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Cultura

23 de Febrero de 2013

Un secreto llamado virginidad

Por Ana Clavel para Nexos En ese entonces le daba por tocarme todo el tiempo. Era un bardo de un mundo ajeno. Asistía como yo a las tertulias de artes trovadorescas que se organizaban en el Palacio Central. Ahí llevé mis primeros cuadernos de noche, poblados de sueños y constelaciones: los deslumbramientos iniciales, los más […]

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Por Ana Clavel para Nexos

En ese entonces le daba por tocarme todo el tiempo. Era un bardo de un mundo ajeno. Asistía como yo a las tertulias de artes trovadorescas que se organizaban en el Palacio Central. Ahí llevé mis primeros cuadernos de noche, poblados de sueños y constelaciones: los deslumbramientos iniciales, los más recientes llamados de la sombra. Él se mostraba ligeramente interesado: me miraba desde sus lentes de microscopio y se mordía los pelillos del bigote en una mueca extraña y autodevoradora como si se estuviera comiendo sus propios labios. No me lo dijo frente a todos, sino después, cuando se ofreció a acompañarme en el trayecto a mi casa. Se sorprendía de que siendo una simple ninfeta tuviera tal poder con las palabras. Lo miré desde el remolino de mis aguas mansas. No lo sabía él, pero yo era una diosa arcaica. Bastaba que escribiera “luz” para que el mundo se deshiciera en paraísos trémulos e inexplorados.

—Pero no conoces el semen… —me espetó a bocajarro en medio de una sonrisilla doctoral y condescendiente. Luego añadió entre paternal y disculpándose—: Se nota por la parca descripción que hiciste en tu historia…

No pude contenerme. Tengo primas Amazonas, soy de estirpe de Dríadas, y si me rascan un poco tengo sangre de Ménade a la primera provocación… Arremetí entonces:
—No los he visto de todos los colores, pero sí los he probado de muy diversos sabores —murmuré con una osada sonrisa tutti fruti para ocultar mis doctos conocimientos de Diccionario Larousse, de donde efectivamente había abrevado una descripción vasta y general.

No pudimos continuar en esa ocasión porque ya estábamos cerca del feudo familiar y en la parada vi descender a mi hermano Azrael que regresaba de su trabajo en el alto Olimpo, con el saco en el hombro y la corbata y el malestar del transporte público en el puño. Me despedí como pude de mi bardo y corrí a su encuentro. De todos modos, mi hermanito mayor ya me había divisado y me amenazó con prohibirme ir a las tertulias si no me acompañaba Serafín el cordero menor. Padre celestial estuvo de acuerdo e impuso su venia y su sello. Bonita me veía yo con todos mis años de liviandad precedida de mi paje. Al grado de que el maestranza de la tertulia prefirió incorporar a mi hermanito menor el consentido para que también hiciera coplas y piruetas propias. Serafín se divertía con sus recién descubiertas dotes de juglar improvisado y así pude yo desaparecerme con mi bardo en un pajar cercano varias veces. Una tarde, mientras él componía dulces baladas en el laúd de mi vientre, me confesó que regresaría a su mundo ajeno. Que me amaba pero que debía fidelidad a una alta señora con quien se había comprometido en mieles y saberes. Yo no respondí nada: me gustaban sus lecciones de juglaría en mi cuerpo, me divertían sus frases de picardía aséptica e hiriente, me distraían sus lentes de escrutinio microscópico, pero no estaba enamorada.
Entonces, ante mi silencio, de buenas a primeras me espetó:
—¿Y qué piensas de la virginidad?

Me di cuenta de que me la adjudicaba como una marca indeleble. Escurridiza, quién era él para hurgar en mis laberintos sin mi permiso, le respondí:
—¿Por qué lo preguntas? ¿Es que te gustaría perderla conmigo?

Me miró con furia y la dulzura del laúd se templó con embestidas y violencia. Pura ansia de dominio y entrega. Fue también un duelo de ojos abiertos. Yo no quería dejar escapar la victoria sin mirarla en su goce. Entonces, cuando el relámpago se descargó en su interior, mi bardo ajeno cerró los ojos completamente cegado. Vi cómo su rostro se dulcificaba y sentí a mi vez la alegría de los paraísos primeros. Nos mantuvimos unidos un tiempo que quedó anulado en gerundios, sin prisas, sin pronombres.

—¿Cómo supiste mi secreto? —me preguntó por fin cuando ya nos habíamos separado y tanteaba en el pajar sus calzas y el jubón.

Lancé un suspiro sobre su espalda desnuda, donde una brizna de paja hubiera podido pasar por una pluma recién nacida. Muy docto, muy bardo de otras tierras y otras damas, y no se había percatado.
—¿Es que no lo sabes? Siempre somos vírgenes…

Ana Clavel. Escritora. Su libro más reciente es El dibujante de sombras.

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