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Cultura

17 de Febrero de 2013

Muerte de una poeta: los últimos días de Sylvia Plath

La escritora y poeta estadounidense Sylvia Plath se quitó la vida en Londres en febrero de 1963. Detrás dejaba dos niños pequeños, una obra conmovedora y el sufrimiento de lo que en la actualidad se cree que fue un trastorno bipolar. Plath intentaba superar la separación de su marido, el también poeta Ted Hughes. La […]

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La escritora y poeta estadounidense Sylvia Plath se quitó la vida en Londres en febrero de 1963. Detrás dejaba dos niños pequeños, una obra conmovedora y el sufrimiento de lo que en la actualidad se cree que fue un trastorno bipolar. Plath intentaba superar la separación de su marido, el también poeta Ted Hughes. La escritora Jillian Becker, que fue amiga de Plath durante los últimos meses de su vida, recuerda con estas sentidas palabras los últimos días que compartió con ella:

Una fría tarde de febrero en 1963, Sylvia llegó con sus hijos, Frieda y Nick, a mi casa en Mountfort Crescent, en Islington (Londres).

Ella había llamado antes para preguntar si podía venir, así que la estaba esperando. Nada más llegar dijo que quería recostarse.

No me sorprendió. Se sentía deprimida, incluso más de lo que era habitual desde que la conocía, hacía cinco meses.
Nos conocimos en septiembre de 1962, poco después de su separación de Ted Hughes.
Me daba pena. Yo admiraba y envidiaba su talento. El tiempo que pasamos juntas no fue alegre, pero aun así disfrutaba de su compañía.

Ella me había regalado un ejemplar firmado de su libro de poemas “El coloso” y hablábamos de poesía y muchas otras cosas.

La conduje hacia el primer piso, a la habitación de mi hija mayor. Mi esposo Gerry estaba en cama con gripe en nuestro dormitorio.

Me llevé a los niños a jugar con mi hija menor, Madeleine, a una habitación de la planta baja desde donde el ruido no podía molestar a los durmientes. Nick tenía la misma edad que Madeleine, un poco más de un año. Frieda tenía cerca de tres.

Sylvia durmió durante una hora o dos, y luego bajó a buscarnos. Me dijo “prefiero no volver a casa”.

Para mí no era un problema que se quedaran. Mis dos hijas mayores, Claire y Lucy, estaban pasando el fin de semana fuera, así que tenía una habitación para Sylvia y otra para sus hijos.

Me dio las llaves de su casa en la calle Ftizroy y me pidió que recogiera algunas cosas: cepillos de dientes, pijamas, su medicación, un vestido, un libro que había empezado a leer.

Cuando volví, les di la cena y bañé a Frieda y Nick con Madeleine, y cuando los tres estuvieron listos para ir a la cama, preparé la cena para Sylvia, Gerry y yo.

Había sopa de pollo como remedio para la gripe de Gerry y también pareció sentarle bien a Sylvia. Seguimos con filetes de un carnicero buenísimo de Soho y puré de patatas y ensalada. Sylvia comió con buen apetito.

No recuerdo de qué hablamos, sólo que no fue de su situación. No en esa ocasión.

Pero después me pidió que me sentara a su lado y me mostró sus frascos de píldoras. Me contó cuáles le ayudaban a dormir y cuáles la mantenían activa por la mañana.

Se tomó sus pastillas a las 10 de la noche, pero estuvo parloteando durante una hora o más sobre gente que yo no conocía como si fueran amigos comunes.

Parecía errática y pensé que era porque se estaba quedando dormida. Pero entonces su tono cambió y habló con energía y emoción sobre Ted y Assia Wevill, la mujer por quien la había dejado.

Esta enojada, celosa, llena de amargura.

Ted había llevado a Assia a España. Sylvia deseaba llevar a los niños allí, a algún lugar soleado, lejos del clima helado. Los niños, decía, no estaban bien, necesitaban ir a algún sitio cálido junto al mar.

Le dije que los llevaría a ella y a los niños al sol y a la playa para Semana Santa, aunque yo prefería Italia. “Falta mucho para Semana Santa”, dijo.

Se durmió casi a medianoche y yo pude irme a la cama.

Pero una hora después, Nick se despertó. Le calenté un biberón, y al oír que Sylvia nos llamaba, le llevé al niño para que le diera la leche. Frieda también se metió a la cama de su madre.

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