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Opinión

14 de Marzo de 2013

El velorio de Chávez

Texto y fotos: Patricio Fernández desde Caracas El viernes 8 de marzo, a las 16.14 hrs., vi el cadáver del ex presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Vestía boina roja y traje verde olivo, aunque del traje puedo decir poco, porque en los tres segundos que duró la cita, apenas alcancé a mirarlo fijamente al rostro. […]

Patricio Fernández Desde Caracas
Patricio Fernández Desde Caracas
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Texto y fotos: Patricio Fernández desde Caracas

El viernes 8 de marzo, a las 16.14 hrs., vi el cadáver del ex presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Vestía boina roja y traje verde olivo, aunque del traje puedo decir poco, porque en los tres segundos que duró la cita, apenas alcancé a mirarlo fijamente al rostro. Era una cabeza grande, con una cara más grande todavía. Creí percibir que llenaba todo el ancho del ataúd. Tenía los ojos cerrados y la piel morena, pero brillante. Lo había visto muchas veces en fotografías y en la televisión y, a decir verdad, aquí no lucía muy diferente. Una fila interminable de venezolanos llevaba dos días pasando a su lado. La emoción de los cientos de miles de deudos era sincera. De las dos hileras que avanzaban junto al cajón, muchos visitantes salían llorando. A mí mismo me hubiera gustado contemplarlo con más recogimiento. Encontrarse cerca de un muerto tan famoso, no sucede con frecuencia.

Pero no pude observarlo con la atención que merecía, porque pasos más atrás, Niurka Margarita Meneses, una mujer flaca, chica y de chaleco verde –cuando a esa hora el calor era insoportable-, comenzó a gritar que era la esposa del Comandante Hugo Chávez Frías, al mismo tiempo que intentaba atravesar las gruesas trenzas blancas que separaban el paso del pueblo de las sillas para familiares y autoridades. Los guardias de la ceremonia no tardaron en neutralizarla y devolverla, ya lejos del féretro, al flujo interminable.

Minutos antes de que reabrieran para el público el paso al salón de la Academia Militar, al cabo de aproximadamente seis horas cerrado por la celebración de las pompas oficiales, ella se me acercó para preguntar si yo era periodista, y al responderle que sí me dijo “tengo algo que declarar”. Entonces encendí la cámara y sólo alcancé a grabar su presentación y la frase “el presidente Hugo Rafael Chávez Frías es mi esposo”, cuando uno de los muchísimos militares presentes me dijo que estaba prohibido usar la cámara ahí, que la apagara enseguida y la metiera al fondo de mi bolso. Acto seguido, la fila comenzó a fluir.

A la salida de la Capilla Ardiente, esperé a Niurka. Llevaba los pies embarrados. Entonces dijo: “Nos casamos el 28 de abril del año 2008, en el Distrito Capital, y un año más tarde por la iglesia, en Munara. (…) Me regaló un corazón de rosas rojas, gigantesco, que le costó cinco millones de bolívares, cinco mil bolívares fuertes.” (…) Para la luna de miel, “me da pena, estuvimos en los palafitos de Maracaibo. Cuatro días”. (…) “Para mí él no está muerto. Yo estaba preocupada, porque no lo iba a ver más físicamente. Se comentaba que lo iban a llevar al Panteón Nacional, y entonces se me hizo la idea que iba a ver la foto, la urna ahí, y ya más nada. Pero se decidió otra cosa: que lo van a embalsamar y pasar para el 4 de Febrero, creo, o al Panteón Nacional, no sé, y que ahí podríamos verlo las veces que quisiéramos. Y eso me parece bueno, porque así lo puedo visitar”.

El destino del cuerpo de Chávez ha sido, desde el día de su muerte -el martes 5 de marzo a las 16.25 hrs, según la versión oficial-, permanente tema de especulación. Se habló de llevarlo a pie desde Caracas a Sabaneta, su ciudad natal, ubicada en el Valle de Aburrá, a más de 1000 km de la capital. Dos días después de su muerte la gente gritaba en las afueras del Fuerte Tiuna: “¡Chávez al Panteón, junto con Simón!” A un costado del Panteón histórico, el comandante hizo construir el año 2012 un moderno mausoleo para albergar los restos de Simón Bolívar, inhumados ante su presencia, a las doce de la noche del viernes 16 de julio del 2010. Un rumor popular asegura que al momento de la primera exhumación, cubrió a los presentes una nube de polvo, dejando caer sobre ellos la maldición de Bolívar, esa que augura la muerte a quien profane su tumba. Varios de los ahí presentes, en efecto, fallecieron a continuación.

El auto que conducía el ex gobernador del estado de Guárico, William Lara, patinó hasta caer en las aguas del río Paya el 10 de septiembre de ese año. A fines de enero de 2012 murió Carlos Escarrá, procurador general de la república, producto de un infarto, mientras mantenía relaciones sexuales, cuentan. También Lina Ron y Muller Rojas, y ahora, el presidente Hugo Chávez. Pero estas son habladurías. El asunto, explicó entonces el gobierno, era demostrar que el libertador no murió de tuberculosis, como establecieron los partes médicos de la época, sino envenenado. La operación concluyó además con una reconstrucción del rostro de Simón Bolívar. La 5ta República, el socialismo del siglo XXI, la República Bolivariana de Venezuela, llegaba para cambiar la faz de la historia.

Pasadas las cinco de la tarde del jueves 7 de marzo, llegué al aeropuerto internacional de Maiquetía, en Caracas. Apenas atravesé la aduana lo primero que vi fue una pantalla gigante, de cuatro o cinco metros por lado, en la que el canal Telesur transmitía los funerales de Hugo Chávez. En esos precisos momentos el locutor comunicaba que se había tomado la decisión de embalsamar el cadáver del presidente muerto. Los especialistas rusos que se encargan del cuidado de la momia de Lenin se ofrecieron para realizar la tarea. “Así como está Ho Chi Minh, como está Lenin, como está Mao Tse Tung quedará el cuerpo de nuestro comandante en jefe embalsamado en el Museo de la Revolución, de manera especial, para que pueda estar en una urna de cristal y nuestro pueblo pueda tenerlo por siempre”, afirmó Maduro, su ungido, en un anuncio que transmitieron por la televisión estatal.

Durante los siete días de duelo que fueron decretados en el país, además de instaurarse la ley seca, los canales públicos transmitieron de manera ininterrumpida el transcurrir de la capilla ardiente y sus alrededores, o bien programas dedicados a la vida del caudillo muerto. El pasaje del 8 de diciembre, cuando advirtió que de pasarle algo, de morir -así Dios no lo quiera-, era Nicolás Maduro el llamado a sucederle, lo pasaron con frecuencia. “Lo que diga Chávez es sagrado, y si Chávez dijo Maduro, él tendrá que ser. ¡Qué importa que haya sido chofer de micro!”, dijo Miriam, de Barlovento, una zona al este de Caracas, quien llegó a saludar a su presidente directamente del hospital donde acababan de operarle la columna. Enrielada en una prótesis metálica, le había tomado once horas llegar ahí, a la puerta misma de la Academia Militar, el alma máter de Chávez.

Quien acababa de fallecer era mucho más que un presidente. Para quienes avanzaban por el Paseo de los Próceres, se trata de un redentor. Según dijo Maduro en su homilía esa tarde, “un redentor de esta tierra y todas las tierras”. Por estos días salió en varios periódicos un aviso pagado que le llamaba “El Cristo de los pobres”. “Es mi padre, me dijo uno, mi hermano, todo, lo es todo”. “Él despertó una chispa en la población, y por eso todos lo quieren ver”, aseguró un soldado de chaquetilla roja, uno de la Guardia del Pueblo. Aquí los militares hablan de política con total soltura.

Cuando durante el acto oficial presentaron uno por uno a los 55 representantes de diversos países del mundo, y las cámaras mostraron a Mahmud Ahmadineyad, presidente de Irán, la multitud aplaudió. “Con él Chávez dio la pelea, y dijo que era su amigo. Era una amistad verdadera”, me comentó el teniente Giovanni Acosta. “El imperio quiso imponerle al presidente que tratara sólo con algunos, pero “¡Yo trato con quien quiero!”, les dijo él. Nosotros no somos ningunos esclavos. Somos libres y hacemos convenios con quien le convenga a nuestros pueblos”. Los militares acá forman parte del contingente chavista. El hoy presidente interino Nicolás Maduro habló de un gobierno cívico-militar. Y lo cierto es que más allá de las aterradoras consecuencias políticas de semejante mezcolanza, ahí, entre la muchedumbre, se confundían. Tenían la misma estatura, el mismo color de piel, una misma apostura y un mismo tono de voz. No son distantes ni marciales. No hacen ostentación de esa autoridad armada a la que nosotros, los chilenos, estamos acostumbrados. Si por estos lados nos jactamos de tener un ejército prusiano, el de Venezuela es lisa y llanamente venezolano. Me llamó la atención que al presentar a Raúl Castro, los aplausos fueran pocos. Quizás se trate de un presagio: la devoción por el líder no se transfiere tan fácilmente. Para el imaginario popular, Raulito no es ni la sombra de Fidel.

Las elecciones del nuevo presidente quedaron fijadas para el 14 de abril. Nadie duda de que ganará Maduro. No sólo cuenta con el compromiso a ultranza que genera quien lo bendijo y el apoyo descarado de todo el aparato estatal, sino que además se enfrenta con una oposición desconcertada y timorata. Henrique Capriles es su representante, pero no su líder. La reúne el antichavismo, y ningún proyecto propio. Capriles, de hecho, hasta comienzos de esta semana dudó si presentarse o no. Entre gobierno y oposición no hay puentes que los comuniquen. La televisión pública no promueve debate alguno. En sus foros participan sólo representantes de la religión oficial. Y, por otra parte, si uno se sienta en el café Arábica, en la zona de Los Palos Grandes, a pocas cuadras de la Plaza Altamira, punto neurálgico del antichavismo, puede hallar reunida a buena parte de la intelectualidad de oposición discutiendo como en una academia sofista acerca del sentido y la profundidad del despeñadero, con una para nada triste desesperanza. De pronto parecían una isla en el mar Caribe. Es curioso, cunde la división, pero no la violencia política.

Quizás esto habría que precisarlo: la violencia verbal de los revolucionarios, para ser exactos, es de alto coturno. Chávez bautizó a sus oponentes como “escuálidos”, y las máximas autoridades se refieren a ellos de ese modo con total desparpajo. No son pocos los casos de abuso de poder, como el de la jueza María Lourdes Afiuni, encarcelada a pedido de Chávez por liberar a Eligio Cedeño luego de permanecer tres años detenido sin juicio. El entonces presidente, en un mensaje televisivo, exigió que se le aplicara la “máxima pena” a la jueza. Y los tribunales obedecieron. Ya en prisión, Afani fue violada dos veces, quedó embarazada y sufrió una pérdida, pero esa es otra historia que habla de las miserias carcelarias, de éste y otros países de la región. El respeto por la institucionalidad está francamente devaluado. De hecho, la Constitución señala claramente que una situación de vacío como la actual, quien debe asumir la primera magistratura es el presidente de la Asamblea, en este caso, Diosdado Cabello, uno de los militares que secundó a Hugo Chávez en el fallido golpe de estado de 1992. Se le considera cabeza de una de las facciones chavistas, aunque en las actuales circunstancias los feligreses del comandante estén actuando, al menos en apariencia, férreamente unidos. Al término de las pompas oficiales de ese viernes 8, Diosdado le presentó a Maduro la réplica de la espada de Bolívar. Maduro la sacó de su funda, y la levantó, mientras Diosdado sostenía la vaina. Acto seguido, la envainó.

¿Será Maduro capaz de mantener en pie la revolución bolivariana? La antropóloga Michelle Ascencio sostiene que “Chávez, el endiosado, debe partir al reino celestial para que Maduro se quede en el terrenal, y no sea comparado por siempre con el mito santificado”. Hay quienes hablan ya del culto a Chávez y una pronta aparición de sus posibles milagros, como los atribuidos a Evita Perón. En el Paseo de los Próceres, a las 15.35 hrs., a más de cien minutos de terminada la ceremonia con los altos mandatarios y la capilla ardiente aún cerrada a los deudos anónimos, la gente comenzó a presionar sobre las barreras. “¡El pueblo está cansado, nos vamos a rechar (emputecer)!”, gritaban en torno del rincón privilegiado donde con mi amigo, el periodista Boris Muñoz, a punta de mentiras y alharacas, habíamos conseguido llegar. Alrededor nuestro estaban los minusválidos y las ancianas sofocadas. Éramos parte de esa primera línea, propia de ciertos grandes espectáculos, donde los frágiles llegan privilegiados por la piedad. Los desmayos iban en aumento. “¡Queremos ver a Chávez!”, coreaba la multitud. Y a un cierto punto: “¡Dónde está Maduro, vamos a pasar!”.

El sol pegaba fuertísimo. Adentro, limpiaban y reacondicionaban el espacio recién abandonado por las autoridades mundiales. Afuera, cundía el agotamiento y el desagrado. Una anciana que había dormido en el paseo para ver a su amado presidente, se largó a llorar de impotencia. Repetía como una niña indefensa: “¡por favor! ¡sáquenme de aquí!” La estaba abandonando su última gota de fuerza. “Si Chávez estuviera en este lugar-dijo en alta voz una mujer al otro lado de la barrera, ya a punto de desbordarse-, hace rato que hubiera venido, habría terminado con los protocolos y hubiera hecho pasar al pueblo. Maduro, ¿dónde está?” Con las combinaciones más diversas, todos los gritos de la jornada apelaban a que Chávez seguía vivo. “¡Y no se fue/ y no se fue/el comandante/no se fue!”. “¡Alerta, Alerta/alerta que camina/la espada de Bolívar/ por América Latina!”, etc., etc. La situación se veía crítica. Reforzaron la contención con tres columnas de militares, antes de caer en la cuenta de que la cosa no daba para más, y nos fueron dejando pasar. En ese reducto intermedio, entre el cajón y el gentío, conocí a la esposa de Chávez, la loca esposa de Chávez, enamorada hasta los huesos de un fantasma próximo a ser embalsamado.

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