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Opinión

5 de Mayo de 2013

La dignidad de Ricarte Soto

No estamos acostumbrados a la muerte. La cultura global embriagada en el éxito del instante y la idealización juvenil, nos mantiene lejos del rito de la desaparición física. Nos duele, nos desgarra el alma pensar en el fallecimiento de los nuestros o en el peligro de que padres o hijos enfermen. En nuestro subconsciente pavoroso, […]

Richard Sandoval
Richard Sandoval
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No estamos acostumbrados a la muerte. La cultura global embriagada en el éxito del instante y la idealización juvenil, nos mantiene lejos del rito de la desaparición física. Nos duele, nos desgarra el alma pensar en el fallecimiento de los nuestros o en el peligro de que padres o hijos enfermen. En nuestro subconsciente pavoroso, cáncer es muerte y Sida es olvido. En nuestro lenguaje cotidiano no hay espacios para el padecimiento. El ahora fuerte y sano es la vida y el mañana plausible de patologías no existe.

Es en este escenario frívolo, si se quiere, en que aparece la figura de Ricarte Soto para remecer el statu quo del eufemismo y evidenciar la verdad detrás de una calvicie solitaria. Haciendo gala de su elevada retórica, el periodista lleva meses trabajando sin descanso a través de la excusa de la televisión para desenmascarar al oscurantismo con que el país se hace el leso respecto a los miles de mujeres y hombres que han hecho de la diálisis su día a día o de la quimioterapia su obligada compañía.

Quienes han tenido un familiar con cáncer u otra enfermedad de ese calibre saben de la atmósfera tenebrosa en que se desenvuelve la vida cuando las sillas de ruedas, los bastones y las cajitas del Laboratorio Chile decoran piezas, cocinas y living-comedores. En Chile nunca ha sido fácil vivir y menos lo es cuando el sistema comienza a comprender que pierde a un hombre en en edad laboral. Ser enfermo en este país es cambiar de categoría ante los terceros, quienes o se padecen o te cagan dependiendo el nivel de amor que alcances en sus mentes y corazones. Ser enfermo en Chile es arrojarse al desamparo, es desafiar al destino y es someter a los tuyos al desequilibrio en una cultura que no cobija a los “inactivos”. Es aceptar ser el pobrecito de turno. Es iniciar el camino de la lástima, concepto que sólo existe en lenguajes que conciben la inferioridad de algunos y la superioridad de otros.

La cruzada moral que está dando el caballero Ricarte Sorto es una falta de respeto a la indignidad; es una bofetada a la comodidad del que se compró el cuento del país campeón mundial de la solidaridad; es un insulto a la resignación de los sometidos y un agravio a la comodidad de los que pueden. La molestia de este señor rebosante de amor es un monumento a la calidad del humano; es un homenaje al ímpetu de los que luchan y un tributo al valor de la trascendencia. Arropado con los dolores de los humillados por un sistema de salud que no es más que la consecuencia de un sistema país, este honorable personaje convocó a una marcha que llamó a ponerse de pie a los lisiados, a abrir los ojos a los ciegos y a gritar a los sordomudos. Operado hace tan sólo diez días, cansado y adolorido, Ricarte comandó a miles de enfermos que coincidieron con su queja; molestia que pasó de mera opinión a tema de debate público.

Y caminaron cientos de rostros bondadosos; decenas de niños cicatrizados con incalculables ganas de vivir e inclaudicables exigencias de dignidad. ¿Cómo describir la belleza residente en tantos ojos bañados de esperanza? ¿cómo graficar la honestidad de las intenciones de quizás la manifestación pública más diáfana del último tiempo? no hay moral que pueda negar una petición tan básica para quien se considere hombre: un Estado que garantice el tratamiento de las enfermedades de sus ciudadanos sin necesidad de endeudarse cual prisionero del retail; una autoridad que sepa qué significa esclerosis múltiple y fibrosis quística.
Las canas cansadas y los cachetes agotados del rostro de Ricarte ya no resisten más halagos. A fin de cuentas, su legado ya es patente y su historia ejemplo: la vida no se mide por respiros, trofeos o ascensos en la pega, sino por la totalidad de la dignidad. Como dijo Eduardo Galeano, “somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”.

Esa es la respuesta que recibirá un niño, sano o enfermo, cuando en diez años más pregunten quien fue Ricarte Soto: el hombre que sin quererlo izó las banderas de la transversalidad del movimiento social chileno que más temprano que tarde cambiará definitivamente los cimientos de una Patria que apenas es Patria inundada en el pantano del abuso, la desigualdad y el olvido de los pobres.

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