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Opinión

20 de Marzo de 2013

Rodrigo Muñoz Opazo, novelista: “Describo el amor gay como una lucha entre gladiadores romanos”

Alejado de las luces simonettianas y lemebelianas, Muñoz escribe sus historias de psicópatas, superhéroes y fantasmas homosexuales. Escéptico frente a la moda queer y a las promesas del piñerato, el penquista recorre aquí lo mejor de su obra y lo peor de este país heteronormado.

Mario Verdugo
Mario Verdugo
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En “Monvetusto”, su novela del 2009, Rodrígo Muñoz Opazo (Concepción, octubre de 1973) incluyó a un bailarín gay que puede traspasar la piel con su mirada y detectar así la presencia del VIH en la corriente sanguínea. Incluyó, además, a una lesbiana que crea ilusiones ópticas a la manera de los efectos especiales del cine gore, y a un cantante bisexual que arroja flechas refulgentes y coloridas, capaces de hacer que dos enemigos se enamoren de inmediato. A esta “Legión de las Artes” –cuyo símbolo es un hexágono y su valor más alto la Diversidad– se incorporan también Nancy Moena, fotógrafa seropositiva; Gina Lombardi, escultora transgenerizada; y Diana Rotterdam, pintora, ex detective y actual polola de una gendarme. Las fotos de Nancy graban en su reverso la fecha precisa en que morirá el sujeto retratado. Gina posee la extraordinaria facultad de modificar la estructura humana como quien estuviese amasando un pan. Y Diana, sólo con imponer sus manos regordetas, adivina las preferencias eróticas, las patologías y los deseos ocultos de violadores y asexuales.
Rodrigo recuerda que su propia salida del clóset se dio en tres fases: la primera cuando se asumió personalmente como gay, la segunda cuando su familia supo que convivía con un hombre, y la última cuando publicó su ópera prima: “La trilogía de las fiestas” (2007).

Nacido en Concepción, Muñoz siguió los resplandores de El Dorado santiaguino, aunque a poco andar se enfrentaría a las penurias del subempleo. Como muchos periodistas tuvo que desempeñarse en oficios alternativos y padecer la actitud entre compasiva y arrogante de sus ex compañeros, en especial la de esos chupatintas que lo veían trabajando en un call center o sosteniendo una confitería ondera junto a su pareja. Más tarde prestó servicios en una organización de activismo LGBT (Lesbianas, Gays, Bisexuales y Transexuales), pero las peleas internas terminaron por decepcionarlo; y en junio del 2011, ya dispuesto desde hace rato a la aventura literaria, fue distinguido con un doble reconocimiento: la Medalla de la Igualdad que concede el MOVILH y el diploma que la agencia de noticias Gloss otorga a los escritores destacados.

Lo tuyo vendría a ser, si pasamos de una palabra que ya se ha vuelto comodín, no un empoderamiento, sino un “super-empoderamiento”.
-A los gays se les encasillaba en el ámbito de lo sórdido o de lo siútico. Entonces yo quise decir que también hay fantasía y superpoderes en la comunidad LGBT. No sólo es show y maquillaje en el caso de los transformistas; no sólo es carrete y diversión en el caso de los gays; no sólo es cerveza, poesía y política en el caso de las lesbianas.

A tus personajes los mueve un ánimo de venganza o de reivindicación. Podríamos hablar incluso de una Liga de la Justicia Gay.
-Cuando publiqué “Franco Demente”, la historia de un psycho killer gay despiadado que se dedica a destruir familias hétero, hubo lectores que se sintieron ofendidos, aunque en un largo flashback se explicaran los motivos que Franco tenía para asesinar. Yo entiendo a este psicópata como una metáfora del hombre gay que está harto de tanta discriminación y dice ¡basta! Si no hay justicia, entonces habrá venganza.

¿Todo el elenco de tus obras es gay, los buenos y los malos?
-No todos. Está por ejemplo Adonai Cortés, un hétero de origen gitano y absolutamente pro gay. Es dibujante de cómic y tiene el poder de neutralizar cualquier maldición. Y luego podríamos mencionar al maléfico karateka Gastón Ferrada, líder de una organización neonazi. Ferrada es un arquitecto frustrado que puede construir murallas y puentes con pura fuerza mental.

Para mi gusto, uno de tus superhéroes más notables es el que viaja en el tiempo metido en un clóset.
-Claro, Ramiro Hidalgo Albornoz, periodista gay que quiere ser escritor. Su poder es transformarse en holograma por medio de la levitación y el desdoblamiento. Realicé una especie de analogía entre el término “salir del clóset” atribuido a los homosexuales y el hecho de que Ramiro tuviera que entrar a un armario para desdoblarse. De ese modo él no era molestado y se concentraba en una causa justa: luchar contra los neonazis de la ciudad.
Entre las criaturas de Muñoz Opazo habría que añadir a un ángel que cambió su sexo, a un grupo de machotes fascistas que se dan besos con lengua y a un monstruo cabezón, chico, pelado, dentudo y nauseabundo (“La Piña”), que sale por las noches provincianas a devorar cerebros homofóbicos.

¿Quiénes podrían ser víctimas de La Piña en el Chile de hoy?
-Parte de la nueva generación UDI, los universitarios que hacen bullying y ciertos miembros de las juventudes evangélicas, es decir, todo adulto joven discriminador. Claramente, si los asesinos de Daniel Zamudio no estuvieran en la cárcel, el monstruo los habría encontrado y habría extraído sus miserables masas encefálicas en cosa de segundos.

En “Tiniebla de amor” escribes sobre un fantasma gay que merodea por Bellavista. Para él, las víctimas ochenteras del SIDA serían equivalentes a los detenidos desaparecidos.
-Lo tomé a partir de un programa del extinto canal Rock & Pop, en el cual entrevistaban a gays y lesbianas que vivieron sus años mozos durante los 80 y 90 y denunciaban al sistema de salud chileno. Hasta antes del Plan Auge, muchos homosexuales morían sin tener acceso a los derechos que establece la Constitución, igual que en dictadura.

También comparas lo que sucede en “Monvetusto” con la Unidad Popular.
-Por supuesto. Hay mucho de la UP en el proceso monvetustano, con su añorado jolgorio político, pero también con un grupo venenoso de extrema derecha que prepara el derrocamiento de la alcaldesa transgénera Magda, una suerte de Allende gay.

Desde las trincheras queer se ha planteado que para ser revolucionario no basta con ser “marica”; también sería necesario sacar al lenguaje del clóset.
-En mi caso, actúo con modestia. No soy atrevido en mi estilo, pero tampoco pacato. Ejemplo de ello es el homoerotismo presente en mis novelas. Si existe un acto sexual entre dos hombres, lo narro en todas sus formas, sin vulgaridad y con mucha pasión, virilidad e ímpetu. Describo el amor gay como una lucha entre gladiadores romanos, llenos de sudor y entrega mutua. La etiqueta “queer” la veo más bien como una mera onda europea y norteamericana.

Lo que sí puede decirse es que reutilizas géneros menores o “sub-literarios”.
-No me importaría que me consideraran un escritor de novela rosa gay. Dejo en claro, eso sí, que siempre aporto un componente que marca la diferencia. En el libro que estoy escribiendo ahora, “Huellas de traición”, abordo el fuerte debate político entre gays chilenos de izquierda y de derecha. Se dice que la dictadura terminó el 90, pero todos sabemos que no es así. “Huellas de traición” narra torturas que me tocó presenciar cuando yo iba a la discoteque Divine de Talcahuano. Una vez llegaron hasta los militares a pedir carné. También están los casos de homosexuales torturados en cines. Y bueno, todos supimos lo de Zamudio.

HOMOTERRITORIOS

Instalado actualmente en las inmediaciones del barrio Bellas Artes, el autor de “Tiniebla de amor” no elude la dimensión más turbulenta de la vida urbana. Puede decirse que uno de sus fetiches es la palabra “crúor” (equivalente lírico de la hemoglobina) y que en su narrativa cunden los jales, el vodka, el ácido valproico, las muñecas rebanadas y los piqueros desde la azotea.

Quiero que te ubiques dentro de las clasificaciones que el profesor Augusto Sarrocchi ha sugerido para la literatura homosexual chilena.
-Ok, tú me dices.

Categoría H: “la literatura que se refiere a una realidad marginal y grosera, a veces con descripciones esperpénticas y grotescas (Lemebel/Casas)”.
-A Pedro Lemebel lo saco de esa categoría. Hay libros suyos que son de una poesía absoluta, deslenguada y punzante, aunque un lector me dijo cierta vez que Lemebel, después de la muerte de Gladys Marín, se había convertido en una vieja amargada.

Vamos con la categoría I: “la literatura que se refiere a una realidad de clase alta, con personajes profesionales y descripciones de espacios sofisticados (Simonetti/Forch)”.
-Lo mío es más bien de clase media-alta. En cuanto a Simonetti, a quien admiro de todos modos, creo que casi nunca es directo y que peca de conservadurismo. En “Madre que estás en los cielos”, si no te dicen que es una novela gay, tú nunca lo sabes. Aún así se arman unas tremendas filas de viejas para que Simonetti les firme sus libros, quizá porque lo encuentran buenmozo. Yo no lo encuentro buenmozo.

No puedo dejar de preguntarte por aquella ocasión en que dices haber sido despreciado por Simonetti.
-Ocurrió cuando fui premiado por el MOVILH. Llegamos al cóctel en el cine-arte Alameda y tres lectores míos me preguntaron si estábamos peleados con Simonetti, porque me había mirado con desprecio en el escenario. En realidad, él nunca ha querido dirigirme la palabra. En eventos me he acercado para hablarle. Le he escrito a su página web y jamás me ha contestado. Hay gente que en Facebook le pone “Pablo, qué guapo eres, qué rico eres, qué atractivo”, y ahí sí que contesta. Pero si alguien le escribe con un lenguaje más intelectual, sin ser chupamedias, no responde. Entre los escritores hay mucha enemistad.

Será porque apareciste cuando la geografía literaria homosexual de Chile, si empleamos los términos de Sutherland, ya estaba más o menos trazada.
-Me considero parte de la nueva generación literaria gay chilena. Es un nuevo mapa que estoy seguro seguirá creciendo y evolucionando.

¿Y cómo crees que se relaciona esta geografía gay con la geografía cultural chilena? En tus novelas campea el tema del centralismo.
-Es que yo me enfoco en lo urbano. Todos mis escenarios son ciudades grandes: Santiago, Concepción, Valparaíso, Río de Janeiro, Montevideo y el complejo turístico de Cancún. Y también está una urbe ficticia como Monvetusto, que no tiene nada que ver con Macondo.

Pero muchos héroes tuyos son de provincia, y la mayoría ve la migración a la capital como una especie de ascenso.
-Hasta hace unos años, Santiago era la mejor ciudad chilena para vivir como homosexual. Estoy hablando de las discotecas, los cafés y por qué no mencionar a los moteles y los saunas. También las marchas por la Alameda y las gayparades en el Paseo Bulnes. Hoy en día existen regiones que están abriendo más espacios para divertirse sin ser discriminados. Creo que la migración gay ha disminuido, pero aún se da con mucha frecuencia.

En “Monvetusto” la movida gay provoca que el pueblo se modernice y se comunique con el mundo, pero a cambio es atacado por la moralina que reina en la capital.
-Fue justamente mi propósito en la obra: desarticular el centralismo chileno. Perfectamente podría surgir otra metrópoli en nuestro país, un gran centro gay cosmopolita al modo de San Francisco. Te diría que Santiago tampoco es una maravilla, pero el gay de provincias sigue huyendo, no tanto porque su ciudad sea fome. En mis novelas el gay huye de su familia. Tú llegas a los treinta años y la familia todavía te apunta con el dedo y te sigue preguntando cuándo te vas a casar y cuándo vas a tener hijos…

Talcahuano es descrito en algún pasaje de tu obra como un espacio pasado a almeja rancia, una provincia maldita.
-Eso se refiere nada más que a la contaminación de los noventa, herencia de la dictadura y de sus terribles industrias capitalistas. Ahora, sobre todo después del terremoto, sólo puedo decir cosas lindas del puerto chorero.

¿No te estarás poniendo geopolíticamente correcto?
-Mientras escribía mis novelas me dominaban esas percepciones que tú mencionas, pero después del terremoto me vino una gran nostalgia, una gran pena por Concepción y Talcahuano, mi tierra natal.

¿Qué valor le das a tu paso por Estados Unidos? Te lo pregunto en términos de educación sentimental.
-Esa experiencia tuvo lugar en Ellington, Connecticut, a una hora y media de Newton, donde ocurrió la reciente matanza. Allí, hace mucho tiempo, me enamoré, y aquel amor platónico me reafirmó lo que yo tenía claro desde los trece años pero que sólo terminé aceptando a los veinte. En Estados Unidos dejé de ser un nerd. Dejé de sufrir lo que podríamos llamar un bullying de la indiferencia: antes no me invitaban a las fiestas, no me integraban al grupo y, cuando los cercanos me hablaban de mujeres, yo no sabía qué diablos decirles.

DISCOTECAS Y ZORRONES

La política nunca ha estado ausente del magín de Muñoz Opazo. De hecho, su mamá lo tuvo poco después de que ella quemase los libros del papá socialista, cuando el sobrevuelo de los aviones de la Junta acabó por acelerar las contracciones y precipitar el parto. La anécdota, de paso, anticiparía el destino libresco de Rodrigo.

Parece que eres muy nostálgico de los noventa, años de emergencia gay y a la vez de despolitización.
-Citaría dos hechos muy importantes: el fin de la dictadura genocida y el incendio de la discoteque Divine de Valparaíso. Después del incendio vino el ocultamiento por parte de los mismos familiares de los fallecidos y la hipocresía de los medios de comunicación. Yo mismo decidí postergar mi salida del clóset, ya que dije: “Moriré quemado y nadie dirá nada”. La nostalgia y la rabia siguen mezclándose en mis venas y no dejo de preguntarme si Chile no será más que un país de mierda.

Buena mezcla…
-Pienso que a los homosexuales nos han tratado de cagar tres décadas seguidas. En los 80 nos trataron de cagar con el sida, en los 90 con el incendio de la Divine y en los 2000 con la pedofilia, con Zacarach, Spiniak y todo ese tema que se quiso unir con la homosexualidad. No sé si en esta década vendrá otra estrategia para sonarnos, pero con el matrimonio gay en Argentina ya lo veo muy difícil, porque dejó de ser un tema sólo de Holanda o de los países anglosajones. Piñera debe cumplir con lo que prometió: uniones de hecho que yo considero como una transición hacia el matrimonio igualitario y con adopción de hijos.

Supe que una vez fuiste agredido por Carabineros.
-Ocurrió el año 2007, en Santiago. Es como el pasado tortuoso que todo escritor pudiera tener. Ahora me río, porque me parece tragicómico. Por estar en compañía de un amigo en clara afectividad veraniega nocturna en un paseo peatonal, una patrulla de pacos comenzó a advertirnos que nos retirásemos. Fueron tan insistentes que me puse de pie y mostré mi carné donde dice que soy periodista. Entonces vino la agresión verbal: “maricón, degenerado, invertido, ¡qué vai a ser periodista, hueco fleto!”

¿Y qué pasó después?
-Me apoyaron y hasta hubo una manifestación frente a la Primera Comisaría de Carabineros por este agravio. Al mes recibí una carta donde Michelle Bachelet me daba las disculpas.

Leyendo tus novelas, creo que tu bestia negra es lo que se suele llamar “zorrón”.
-No conozco el término. ¿Se usa?

Claro, es el tipo que Franco Demente define como “la escoria heterosexual hedionda a orina descompuesta por el trago”.
-Es la visión que tiene el protagonista desquiciado. Me basé en opiniones de amigas héteros. Ellas se quejaban de unos hombres que no se aseaban bien sus genitales, que no se cortaban los vellos de la nariz y las orejas, y que no se rasuraban como se debe la parte púbica. Si son los mismos que yo pienso, también los odio. En una oportunidad fui agredido por uno de esos tipos presumidos. De ahí que les tomé tirria, y Franco fue una forma ideal para aniquilarlos.

Un espacio que reiteras mucho es el de las discos homodance. Si mal no recuerdo, Lemebel las ha criticado por uniformadoras.
-Últimamente casi no las frecuento, pero me encantan. A veces tengo escapes literarios y visito una disco para recrear capítulos de mis novelas. Voy retraído: llego y me retiro en absoluta soledad.

El soundtrack de tus novelas es muy diverso: Laura Branigan, Jairo, Depeche Mode, A flock of seagulls, Sandra Mihanovich, Twenty for seven, Nydia Caro…
-Siempre fui fanático de la música tecno-dance. Recuerdo que nos servía para descubrir si los demás chicos universitarios eran homosexuales o no. Cuando respondían que la odiaban y que preferían el rock o el heavy metal, los descartábamos. En cambio, bastaba que alguien dijera la palabra tecno y ya saltaban nuestras antenas gays.

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