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Cultura

12 de Diciembre de 2012

Calidad de imputados

Acaba de llegar el libro que recoge las actas de los juicios, por ofensas a la moral y la religión, que a mediados del siglo XIX Francia llevó a cabo en contra de Flaubert y de Baudelaire. Documenta. Eso hace este libro, El origen del narrador. Documenta los procesos penales contra dos escritores que han […]

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Acaba de llegar el libro que recoge las actas de los juicios, por ofensas a la moral y la religión, que a mediados del siglo XIX Francia llevó a cabo en contra de Flaubert y de Baudelaire.

Documenta. Eso hace este libro, El origen del narrador. Documenta los procesos penales contra dos escritores que han sobrevivido ya un siglo y medio a sus acusadores. Documenta eso pero también permite una lectura más: las actas completas de los juicios en que se incriminó a Gustave Flaubert por Madame Bovary y a Charles Baudelaire por Las flores del mal se pueden leer no como una novela –decir eso sería caer en lugares comunes: de novela tiene poco– sino como unos documentos cuyos alcances teóricos, cuya relevancia histórica y crítica, cuya recreativa incrustación de citas y cuyo montaje editorial lo convierten en un ensayo literario de máximo interés actual, con la gracia adicional, aunque impropia del ensayo para una visión conservadora, de no ser unívoco sino armado con varias voces.

La mera posibilidad que propicia de retomar la discusión en torno a la moral y la literatura –bien lo advierte en su prólogo Damián Tabarovsky al relevar el interés
de “seguir planteando ese merodeo sobre la situación de la literatura en la sociedad y en el mercado, sobre la posición del autor frente al libro y del narrador en el texto”–, una discusión que hoy suele ser desdeñada por el viento de la época, por un cierto amodorramiento escéptico que la da por superada; esa mera posibilidad hace de este libro uno de mucha mayor incumbencia literaria que, por ejemplo, las lamentaciones pseudocríticas que ocasionalmente emite el otrora perspicaz Ignacio Valente, a quien pudo verse en El Mercurio del domingo antepasado quejándose por el bajo nivel mostrado por la actual poesía y por la actual crítica de poesía en Chile.

Valente, en su plañir desactualizado, muy de tía epatada, se asemeja a Ernest Pinard, el fiscal imperial que con tanto brío lleva adelante la acusación contra Flaubert primero y, poco después, contra Baudelaire. Muy inteligentes ambos, el fiscal francés y el sacerdote chileno al oficiar sus peroratas de todos modos incurren en aquella práctica “crítica” que Lytton Strachey, en uno de sus formidables Perfiles críticos (recién publicados por Ediciones UDP), deplora, con injusto aunque apreciable énfasis, en el trabajo del doctor Samuel Johnson: “Él juzgaba a los autores como si fuesen criminales en el banquillo, responsables por cualquier infracción a las reglas y regulaciones establecidas por las leyes del arte, las mismas que él tenía el deber de administrar sin miedo ni favor. Johnson nunca inquirió qué era lo que los poetas estaban tratando de hacer”. Es una lástima que Valente prefiera repetir, con la producción actual de poesía y crítica en Chile, el gesto desdeñoso que en los 80 tuviera con Enrique Lihn y otros, en vez de hacer expiación y reiterar mejor la agudeza con que en su momento supo reconocer la belleza de “La cruz” de Nicanor Parra: “Por ahora la cruz es un avión / una mujer con las piernas abiertas”.

También colabora para una lectura placentera de El origen del narrador la alta calidad expositiva de buena parte de los textos que integran ambos procesos, tanto los
alegatos del fiscal acusador Pinard como los de los defensores y jurados. La baja calaña gramatical y conceptual a la que puede estarse acostumbrado con las producciones textuales provenientes del mundo del derecho en este libro no hallan refrendación sino, al contrario, refutación: son prosas peculiares, punzantes, irónicas, nada burocráticas. Y también, naturalmente, se tiene la sensación de estar leyendo una obra literaria (y no meramente un conjunto de documentos de interés relativo) por la inclusión, en anexos, de un ensayo de Baudelaire sobre Madame Bovary escrito tras el juicio en que esta novela fue absuelta y poco antes de que sus propias Flores del mal fueran condenadas, y de cinco cartas que, a propósito de todo esto, Baudelaire y Flaubert cruzaron.

Podrá llamar hoy la atención que las defensas de ambos acusados –harto menos sintéticas y vivaces, todo hay que decirlo, que el alegato del conspicuo Pinard– se hagan desde adentro del argumento moral de la Fiscalía, y más aún, desde adentro del cristianismo, dedicándose a desmentir las ofensas a la moral y a la religión en vez de procurar defender de pleno modo la autonomía de la literatura y su derecho para ejercer, incluso, la ofensa gratuita a las buenas costumbres y a la religión.

Pero claro, estamos a mitad del siglo XIX, en la Francia imperial (mala época para un James Ellroy o un Rubem Fonseca), y no se puede caer en el pueril anacronismo de juzgar lo entonces acontecido con los parámetros y usanzas de hoy (que por otra parte no es por necesidad mejor o más alentador).

La defensa de Madame Bovary, llevada a cabo por Monsieur Sénard, se centra en que se trata de un libro que, exponiendo en detalle las manifestaciones y formas de la vida licenciosa en provincia, finalmente provoca rechazo, y no amor, al vicio. Es divertido ver al abogado defensor diciéndole al fiscal cuestiones como esta, que recuerda las arremetidas del narrador de Thomas Bernhard: “Usted se asustó al encontrar las palabras corsé, ropas que caen, ¡y se quedó en esas tres o cuatro palabras, corsé y ropas que caen! ¿Quiere que le demuestre cómo un corsé puede perfectamente aparecer en un libro clásico, y justamente muy clásico?”. Así a veces, pero otras justificando más que defendiendo, el abogado de Flaubert logra que el tribunal lo absuelva. Dice la sentencia: “Aunque la obra merece una severa reprensión, pues la misión de la literatura debe ser la de enriquecer y recrear el espíritu elevando la inteligencia y depurando las costumbres mucho más que la de inspirar horror al vicio presentando el cuadro de los extravíos que pueden existir en la sociedad”, se la absuelve porque “no está suficientemente probado que Laurent-Pichat (el editor), Gustave Flaubert (el autor) y Pillet (el impresor) se hayan hecho culpables de los delitos que se les imputan”.

Luego –en el libro, en 1857– viene el juicio a Baudelaire por Las flores del mal. Se trata de un caso que por su resultado adverso es más famoso aún que el de Flaubert, pero a cuyas actas completas, en castellano, no se tenía acceso, o no íntegramente. Leerlas es darle espacio a pensamientos de total vigencia. Pinard, el fiscal persecutor, se nota lesionado de entrada con el revés que tuvo, pocos meses antes, en el juicio contra Flaubert. Así comienza, de hecho, en clave retórica, su exposición: “No es el resultado de la acusación lo que me preocupa, sino únicamente la cuestión de saber si tiene o no fundamento”. Y poco después pregunta: “¿De buena fe creen ustedes que está permitido decirlo todo, pintarlo todo, ponerlo todo al desnudo, con tal de que en seguida se hable de la repugnancia producida por el exceso y se describan las enfermedades que lo castigan?”. Pinard fustiga que Baudelaire en ciertos poemas muestre al cuerpo humano “envilecido o palpitante bajo el abrazo del libertinaje”, y cierra su acusación señalando que los poemas de Baudelaire, al haber alcanzado la forma de un libro, con la perdurabilidad que éste ostenta en contraste con la fugacidad de la prensa, pasan a ser “un peligro siempre permanente”. Ha pasado un siglo y medio y el adjetivo peligroso, el mote de “peligro siempre permanente”, ya lo quisiera hoy cualquier escritor oír proferido en relación a su trabajo: un libro peligroso, un libro que socava el piso del sujeto que lo lee en vez de afirmárselo.

La defensa de Baudelaire, llevada a cabo por otro abogado que el de Flaubert, pierde. Su planteamiento, desde el punto de vista intelectual, es algo pusilánime, aunque litiga astutamente al intentar imponerse mediante la alusión constante a la autoridad de otros casos literarios en los que infracciones semejantes se cometieron por montón: Molière, Balzac, D’Aurevilly, Lamartine, Musset, Gautier, Rabelais, La Fontaine, Voltaire, Rousseau y Montesquieu y más. En su momento de mayor sagacidad, la defensa señala que Baudelaire “nada ha dicho en favor de los vicios que ha moldeado tan enérgicamente en sus versos”. Pero ni esa preclara lucidez de considerar inimputable al autor por los dichos de quien habla en los poemas (“El poeta es un simple locutor / Él no responde por las malas noticias”, escribiría más de un siglo después Nicanor Parra), ni eso ni las alusiones a las “indecencias” escritas antes por magnas figuras de las letras francesas consiguieron que Baudelaire fuera absuelto: hubo de eliminar seis poemas del volumen y pagar 300 francos de multa (el editor y el impresor, por su lado, debieron pagar cien cada uno).

Varias de las discusiones sobre la literatura que proliferaron en el siglo XX y que perduran hoy ya bien entrado el XXI, discusiones sobre el autor, sobre el lector, sobre las formalidades y alcances del texto, están en este libro no solo esbozados sino a veces muy encaminados, si bien con puntos de vista hoy abandonables y siempre bajo la forma de la litigación, de manera tal que termina proyectándose, en la mente del lector, una larga escena dramática donde el efecto literario es tal que, estándose como naturalmente se está del lado de Flaubert y Baudelaire (el lugar de la libertad, el lugar de la literatura, que bien puede ser un lugar de la moral), en un momento dado las posiciones de Pinard se vuelven hipnóticas, empáticas, al punto de producirse el espejismo de un horror vacui moral: todas las posiciones convencen, lo cual, ahora sí, suele ser un efecto de toda gran novela, efecto que aquí al final se difumina, felizmente. El ultraconservador Pinard termina su alocución contra Madame Bovary diciendo que el problema, o el delito, en rigor, no está en que se “pinte las pasiones: el odio, la venganza, el amor –el mundo solo tiene vida en ellas, y el arte ha de pintarlas–, sino en que las pinta sin freno y sin medida. Sin una regla, el arte dejaría de ser arte; sería como una mujer que se quitara toda la ropa”. Así nomás.

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