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Mundo

9 de Enero de 2013

Lety, la exorcista antihomosexual

La pastora termina su sermón y cierra los ojos mientras espera a que sus fieles se acerquen al altar. El único ventilador del interior del templo apunta al batería, que marca un ritmo aletargado acompañando al grupo que pone música a fragmentos del Libro de los Salmos. “Abre tu corazón para que Cristo te limpie […]

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La pastora termina su sermón y cierra los ojos mientras espera a que sus fieles se acerquen al altar. El único ventilador del interior del templo apunta al batería, que marca un ritmo aletargado acompañando al grupo que pone música a fragmentos del Libro de los Salmos. “Abre tu corazón para que Cristo te limpie y sane”, ordena a la decena de hombres que se acercan. Uno de ellos suda (¿o llora?) mientras alza sus brazos apuntando a la pastora; esta lo coge por el brazo y el hombre —que tiene el rostro delicado, cabello teñido y cejas depiladas— aprieta los párpados con fuerza. “Jesús se levantó de entre los muertos y así tú también lo harás”, le asegura. “Bendito Dios, ten en cuenta su necesidad”.

El resto de los casi 150 fieles presentes comienza a agitar el cuerpo violentamente; algunos gritan y jadean, otros dan brincos y giran sobre sí mismos. La música acelera el ritmo y el movimiento de cuerpos se propaga por todo el templo. El calor se ha vuelto insoportable y a la esquina desde la que observo la celebración religiosa, de casi tres horas, no llega corriente de aire. “¡En nombre de Jesús estoy salvado! ¡En nombre de Jesús estoy salvado!”, grita el hombre de rostro delicado mientras la pastora le coge por el cabello y lo acerca a su frente. El sudor empapa la cara del hombre, ambos respiran hondo y, de repente, él se desploma. Ya en el suelo se arrodilla y comienza a orar en silencio. Después me enteré de que el hombre se llama Eduardo Herrera Gómez. Tiene 30 años y es uno de los 25 homosexuales “redimidos” que se han arrodillado ante Alma Leticia Rosas, la pastora cristiana pentecostal que asegura poder exorcizar a los espíritus infernales que, según ella, originan la homosexualidad “y otras desviaciones malignas”.

Cada domingo en el templo y centro de rehabilitación La Esperanza, al sur de Tijuana, esta comunidad celebra haber corregido lo que la hermana Lety (como la conocen sus adeptos) denomina “el mal camino”. El templo es parte de uno de los cuatro centros de rehabilitación afiliados en la colonia; sin embargo, éste no sólo tiene como objetivo tratar adicciones a drogas, sino también enseñar a hombres homosexuales a amar a mujeres..
El templo se encuentra en el barrio de Sánchez Taboada, uno de los más violentos de Tijuana: un laberinto de lodosas calles sin pavimentar, que se complementan con casuchas de cartón y hojalata que dan al paisaje un aspecto más bien desastroso.

En La Esperanza operan narcotienditas y casas de seguridad que sirven de jaulas para secuestrados. Por la noche, montones de SUVs con los vidrios tintados conducen a toda velocidad. Sánchez Taboada también es “hogar” de muchísimos transexuales llegados anónimamente a Tijuana, donde encontraron todo lo opuesto a la mojigatería de sus ciudades de origen. “Desde que empecé a tener uso de razón me sentí inclinado a cosas que no eran típicas en un niño, o sea, muñequitas, vestiditos y maquillaje”. Eso cuenta Eduardo, que se describe como ex-homosexual. Eduardo huyó de su casa en Guadalajara a los 15 años porque quería vivir una vida en la que no tuviese que ocultar su homosexualidad. No quería que su madre lo viera vestirse de mujer ni que sus hermanos se avergonzaran de sus preferencias. Una noche se fue de fiesta con un amante diez años mayor que él. Nunca regresó. Antes de asentarse en Tijuana hizo una parada en Manzanillo, Colima, donde había una buena escena gay. “Ahí fue cuando comencé mi vida loca. Y a drogarme y prostituirme”. También por entonces comenzó a consumir hormonas femeninas y a ahorrar para poder injertarse silicona en pechos, nalgas, caderas y pantorrillas: “Todo para ponerme unas buenas tetas y un buen culo”.

Por falta de oportunidades de trabajo en Manzanillo se mudó a Tijuana en 2002, cuando aún el narcotráfico no causaba grandes estragos y el turismo no descendía a pesar de las colas para cruzar la frontera de vuelta a San Diego, cada vez más largas tras los ataques terroristas del 11-S. Eduardo alquiló una habitación en la zona Centro y comenzó a prostituirse en el callejón Coahuila. Trabajaba desde antes de que anocheciera hasta que acababa agotado: “Desde que llegué creí que el diablo me había poseído. Había tocado fondo: prostituyéndome, drogándome, haciéndome de todo”. El tono de su voz al hablar de su pasado es agresivo, pero seguro. Es como si en sus palabras se percibiera un sentido mórbido de haber logrado algo. O quizás solo se sentía orgulloso de arrepentirse después de siete años de vivir pecando.

“Mi carrera de puta me había llevado a una vida cómoda y lujosa, pero también a las drogas. Estas, a su vez, me quitaron mi habitación, mis amistades y mi familia. Llegué a comer de un cubo de basura”. Extraviado en su “mala manera de vivir”, sostiene, le hablaron de un Cristo Jesús que podía llenar ese vacío en su corazón. Y así llegó al Refugio La Esperanza, donde fue a “purgar” la vida que había llevado hasta entonces hasta tal punto que incluso dice que le gustaría casarse con una mujer, formar una familia y compartir con sus hijos lo que él ha pasado, y cuidarlos para que no sufran el mismo destino.

La persona que ha hecho que Eduardo piense así es la hermana Lety, que ha dedicado 17 de sus 46 años de edad a ayudar a “víctimas de espíritus malignos”, como ella describe a los gays y transexuales. En el centro de rehabilitación, la pastora me pide que le permita decirle a todos los homosexuales del mundo que si creen que nacieron así, que así van a vivir, están equivocados: su homosexualidad es producto de engaños del diablo, y sus deseos insanos son producto de espíritus malignos. Aunque las ideas de la hermana Lety pueden sonar extremadamente homófobas, su convicciones son profundas. Hace un par de años, cuando predicaba en la Cárcel del Estado de Baja California, halló a un homosexual amanerado a quien el resto de los presos no dejaban rezar. La pastora dice haberse ganado su confianza y haberle propuesto cura a través de las enseñanzas bíblicas.

Un par de años después, cuando salió de la cárcel, la pastora decidió llevárselo a vivir a su casa. “Después salió otro y luego otro, pero no me los podía llevar a todos. Entonces vine a este lugar en el que estamos, que es de un hermano mío que me lo prestó”. Para esta mujer, la homosexualidad no es una enfermedad sino un asunto de posesión espiritual. Esa es la razón por la que nunca ha considerado (ni lo hará) colaborar con un psicólogo para tratar a personas con orientación sexual distinta, ya que no cree en el consenso científico de que la orientación sexual de las personas no se puede forzar o fijar. Para ella, la homosexualidad, como el abuso de drogas, es un asunto que concierne al espíritu. Ambos se originan debido a abusos sexuales en la infancia —indica— por lo que el rencor y dolor que produce una experiencia de estas atrae a espíritus que se afincan en las víctimas. Tanto a los homosexuales como a los adictos, insiste, los acompañan siempre estos espíritus. “La solución es enseñarles la palabra de Dios. Hago que la oigan tres veces al día y recen. Y los domingos celebramos al Señor”. Pero esta liberación, según explica, ha de ser voluntaria. La idea es que, por sus propias bocas, “las mismas que han pecado”, se confiesen a la salvación. “El perdido nos da autoridad para ayudar a que el Espíritu Santo lo posea”, subraya, “y que así lo guíe, limpie y cure”.

Nadie podría achacar a la pastora no saber nada de abusos y dolor. Su tío abusó sexualmente de ella cuando tenía cinco años de edad. Nacida en Nayarit, pero afincada en Tijuana desde los dos años, creció en el seno de una familia profundamente católica. Después del abuso, que no confesó a su madre hasta muchos años después, ingresó en una escuela de monjas, donde estuvo hasta los 14. Poco después huyó de su casa con un hombre que la dejó embarazada de una niña. Al cumplir los 23 decidió irse a trabajar con su hija a Los Ángeles, y ahí se relacionó sentimentalmente con un ex adicto a la heroína que le inculcó la fe cristiana. “Él me enseñó que, independientemente de quién cometa la falta, todos somos pecadores. No sólo la persona que abusó de mí; a ojos de Cristo, yo también había pecado”.

La homofobia sigue siendo algo común tanto en Tijuana como en otras partes de México. Víctor Clark Alfaro, director del Centro Binacional de Derechos Humanos en Tijuana, denunció recientemente que el clima de odio hacia las minorías sexuales ha forzado a que homosexuales, bisexuales y transexuales se muden a Estados Unidos. Un año particularmente grave fue 2006, cuando unos 30 transexuales se vieron obligados a cruzar la frontera debido a la persecución de la que fueron objeto por parte de la policía municipal. “Hemos documentado hasta agresiones sexuales cometidas por agentes contra travestis”, revela Clark Alfaro, “sin contar [otras] agresiones físicas y verbales”.

El panorama empeora al añadir a la ecuación las declaraciones de líderes religiosos como el ex arzobispo de Guadalajara, el homófobo sacerdote católico Juan Sandoval Íñiguez, quien en una entrevista publicada en la revista Gatopardo en febrero del 2011 declaró que la homosexualidad era un “arma estratégica del primer mundo” para “reducir la población, de modo que así no se consuman los recursos de la Tierra”. En el patio que rodea el templo, un espacio de cemento y paredes bien pintadas, hablé con Gustavo Silva, otro de los 25 homosexuales que están siendo tratados en la Casa Refugio La Esperanza. “Desde los 15 años empecé a caminar por el sendero de la perdición”, cuenta. “Andar tomado, me gustaba; ir drogado, me gustaba; andar vestido de mujer, pues eso también me gustaba. Pero lo que más ilusión me daba era verme voluptuosa y femenina. Entonces me operé. Cuanto más grandes tenía las tetas, más grandes las quería”, reconoce. “Mis tetas estaban ahí para satisfacer los deseos que yo tenía por los hombres, pero también para putear y así solventar los gastos de la casa donde vivía y además comprarme vestidos bonitos”. Sin embargo, a los pocos años su vida dio un giro de 180 grados. Tanta droga y sexo —asegura— le hizo enfermar: “Estaba muy flaco y creí que tenía sida”.

El día de su 23 cumpleaños, saliendo de una tiendita donde compraba cristal y “asqueado de tanta porquería y más enfermo que nunca”, dice haberse girado al cielo y clamado: “Dios mío, dame fuerza de salir de la calle, que ya no aguanto más. Entonces recordé que alguna vez unos jotitos [maricas] que estaban enfermos me habían contado de La Esperanza. Me dije ‘Ay, la casa de rehabilitación… yo creo que eso es lo que necesito’. Entonces así llegué pa’ acá”. De eso hace un año. Silva sigue teniendo pechos. Me dijo que ya ha conseguido algo de dinero para quitárselos.

Después del tiempo que pasé en La Esperanza, confieso que “la hermana Lety” me provoca sentimientos encontrados. Se trata de una mujer amable e, intuyo, bastante convencida de estar salvando las almas de estos hombres; y los hombres que buscan su ayuda le tienen devoción. Ella afirma que “les digo a todos los que tienen ese problema que sí se puede, que hay un Cristo poderoso que puede hacerlos cambiar sus mentes y hacerlos seres nuevos”. Antes de irme, me dijo: “Yo creo que en el fondo todos los homosexuales no quieren serlo, por eso hay esperanza”. Quiero pensar que no hay malicia en lo que dice y que genuinamente desea librar al mundo de lo que ella ve como la obra del diablo. Pero mientras le doy la mano para despedirme no puedo dejar de pensar en aquel viejo aforismo: “El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”.

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