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Opinión

17 de Diciembre de 2012

Madariaga y la ley de pesca

Madariaga quedó muy sorprendido al leer en la revista de ecología de un matutino capitalino que el gato de un farolero, en un lejano peñón insular, había exterminado, él solo, a unos pájaros oriundos del lugar, cuyos huevos el gatuno fue comiéndose religiosamente hasta que la especie capotó. Recordó a Remolino, su mascota, y pensó […]

Marcelo Mellado
Marcelo Mellado
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Madariaga quedó muy sorprendido al leer en la revista de ecología de un matutino capitalino que el gato de un farolero, en un lejano peñón insular, había exterminado, él solo, a unos pájaros oriundos del lugar, cuyos huevos el gatuno fue comiéndose religiosamente hasta que la especie capotó. Recordó a Remolino, su mascota, y pensó o imaginó -operaciones cognitivas análogas- que su gato regalón habría hecho lo mismo -y con creces- de haber estado en la misma situación, porque era una bestia insaciable que siempre salía de caza. Él nunca quiso capar a Remolino y convertirlo en gato de chalet. Madariaga, después de ser preso político, hubiera aceptado gustoso ese destino para sí mismo, ser farolero en una remota isla del sur.

Estaba en medio de estas cavilaciones cuando recibió el llamado del dirigente del sindicato Rosamar de la pesca artesanal, Heriberto Carvacho. Habían sido compañeros de curso en la escuela básica y en el liceo, y eran vecinos. No habían sido compañeros de partido, porque Carvacho siempre fue de familia socialista y él comunista, pero se conocían bien y se tenían confianza. Había un viaje que hacer, debía llevarlo en su taxi a Punta Toros en una operación política ligada al gremio. Había apuro, por lo que Madariaga tuvo que postergar el servicio que solía hacerle al doctor Ascencio. La ruta era complicada, había que irse por el litoral sur. Pasó a buscar a Heriberto al Congo porque el sindicato, ubicado al costado de la lonja pesquera, estaba vigilado por el enemigo, según dijo.

Estaba anocheciendo cuando Madariaga detuvo su Mazda de los ochenta en la calle El Molo, frente al clásico bar de los wurlitzer. Carvacho terminaba de beber su segundo jote, su trago predilecto; invitó a Madariaga a un trago, más que nada por protocolo, porque no debían demorar; obviamente este lo rechazó con el pretexto de que debía manejar, aunque gustoso se hubiera tomado una caña de tinto, pero el deber era el deber. Pensé en usted, compañero, porque me da más confianza, mucho más que la gente del propio sindicato, le dijo. Nosotros somos de la vieja guardia, tenemos palabra, las nuevas generaciones se venden por muy poco y no conocen lo que es la palabra empeñada.

En el viaje le comenta que era necesario tomar contacto directo con los pescadores de las otras caletas para convencerlos de no arrugar frente a la ofensiva oficialista que con sus operadores de maletín anda repartiendo billete por todas las caletas de la región para neutralizar al gremio. Esa caleta era clave porque podía influir en las otras de más al sur, hasta el Maule, frente a la ofensiva empresarial y del gobierno. Había un par de puntos en los que no se debía transar. El costo del viaje corría por el sindicato, aunque parte de él debía ser en pescado y en jibia, que estaba saliendo mucho en la pesca de este periodo. Madariaga calculó que Remolino iba a ser el más beneficiado con el negocio. A la altura del cruce con la carretera de la fruta el dirigente Carvacho reconoció una de las camionetas 4×4 de la gobernación provincial, un aliado natural de la industria pesquera. En su interior creyó reconocer a un funcionario de cuidado que solía realizar operaciones de inteligencia para el gobierno interior, supuso que iban a Punta Toros a realizar exactamente la misión contraria a la de él.

La caleta era una lengua de arena o una playa que estaba al fondo de un precipicio rocoso al que se accedía a pie por un camino zigzagueante. Estacionaron el taxi en la parte alta y se percataron de algo obvio, la camioneta de la gobernación había llegado con antelación. Madariaga le propuso al dirigente que hicieran una indagación previa antes de aparecer por sorpresa. Sacó de la guantera una linterna y un linchaco que siempre portaba por los avatares propios de su pega y que aprendió a usar en su época de militante. Además, se cambió los guantes de manejo por unos de cuero, como de faena, portuaria o de la construcción. Descendieron no sin dificultad hasta la playa, a lo lejos se oía música y cierta algarabía; se trataba claramente de una fiesta. Se toparon con un par de jóvenes pescadores que se fumaban un pito en la playa, junto a un bote dado vuelta.

Los muchachos sin extrañarse demasiado de su presencia les indicaron que el dirigente Raúl Albornoz, que era con quien debía hablar Carvacho, todo un cacique de su caleta, estaba de aniversario de matrimonio. Carvacho hizo un análisis rápido de la situación, según él esto era como en el fútbol, llegaba el hombre del maletín para influir en la toma de decisiones. Se mostró partidario de ingresar directamente y enfrentar la situación, apelando a la dignidad del trabajo pesquero. Madariaga, más mesurado, opinó que había que echar un vistazo, mimetizarse con los invitados, y así se podía tener una imagen más clara de la situación. Los muchachos les ofrecieron compartir un pito tratándolos de tíos, que es el modo habitual en que los pendejos reducen a las generaciones más viejas; Madariaga consideró que no era mala idea para relajarse. La fiesta era verificable no sólo al interior de la casa del dirigente Albornoz, sino que se proyectaba hacia una especie de terraza que daba a la pequeña y protegida bahía. Carvacho estaba preocupado porque sentía que el enemigo se había adelantado y que ya debía estar negociando con Albornoz.

A lo lejos se veía a Albornoz bailando con su señora y a los funcionarios de la gobernación sentados en un sillón de mimbre, algo inquietos por la impaciencia. Lo más probable era que se reconocieran con los agentes del enemigo y las consecuencias de ello eran impredecibles. Madariaga y Carvacho después de darle sendas piteadas a un porro muy potente se vieron en la encrucijada de intervenir en el momento o dejarlo para mañana, porque percibían que el trago y los avatares de una celebración como esa imposibilitaba toda intervención. Estaban en ese trance decisional cuando la fiesta se orientó en dirección a la playa en una especie de trencito bailonguero conducido por el propio Albornoz.

Carvacho y Madariaga optaron por ocultarse detrás del bote. Al pasar el trencito Madariaga convence con gestos a Carvacho para meterse en la cadena tras el dirigente Albornoz y hablarle del tema de inmediato, con urgencia. Y así lo hicieron, Albornoz lo reconoció sin sorprenderse demasiado de su presencia; Carvacho le habló de la comisión mixta de parlamentarios, de la estrategia patrimonial, del tema de las cuotas, de los industriales, de las cinco millas y, sobre todo, de no venderse al capital y de la dignidad, rapidito. El trencito volvió a la zona de la casa del dirigente y fueron sorprendidos por los agentes del enemigo. Estos tenían licencia para actuar al margen de la ley, como corresponde a un operador de los poderosos. Reaccionaron con violencia y al intentar perseguir a Carvacho y a Madariaga se produjo una gran confusión en la terraza y en la zona de la playa hacia donde estos huyeron. Madariaga hizo uso de su arma secreta, el linchaco, que todavía usaba con cierta destreza, y con eso mantuvo a raya a los agresores.

Madariaga y Carvacho se escondieron luego en uno de los botes y a instancias del primero deciden escapar por el mar, porque ahí tienen una ventaja comparativa. Carvacho, gran remero en su juventud, conduce el bote hacía la otra bahía, pues como pescador conocía la zona. Los persecutores obligaron a Albornoz a que les proporcionara un bote a motor para perseguir a los subversivos. Tenían orden de impedir a toda costa que el sindicato más hostil a los intereses de los industriales y el gobierno intentara tomar contacto con las caletas de la región. Salieron en su persecución, pensando que como tenían un motor fuera de borda acortarían rápidamente la distancia que les llevaban. Carvacho pensaba en su fuero interno que Albornoz al menos lo pensaría y que la situación aunque no les favorecía del todo él había hecho lo que consideró necesario hacer, esperaba que su actitud fuera valorada por los compañeros.

Madariaga también rema, remplaza al dirigente en la boga, porque también en su juventud le hizo a la pesca, como todo sanantonino. Los perseguidores además del motor tenían unos focos de alumbramiento, la noche era un gran aliado de los perseguidos, porque no había luna y algo de neblina había, de pronto sonó un disparo, ellos saben que la dictadura empresarial no trepidaría en nada para lograr sus objetivos. Madariaga hizo un rápido análisis objetivo de la situación concreta, como buen marxista que era, y al divisar una zona rocosa llena de güiros le preguntó a Carvacho si en esas circunstancias era posible llevar el bote hasta ahí y tirar el ancla entre los roqueríos. El viejo dirigente supuso que no había otra posibilidad, paralelamente los perseguidores ubican el bote y van a interceptarlo, Carvacho ante el peligro decide tomar los remos y utilizando el modelo de nuestras glorias navales hace encallar en los roqueríos el bote en que iban los agentes de la gobernación, aliados de la industria pesquera.

No sin dificultades Carvacho y Madariaga lograron capear el oleaje y salir del área rocosa y enfilar hacia la zona donde habían escondido el vehículo. El mismo Albornoz que intuyó la maniobra de su colega fue a encontrarlos al camino en un carretón a caballo que utilizaban en la faena de pesca y le prestó la ayuda necesaria para facilitar la huida.

Dos horas más tarde, saboreaban un vino tinto en el Congo y comentaban la aventura teniendo plena conciencia de la extrema irregularidad de los acontecimientos.

(de la saga Madariaga Colectivo)

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