un pintor, en un solo cuadro, haya podido poner tantas ideas y coordinarlas de un modo tan eficiente como para que en quinientos años de contemplación las interpretaciones sigan en discusión. La respuesta creo que está en el trabajo material de hacer el cuadro: todo el que haya probado la pintura al óleo sabe que hay que tenerle una paciencia de santo. Estos cuadros de acabado tan perfeccionista de los maestros del Renacimiento, con cada milímetro de su superficie cubierto de un color aplicado con laboriosa minucia, y vuelto a aplicar en decenas de veladuras, llevaba mucho tiempo. Y en ese tiempo se podía pensar mucho. Si se piensa todo el tiempo, tener mucho tiempo equivale a pensar mucho. En la índole artesanal de su trabajo, los pintores del Renacimiento se las arreglaron para producir un tiempo lento y extenso (aplicadas al tiempo, las dos palabras son sinónimos).

Los cuatro años que llevó la Gioconda, los muchos cuadros, no sólo de Leonardo, que quedaron sin terminar después de décadas de trabajo, fueron para sus autores algo así como máquinas de pensar, máquinas cuyo motor era el tiempo. Un contemporáneo, Ortelius, decía que esos cuadros contenían “más pensamiento que pintura”.

Un especialista en tiempo, Proust, hizo que el personaje del novelista en su obra, Bergotte, al borde de la muerte, contemplara un cuadro de Vermeer, la Vista de Delft, y en ese cuadro un diminuto fragmento, “le petit pan de mur jaune”, el trocito de pared amarillo, y viera en ese centímetro cuadrado de pintura la perfección que él debería haber buscado. ¿Pero cómo dedicar esa atención, ese esfuerzo creativo, a cada frase de una novela? Sobre todo si es una novela que había tomado las dimensiones de En busca del tiempo perdido. Proust debió de sentirlo en toda la medida del tiempo perdido pues la Vista de Delft se expuso en París en 1921, y Proust moriría meses después. De hecho, la visita al Jeu de Paume para verla fue una de las últimas salidas que hizo de su casa.

3
En el otro extremo, el de la máxima velocidad, está el flip-book, librito o cuadernillo de dibujos o fotos seriados, que al hojearse rápido da la sensación de movimiento. Es el libro que se lee más rápido: en dos o tres segundos. La velocidad es esencial: lento, no funciona. No es de los libros que se acumulan a la espera de que uno tenga tiempo y ganas de leerlos. Uno no mira el número de página por el que va y calcula cuánto le falta para terminarlo.

Aun en su instantaneidad, el flip-book funciona con el tiempo. Con el lapso de tiempo que tarda una imagen en viajar por un conducto nervioso de la pupila al cerebro; si la imagen siguiente llega a la pupila antes de que la anterior haya terminado de hacer su trayecto de la pupila al cerebro, se produce una fusión, las dos imágenes quietas se vuelven una sola imagen en movimiento. Así opera el cine, y el flip-book es cine en forma de libro.
Pero sigue siendo libro, y la ilusión que en el cine damos por sentada en el flip-book nos devuelve la sensación de prodigio que debieron de sentir los primeros espectadores del cine, acentuada por el hecho de que estamos viendo cómo se hace: el mecanismo está a la vista. En el origen los mecanismos están a la vista; en el origen del cine, y haciendo una interpolación arriesgada podemos pensar que en el origen del mundo también.

Cuando uno ve cómo funciona algo, es casi inevitable que quiera fabricarlo, porque cree tener la clave de su existencia, y de verdad la tiene. Y realmente fabricar un flip-book es fácil, pero largo, “time consuming”. Es preciso hacer unos cincuenta dibujos variándolos apenas de uno a otro, para lograr una sensación razonable de movimiento, que se agota en un par de segundos. El novelista, dibujando con palabras una escena tras otra, con el propósito de crear una ilusión de movimiento y vida, suele sentir que está haciendo algo parecido al flip-book. Y el símil, desarrollado, tiene algo de desalentador. Por elementales razones de economía de tiempo y trabajo, los dibujos del flip-book son de unas pocas líneas, infantiles.

El novelista, por las mismas elementales razones, simplifica y esquematiza, y siente el peso y la vergüenza de la puerilidad de lo que está haciendo, esa manualidad mental de garabatos de jardín de infantes. Querría hacer el cuadro completo, el cuadro renacentista, pintado hasta el último detalle y pensado hasta el último milímetro, detenerse hasta la perfección en cada pequeño trocito de pared amarilla. Y ahí no puede sorprender que se le vaya la vida en la tarea.

La velocidad vertiginosa del flip-book es el vehículo ideal para la representación de la lentitud, por ejemplo el paso del caracol. O, puesto que el flip-book puede hacerse correr en un sentido o el opuesto simplemente poniendo el pulgar para arriba o para abajo, podría representar el aprendizaje y desaprendizaje de la ratita. O yo podría soñar con un súper flip-book en el que se viera el movimiento de alguien pasando las hojas de un flip-book, que representaría lo mismo, y otra vez y otra… La velocidad iría aumentando de nivel a nivel, hasta llegar al hipo de un átomo. Lo que no creo es que se haya hecho alguna vez un flip-book con la pasión de Cristo. Sonaría a blasfemia o frivolidad, pero sería una especie de breviario.

4
La edad de oro del cristianismo fueron los pocos años que siguieron a la Crucifixión. Jesús había sido como el genio que sale de la botella o la lámpara mágicas para ofrecer un don. Todo lo que hizo en vida, sus milagros, sus sermones, su carisma, y hasta su final sangriento, estaban ahí como respaldo de la verdad de su palabra. Tuvo que construir su figura con rasgos de majestad cósmica para que le creyeran al final. La fe era necesaria porque el don maravilloso que les concedió a sus incondicionales fue anunciarles el fin del mundo en un plazo breve: “vivirán para verlo”, les dijo a hombres que debían de andar entre los treinta y los cuarenta años; con la expectativa de vida de la época, eso significaba que sucedería en alrededor de diez años.

Todos, o casi todos, si tuviéramos la oportunidad de responderle al genio que nos ofreciera la realización de un deseo, le pediríamos tiempo. Aunque pidiéramos dinero o salud o amor, estaríamos pidiendo tiempo. ¿Pero qué clase de tiempo? El que Jesús les otorgó a los primeros cristianos (que iban a ser los últimos y únicos) era del mejor: diez años para hacer lo que quisieran sin temer las consecuencias, diez años de abandonar familias y trabajos, de vivir como los lirios del campo, riéndose secretamente de los que trabajaban y acumulaban y se preocupaban por los inconvenientes de la vejez o la educación de sus hijos.

Ahora bien: la clave era creer. Y para eso estaba, más que la elocuencia del predicador y sus milagros, siempre discutibles, su historia legendaria: la Virgen y el carpintero, el pesebre, la estrella, la huida a Egipto, el Bautista, el desierto, la Magdalena… No sólo la historia: las lecturas de esa historia, los significados, el inagotable crucigrama de los teólogos, el gran juego del lenguaje que cautivaría al mundo. Y cuando la promesa cayó, cuando después de esos diez años de felicidad perfectamente irresponsable el fin del mundo no se produjo, hubo que rescatar esa historia y empezar a escribirla. Aunque ya no servía para su propósito original de garantía de un anuncio, era demasiado buena para olvidarla, y además era lo único que quedaba. Es lo que pasa siempre: cuando todo ha pasado, lo único que queda es la historia de lo que pasó. Pensando en lo cual me pregunto si la literatura, al fin de cuentas, no será el residuo de una promesa incumplida, pero que nos permitió vivir mientras creíamos que se cumpliría.

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