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LA CARNE

14 de Marzo de 2013

Cuál prefiere: ¿De 40 o de 20?

La batalla entre jóvenes y mayores es interminable; por un lado la inocencia, la frescura, la flexibilidad del cuerpo. Pero las cuarentonas -como todos lo saben- tienen lo suyo.

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Vía RevistaDonJuan.com, por Juan Pablo Villalobos.

La batalla entre jóvenes y mayores es interminable; por un lado la inocencia, la frescura, la flexibilidad del cuerpo, hacen que las niñas de 20 años, tengan un lugar indiscutible en el imaginario de los hombres, pero las cuarentonas –como todos lo saben– tienen lo suyo. Y eso que tienen se resume –además de cuerpos que no se rinden ante el tiempo– en algo que puede denominarse la “memoria erótica”. Y ese no es un asunto que pueda tomarse a la ligera, ¿con quién se queda?

Un primo de mi madre, famoso vecinalmente por sus infidelidades, decidió abandonar a su esposa al cumplir cuarenta y siete años. Llevaban juntos veinticuatro y la mujer estaba organizando con una meticulosidad enfermiza la fiesta de sus bodas de plata. Tenía una lista con todas sus amigas y parientas divorciadas, a la que de manera metódica iba agregando nombres según las noticias que recibía. Era parte de la lista de invitados. La parte innegociable.

El primo de mi madre se fue a vivir con una mujer más joven, veinticinco años más joven, para ser exactos. Tenía veintidós, lo digo por si les da pereza hacer el cálculo o por si son distraídos y no quieren volver al párrafo anterior. Esa era la idea de bodas de plata que tenía el primo de mi madre en la cabeza, algo que podríamos bautizar como la fuga de plata: irse con una mujer veinticinco años más joven.
La nueva novia del primo de mi madre estaba por graduarse de la universidad. Se llamaba, digamos, Cindy. No se llamaba Cindy, por supuesto, pero sí tenía un nombre por el estilo: Candy, Sandy, algo así. Aquí se llamará Cindy para evitar que el primo de mi madre me linche o que reciba una carta de los abogados de Cindy.

Cindy tenía un piercing en el ombligo, un tatuaje en la espalda baja, vientre plano, curvas generosas y gozaba de la belleza natural de quienes no tendrán que perder el tiempo en las salas de espera de los cirujanos plásticos, al menos no en los próximos quince años.

Silenciosamente, el resto de los varones de la familia lo admiraban. Silenciosamente quiere decir sin que sus mujeres se enteraran. O mejor dicho: silenciosamente quiere decir sin que ellos creyeran que sus mujeres se enteraban. En las reuniones familiares, una de las cuales resultó ser el velorio de su padre, el primo de mi madre cuchicheaba frases en las que brillaban una serie de adjetivos recién desempolvados y que provocaban en sus oyentes agruras precursoras de úlceras gástricas: turgente, decía el primo de mi madre, o elasticidad, repetía, o potencia física. Incluso susurraba frases involuntariamente poéticas y ridículas, como desafían las leyes de la gravedad. Parecía que Cindy fuera en realidad una fisicoculturista, una gimnasta, una maratonista o una maga.

Para asombro de todos los varones de la familia, después de seis semanas exactas, el primo de mi madre abandonó a Cindy y volvió con su mujer justo a tiempo de celebrar la fiesta por sus bodas de plata. Ahora resulta imprescindible aclarar, para no caer en lecturas melodramáticas, que la mujer del primo de mi madre tenía cuarenta y cinco años y era una mujer bastante coqueta que se había empeñado en usar todas las técnicas modernas que pensaba podrían ayudarla a combatir el paso del tiempo. Perfumería francesa. Cremas antiedad. Liposucción. Un par de estiraditas. De acuerdo, no se llamaba Cindy, no llevaba un piercing ni un tatuaje y la ley de la gravedad había hecho de las suyas; pero era una señora guapísima.

La noche de la fiesta, en un rincón del salón, los varones acribillaban a miradas al primo de mi madre, exigiéndole explicaciones, quien sin inmutarse dio una larga argumentación matemática del asunto. El cuerpo por sí solo no importa, empezó diciendo, lo que importa es lo que se sabe hacer con él, sus destrezas y habilidades, sus reacciones e inercias, su memoria erótica, lo que algunos resumen en la famosa palabrita experiencia. Calculen, siguió, si una chica tiene veintidós años y no tiene pareja estable.

¿Cuándo les gusta que haya comenzado a tener relaciones? Seamos políticamente correctos, a los dieciocho, es decir, que tiene cuatro años de vida sexual. Seamos benévolos, imaginemos que durante esos cuatro años tuvo novio durante seis meses del año cada año. Eso nos deja con dos años de vida en pareja y dos años de vida de soltera. Seamos exagerados y supongamos que, como es joven y fogosa, durante su vida en pareja tenía relaciones cuatro veces por semana. Entonces tenemos cuatro veces por cincuenta y dos semanas por dos años, que nos da… ¿cuánto? Cuatrocientos dieciséis.
Ahora seamos mal pensados y digamos que durante su vida de soltera tenía relaciones una vez por semana, la clásica salidita de fin de semana. Una vez por cincuenta y dos semanas por dos años. Ciento cuatro. Más cuatrocientos dieciséis. Quinientos veinte, ¿no?

Muy bien, siguió el primo de mi madre, ahora hagamos el cálculo de una mujer cuarentona, como la mía. Incluso permitámonos ser mojigatos con ella y pensemos solo en su época de matrimonio. Veinticinco años por cincuenta y dos semanas por, seamos conservadores, dos veces por semana. ¿Cuánto da? ¡Dos mil seiscientos! Y eso, señores, no nos engañemos, concluyó el primo de mi madre, en la cama hace toda la diferencia. Dos mil cien veces la diferencia.
Podría quedarme detallando la ardiente disputa dialéctica que siguió, las acusaciones de que ese era un falso planteamiento, el argumento de que hacer dos mil seiscientas veces cualquier cosa terminaba por ser infinitamente aburrido, la típica defensa de la inexperiencia como el mayor aliciente erótico, etcétera, etcétera. Sin embargo, no puedo detenerme, porque la fiesta tuvo consecuencias inesperadas.

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