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Opinión

17 de Diciembre de 2012

Ignacio Cienfuego

Luis Eugenio Díaz, inculpado por acreditar a la mala universidades privadas de pésima calidad, creyó alguna vez en la educación gratuita para todos. Arriesgó su piel y su vida para ampliar los derechos de todos, empezando por los trabajadores, los mismos que las universidades de las que recibía sueldos espurios estafaron durante años. Conoció la tortura y la clandestinidad por defender a sindicalistas acallados. Luis Eugenio Díaz creyó quizás que el dolor que vivió le daba derecho a quien sabe qué compensación.

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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De repente dejó de creer en huevadas. Dejó Ignacio Cienfuego, el nombre bajo el que vivió en la clandestinidad, y volvió a ser un abogado laboralista exitoso. Vio que muchos de los que había salvado, muchos por los que estuvo dispuesto a morir eran hombres solamente que vivían hoy mismo, ahora, sin pasado, sin futuro, porque los dos, el pasado en que lo torturaron, el futuro que no sería socialista jamás, le dolían. Luis Eugenio Díaz empezó a pensar en otras cosas, o dejó quizás de pensar demasiado. Aprovechó la libertad que luchó para construir para como una anguila torcer el cuerpo y las ideas y conseguir trabajo para una infinidad de sobrinas primero y para el mismo después. Vivió hasta el fondo las ventajas de la provincia donde todos se conocen y se perdonan. Esa misma provincia que le hizo caer denunciado cuando trató de dirigir la izquierda cristiana desde la clandestinidad.

Quizás se convenció, como tantos otros de su partido y de otros, que Alicia Romo era un mártir de la educación, y que la UNIACC ayudaba a los pobres. Era menos brillante, menos vistoso que Tironi, Ottone o su compañero de la vicaria pastoral obrera Enrique Correa pero llegó a convencerse—como tantos otros—que quizás el mercado iba cumpliendo los sueños socialista de su juventud. Quizás había más coherencia de la que aparece hoy. Hijo de la iglesia, no podía no defender la libertad de enseñanza. Y la diversidad que dan las universidades privadas y el sin fin de exiliados, de relegados, de olvidados que encontraron, que encontramos un trabajo ahí.

Se convenció que no había nada de malo en ayudar en el proceso de ampliar la matricula de alumnos a los más pobres. Y nada malo en cobrar por un trabajo que de algún modo sirve a Chile. No le preocupó, como no le preocupaba a su compañero de partido Sergio Bitar, o al candidato de la izquierda radical Jorge Arrate, y a Lagos, o Aylwin Schiefelbein, Zilic, Provoste, y un largo etc de personalidades de todo pelo que han pasado por el ministerio de Educación, que el dinero de los chilenos se malgastara en universidad que de universidad tenían el nombre.

No le importó que parte de ese dinero, el de los impuestos y el de los alumnos que endeudan a sus familias, cayera en su bolsillo. No era mucha plata y era por un bien superior, el bien superior en que toda su generación terminó por empeñarse, mostrar cifras, llegar a resultados, conseguir a través de esa lucha común, la de matricular alumnos, la tan anhelada reconciliación porque entre sus nuevos amigos y empleadores estaban no pocos ministros, colaboradores y defensores de Pinochet.

Unos de los colaboradores de Pinochet no era otro que Teodoro Ribera Neumann. A diferencia de Luis Eugenio Díaz, Teodoro Ribera nunca dejó de creer en lo que cree hoy. Quizás no creía antes en las elecciones por sufragio universal ni en el acuerdo de vida en común, pero sí en la idea ingeniosa de que los más pobres tienen que pagar por su educación mientras los más ricos pueden educarse gratuitamente. Creía y cree que la educación es un bien más que debe ser administrado como una empresa familiar. Cree y creía que esa nueva clase media que estas universidades familiares educan deben recibir desde el comienzo el credo del esfuerzo propio y solitario, la idea de que se educan para ganar más y no para ser ciudadano de un país.

Para defender eso, su revolución, la que Luis Eugenio Díaz intentó combatir hasta rendirse a ella, estaba dispuesto a hacer concesiones morales (¿No dejó que torturan a los Eugenio Díaz de entonces sin inmutarse en los más minino?). Mentir en la televisión, contratar a un exizquierdista para una asesoría express, volver a mentir no era un precio demasiado alto para defender la educación libre. Siente que eso no es ni puede, ni será nunca llamado corrupción. Porque para siempre, porque desde siempre, el corrupto va a ser siempre Luis Eugenio Díaz. Porque sus pecados, cualquiera sea la amplitud de este al final, nunca se llamaran corrupción, será siempre llamado conflicto de interés.

En chile sólo los Eugenio Díaz, los Carlos Cruz, los Tombolini se corrompen. Da los mismo que la mayor parte de los casos denunciados terminen en la inocencia de los aludidos. La corrupción precedida sus actos. No nombra lo que hacen, sino lo que son en el imaginario de la derecha, picante tirado a gente. Quien viene de la izquierda y de la clase media y llega a cierta altura o poder esta condenado a los medios chilenos a ser de alguna forma corrupto. Corrupto porque no es lo que era, lo que estaba condenado a ser, porque se escapó de su origen.

Corrupto, como en el caso de Eugenio Díaz, porque fue antes Ignacio Cienfuegos, el mítico líder de la izquierda cristiana en la clandestinidad, porque su incapacidad de sostener ese límite, porque las malas artes de la clandestinidad también, porque el relajamiento moral que toda dictadura obliga, lo transformó en otro hombre. Es esa metamorfósis lo que llamamos corrupción. Es lo que la hace detestable para tanto, no el dinero, no la estafa, sino la metamorfósis, no el asco ante la mentira, sino el miedo que sentimos todos por los ventrílocuos.

Teodoro Ribera no es capaz de esa metamorfosis. Como Pablo Alcalde, como Rodrigo Hinzpeter, Magdalena Matte, Gabriel Ruiz Tagle, Pablo Wagner, Joaquín Lavín, sus actos al borde de la ley y muy lejos de la verdad, no hace recaer sobre ellos ningún juicio moral. Para su confusión, para la confusión de una Moneda de la que entran y salen funcionarios de la PDI incautando computadores, se han inventado un término altamente quirúrgico: Conflicto de interés. Demasiado cosas que te interesan, no sé, estoy metido en tantas cosas que a veces se me olvida lo que firmo. Si la corrupción es una falta, el conflicto de interés es un exceso. Si se acusaba de flojos a los funcionarios corruptos de la Concertación, se le perdona a los de la alianza porque por lo menos trabajan, para su cuenta corriente, pero trabajan.

Si la corrupción es una caía, el conflicto de interés es una colisión, un accidente, un choque, un problema de tránsito. Una avenida a la que le basta ponerle un semáforo, un buen policía que vigile sobre su estrado. Porque esta es la esencia de la diferencia, la corrupción concierne al corrompido, es su culpa, su grandísima culpa.

Luis Eugenio Díaz pudo ser otra cosa, fue otro, fue Ignacio Cienfuegos. Teodoro Ribera fue siempre Teodoro Ribera, el hijo de Teodoro Ribera. El conflicto de interés es para el que lo comete, para la prensa que lo denuncia, apenas un problema de la sociedad, de las reglas del juego que están mal puestas. El empresario educacional, el presidente de muchas sociedades al mismo tiempo, el ente regulador que regula su propias empresa no siente, no puede sentir que actúa mal. No se corrompe, hace lo que su naturaleza, lo que su deber—cuidar el patrimonio de su empresa o familia—le indica hacer. Actúa como debe, como le enseñaron que debía actuar.

Antes que ministro, antes que abogado, es hijo, padre, heredero, es su nombre, su legado, es su herencia. En su mundo mental la idea del que pueda delinquir, o corromperse no es posible. Es grave que un hombre así sea ministro de Justicia, es más grave que nos parezca lógica esta separación secreta: A un lado la gente de bien a cargo de demasiado intereses que colisionan a veces, al otro lado los pobres, los incapaces que no pueden administrar ningún interés, que sólo pueden ser sujeto de nuestro interés cuando tenemos sensibilidad social.

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