Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

21 de Marzo de 2013

La calle me golpeó

Dos veces me han pegado por trabajar en The Clinic: la primera fue el año 1999, cuando Pinochet estaba preso en Londres y Joaquín Lavín era el candidato de la derecha. Entonces fue su jefe de campaña, Carlos Alberto Délano -más conocido como “El Choclo”, por tener la cara llena de acné-, quien se me […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
Por

Dos veces me han pegado por trabajar en The Clinic: la primera fue el año 1999, cuando Pinochet estaba preso en Londres y Joaquín Lavín era el candidato de la derecha. Entonces fue su jefe de campaña, Carlos Alberto Délano -más conocido como “El Choclo”, por tener la cara llena de acné-, quien se me acercó en medio de un matrimonio, escoltado por Alan Cooper, un ex Patria y Libertad que estuvo involucrado en el asesinato del general Schneider. Entre garabatos memorables, estos tipos con la pura cara de cuicos me lanzaron un mangazo, y se armó la trifulca. El pinochetismo nunca supo de buenos modales.

La segunda vez fue este lunes en la noche, y en un escenario completamente distinto. Atravesaba Vicuña Mackenna por la vereda sur de la Alameda, a un costado de Plaza Italia, cuando, para decirlo en jerga policiaca, un objeto contundente me impactó en la espalda. En el instante mismo apenas lo sentí, y sólo más tarde pude constatar que se trataba de un sándwich, posiblemente una hamburguesa del McDonalds, con abundante ketchup y mayonesa. Acto seguido, una mujer de veintitantos comenzó a gritar “¡concha de tu madre!” al mismo tiempo que se me venía encima y me daba una tunda de patadas y puñetazos.

Ya con el primer golpe me rompió los anteojos y dejó sangrando la nariz, pero la energúmena no se detuvo, y continuó pegándome enfurecida durante todo lo que duró el semáforo. Estábamos en una pequeña isla entre las dos vías de la avenida, rodeados por un montón de gente atónita, supongo que atónita, porque para entonces ya no podía verlos y mi única preocupación era cubrirme y esquivar los aletazos. ¿Cómo más se responde a los azotes de una señorita? Gritaba que yo, el muy hijo de puta, trabajaba en The Clinic, sin agregar nada. Nadie me ayudó mientras recibía la golpiza, imagino que, al no haber otros involucrados, pensarían que se trataba de un conflicto de pareja. La situación era verdaderamente confusa y atrabiliaria.

En cuanto pudo avanzar el gentío, atravesé la calle con ellos, sin siquiera mirar a mi alrededor, y entré rápidamente a la estación del metro Baquedano, donde subí al primer carro que pasó. Cuando se cerraron las puertas del vagón, pude ver mi cara sangrando en el vidrio y, mucho peor todavía, sentir los latidos de mi corazón. La cabra –universitaria, lumpenesca, qué sé yo- en ningún momento esgrimió las razones de su furia.

No me gritó comunista, ni fascista, ni hizo mención al supuesto agravio que movía su venganza. No digo que le faltaran razones para estar indignada, pero jamás las expuso. Pocos meses atrás publiqué un libro que se llama La Calle me Distrajo; esta vez, la calle me golpeó. Difícil transmitirles la sensación que este tipo de actos inoculan en la víctima. Algo parecido al desamparo se apodera de uno. Cierta tristeza profunda que flota sobre un mar de culpas inclasificables. “No le des demasiadas vueltas –me dijo una amiga-, no dejes que te tome; probablemente esa persona le pega a otra gente, y a ella también le pegan. Te encontraste de frente con la ignorancia en su cara brutal”. Pero no me bastaron sus palabras. Todavía experimento un silencio desasosegante. Fue rabia en estado puro la que me cayó encima. Ni siquiera se me ocurrió llamar a carabineros. De nada me servía que la castigaran. Opté por tomarme unos tragos y dormirme borracho.

Notas relacionadas