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Opinión

7 de Febrero de 2013

Las animitas de los 80

La gente que extraña los años ochenta y que sería feliz habiendo sido víctima, que se visten de negro y que adoran a Ian Curtis, Rodrigo Lira y una larga lista de héroes sacrificiales, que samplean las performances del Cada, que hablan de lo franca que era Stella Díaz Varín o que es Pepe Cuevas; […]

Germán Carrasco
Germán Carrasco
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La gente que extraña los años ochenta y que sería feliz habiendo sido víctima, que se visten de negro y que adoran a Ian Curtis, Rodrigo Lira y una larga lista de héroes sacrificiales, que samplean las performances del Cada, que hablan de lo franca que era Stella Díaz Varín o que es Pepe Cuevas; todos esos que extrañan el glamour tenebroso y el miedo vintage en este país dark, tienen hoy una oportunidad para luego hablar toda la vida sobre el temita. Los que creen que la literatura es sólo contenido y que adoran el arte de la extrema pobreza y “la poesía que la revienta”, todos esos vitalistas, adoradores de la cultura del chancacazo, podrían aprovechar la represión feroz de hoy en día y auto-inmolarse para luego escribir siempre el mismo libro quejoso sobre ese momento épico. Esto último, por supuesto, no articula nada, no ayuda en nada, no sirve para analizar con lucidez la realidad, y es por lo tanto, funcional al sistema y reaccionario. Es, lamento decirlo, chicos y chicas, de derecha.

Aunque no tenemos sólo a este tipo de adoradores de los ochenta que apenas habían nacido en esa época. También hay novelas que se hacen cargo de ese tema, pero escogiendo como narrador a un niño y sus formas de volver a casa, para eximirse de meterse en tetes. Quizás podríamos explicarnos la fiebre por esa época por lo deslavado de las épocas posteriores. Hubo música sin letra desde la música electrónica –con la que el tiempo fue brutalmente cruel, que hoy suena tan añeja que llega a dar pena- , y algunos libros sin representación del trabajo y sin sexo. O sea, en algunas novelitas bastante exitosas de hace poco la gente no culea ni trabaja, se pregunta por libros leídos o no leídos, pasea en bicicletas de diseño, hablan como si tuvieran algún tipo de retraso pero tampoco consumen antidepresivos, y escriben o leen poemas con métrica no por amor a la forma sino para hacerse los güeones con lo que sucede en un país-cárcel. No es de extrañar entonces que algunos cabros chicos –engrupidos, necesitados de referentes románticos- añoren la cultura de los 80: la cultura del terriblismo, del chancacazo, la adoración de la santidad sacrificial.

Después de todo, este es un país de animitas.

La gente, sobre todo la gente joven, necesita héroes que lo hayan pasado mal o que se hayan sacrificado. Les gusta eso. Es en ese contexto que se entiende la película No, aunque esa película decepciona a los que quieren épica ya que efectivamente la supuesta democracia es hija de una campaña publicitaria y no el triunfo de un pueblo. Somos hijos de un publicista y de actores que salen en la tele. Eso es un hecho, y es lo que molesta a los que quieren otro retrato de época. Recordemos, que una vez realizada la campaña, el personaje de Gael García sale andando en skate para embarcarse en otra campaña, que podría ser por ejemplo, de una goma de mascar (la bebida Free, la campaña del No, y luego un comercial de chicles). Y eso molesta, como a ciertos sectores progre les molestaron profundamente los Diálogos de exiliados de Ruiz, que los dibujaba no muy heroicamente que digamos. La película en esa cuerda vintage, pero decepciona a los que quieren el dolor, el sacrificio, el glamour puritano del suicidio punk y todas las estampitas del ochentismo que tanto añoran.

Por otra parte, en esta provincia siempre tomamos demasiado en serio lo que suceda afuera: que Cannes, que el Oscar, etc. Pero es que es fuera del país en donde se puede desarrollar una obra: acá el listanegrismo y la impermeabilidad de las patotas no permite la libertad de movimiento.

Que los niños sigan adorando a De Rokha, a Prodan y a quién sea más por sus biografías que por su obra es natural. Después de todo, la canción sin letra de las épocas posteriores fue en su mayoría, escapismo. Héroes, gente consecuente que se sacrificó por la democracia. Santos. Los demás podemos realizar tareas más humildes en silencio. El otro día conocí a un cineasta de 82 años que trabajó silenciosamente toda una vida, en dictadura, en lugares aislados, en cualquier circunstancia, y hoy cultiva lo que come en un lugar cerca de Viña y entrega lo que sabe con generosidad. Su nombre era Luciano Tarifeño. Una amiga, premiada en Europa por sus libros para niños, trabaja en cárceles y con paciencia y trabajo ha logrado sólo hacer redactar a los reos sino hacerlos tratar de comprender su vida a través de la creación. Cuando trabajó con los que tienen un tipo de enfermedad mental fue mucho más difícil, interesante y hermoso el resultado. Luego en un periódico titularon “los presos más peligrosos de Chile” echando por tierra todo su trabajo. Me pregunto qué hubiera pasado si alguno de ellos hubiera visto ese titular. Hay mucha gente que trabaja en silencio con presos: Cristian Geisse y María José Ferrada son los que yo conozco.

Un chico dijo el otro día en una reunión que quería ir a pelear junto a los peñis. Otra persona, que conocía un poco más el tema, le dijo que lo que menos quieren los peñis es accesos heroicos repentinos que sólo entorpecerían las actividades mapuche en contra del acoso que sufren hoy en día. Que lo más probable era que los peñis lo echen cagando de vuelta a Santiago.

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