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Mundo

15 de Mayo de 2013

Viaje al pueblo masacrado por las FARC

¿Cómo vive hoy Bojayá, un pueblo que padeció una de las masacres más crueles de la historia de Colombia? La periodista Salud Hernández viajó hasta allá para averiguarlo.

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Vía Soho

Bojayá hace unas noches, los habitantes del barrio situado junto a la estación de policía abandonaron precipitadamente sus casas para refugiarse en las de sus vecinos del lado opuesto del pueblo. Se había extendido el rumor de que una partida de las Farc estaba concentrada en el antiguo centro urbano con la intención de atacar a los agentes y no querían quedar atrapados de nuevo entre dos fuegos.

“No se conformaron con lo que hicieron y quieren más —susurra un lugareño—. Aquí hay gente que solo con escuchar un volador se aterra. Un día sonó un disparo y atendieron a varias mujeres en el centro de salud con crisis nerviosa”.

El único escudo protector en el que confían son una treintena de soldados que patrullan los alrededores y vigilan desde los puntos altos, porque “si se meten las Farc, acaban con los policías, casi todos auxiliares. Si el ejército se va, la gente se desplaza”.

Y es que en la localidad que mejor representa el absurdo y la barbarie del conflicto armado colombiano, la guerrilla sigue siendo una amenaza. Ya no causan el terror de antaño ni disputan el territorio a unas Auc que desaparecieron de la zona, pero la mera sospecha de un asalto, que la propia guerrilla se encarga de alimentar en sus reuniones con campesinos de las veredas y con la declaratoria de objetivo militar a los mandos policiales o los retenes, revuelve la pesadilla nunca olvidada del terrible 2 de mayo de 2002.

Aquel día, las Farc y los paramilitares convirtieron a Bellavista —nombre del centro urbano del municipio de Bojayá— en su campo de batalla, y a los civiles, en piezas insignificantes. Los que llevan el apellido “Ejército del Pueblo” lanzaron sus cilindros contra los que no tuvieron reparos en utilizar de parapeto una iglesia repleta de asustados ciudadanos, la mitad de ellos niños. Como bien se conoce, los explosivos de la guerrilla asesinaron a 119 personas indefensas e hirieron a otro centenar, y a causa de la masacre los desplazados fueron miles.

“Con cualquier cosa que huela a guerra, la gente se desborda. Necesitamos hacer un tratamiento colectivo, no solo individual, pero no algo aislado y esporádico como ha ocurrido, sino un trabajo psicológico continuado”, sugiere la hermana Áurea, miembro de las Agustinas Misioneras, una comunidad que lleva varios lustros aliviando el dolor que la violencia, la tristeza, el abandono y la pobreza causan a las almas de Bojayá.

Aún viven en la casa cercana al caudaloso río Atrato que sirvió de enfermería la noche del enfrentamiento, una amplia construcción de madera situada a escasos metros de la iglesia donde pereció el centenar de víctimas. Es la única habitada de entre las ruinas enmontadas del Bellavista Viejo, denominación que le acuñaron los lugareños cuando en 2007 se instalaron en el nuevo casco urbano, levantado de la nada a un kilómetro de distancia.

Recordando la tragedia, me vino a la mente una imagen que me impresionó cuando, como reportera de mi diario español, pisé el pueblo después de la masacre: cientos de minúsculos gusanos blancos en los charcos de sangre que había en la puerta de la residencia de las monjas. “Una de las hermanas también comentó en su momento que le impactó la misma imagen —nos dice la religiosa—. Fueron muchos los heridos que atendieron las hermanas que estaban aquella noche; a todos los traían acá”.

En unos días, también ellas seguirán a los demás y ocuparán una casa que están terminando en el nuevo emplazamiento. A pesar de los espantosos recuerdos, a las monjas les cuesta dejar el río frente a su hogar y la manigua detrás, porque la Bellavista actual (ningún lugareño llama a la cabecera municipal Bojayá, como sería lo habitual, sino Bellavista) es “un barrio de ciudad en plena selva”, describe con entusiasmo Jéfferson Machado, un vecino de 25 años de edad. “Hay que acostumbrase a vivir como en una ciudad, tener mentalidad urbana. Hay gente que pasan dos meses y no baja al río”.

Y es que lo primero que sorprende al atracar en el precario puerto al que arriban las pangas que llegan de Quibdó es la carretera pavimentada que sube a un centro urbano que no se divisa desde el río, extravagancias ambas en una región salpicada de paupérrimas aldeas situadas en las orillas del Atrato, con calles de arena y casas de madera levantadas sobre pilotes para soportar las crecidas de las aguas.

Ascendida la calzada, se extiende una hilera de viviendas de concreto, así como la alcaldía, la iglesia, el centro de salud y el colegio. No hay un parque ni un lugar de reunión, sino cuatro barrios unidos por vías asfaltadas y expandidos como brazos alargados por una meseta a la que nunca puede subir el río.

“Esto es muy bueno porque no se inunda el pueblo y antes eran mínimo tres veces al año que entraba el río. Y las casas no son de madera sino de material”, opina Albania Vitoria, docente y líder cívica. A todos los que poseían un hogar en el poblado antiguo, el Estado les construyó y regaló en obra gris —aunque el compromiso era entregarlas acabadas— una vivienda de una sala, tres dormitorios, baño y cocina. Fueron 235 en total. Más tarde, después de luchar con perseverancia, lograron hacerlo extensivo con medio centenar de arrendatarios de vieja data. Pero no todos los cambios le agradan a Albania.

“De la tragedia nos ha quedado temor y desunión. Ya no nos interesa lo colectivo, nos hemos vuelto insensibles —comenta con cierta desilusión—. No sé qué nos pasó, pero ahora hay personas que uno apenas ve, que no salen de su casa o de su barrio. Antes nos encontrábamos todo el tiempo y el río era nuestra vida”.

La pérdida de la esencia de Bellavista es otro de los giros causados por la necesidad de trasladar el pueblo. Nacieron ribereños y siempre se mantenían atados al cordón umbilical que les unía al Atrato. En cuanto escuchaban un motor, salían a mirar quien se acercaba para ofrecer sus productos o comprar. Todo se comercializaba junto a las aguas, o lavaban en ellas la ropa, usaban más canoas que bicicletas y el pescado formaba parte de la dieta cotidiana.

“Apenas arrimaban los botes, uno salía con lo que fuera a comprar o cambiar productos, pero ahora vamos a los almacenes o a Vigía del Fuerte (situado al otro lado del Atrato) —sostiene Albania—. Ahora casi nadie produce. Antes nos sosteníamos con la agricultura y la pesca en la ciénaga”.

Más de una voz confiesa entristecida que hoy en día prefieren esperar subsidios estatales, así sean pequeños, o un puesto en la alcaldía, que sembrar o salir a buscar bocachicos. Pero otros argumentan que dejaron las tierras que tenían en Bellavista Viejo por miedo y por el cansancio de que las perennes inundaciones arrasaran el fruto de su trabajo.

“El pueblo se volvió mendigo del Estado —admite el alcalde, Edifredo Machado—. Ese mismo Estado, que conoce cuál ha sido la forma de vida de las gentes de Bellavista, tendría que ayudar al campesino a volver a producir”, agrega Fanny María Mosquera, jueza local.

Tampoco las compensaciones, algunas de hasta 500 millones de pesos, que en su día los familiares recibieron por los fallecidos, aliviaron la pobreza de los supervivientes. La falta de formación y de acompañamiento hizo que la mayoría despilfarrara o invirtiera mal. Los menos, adquirieron una casa en Quibdó o pusieron un pequeño negocio.

La composición racial también sufrió un vuelco. Los emberas pasaron de ser muy minoritarios a conformar el 43 %. La miseria en que viven la agravaron las Farc al prohibirles o restringirles la caza, la pesca y la agricultura, lo que ha provocado una emergencia alimentaria y el desplazamiento hacia la cabecera municipal.

“Más que nuevos subsidios o pagos individuales por víctimas, deberían hacernos una carretera hacia el corregimiento La Loma o la vereda Piedra Candela para que podamos comercializar los productos y trabajar la tierra”, propone Edifredo Machado, el alcalde.

Además de la violencia, Bellavista debe sortear los problemas habituales de la Colombia rural y lejana: solo cuenta con seis horas de energía al día y una hora de agua; las calles se inundan con los habituales diluvios del Chocó, porque los constructores foráneos no les hicieron desaguaderos; el centro de salud sobrevive por el entusiasmo de las enfermeras, el médico y el odontólogo, ambos en su año de rural, ya que dependen de Caprecom, carecen de casi todo, incluida planta eléctrica, y deben conformarse con la conexión que la alcaldía les regala de día, menos los festivos, y la policía, de noche; solo existe un café internet con dos computadores en todo el pueblo; el único acceso a las veredas es por río —la más alejada está a doce horas— y el combustible cuesta un 30 % más que caro que en Bogotá; la deuda municipal asciende a 30.000 millones, un 90 % de los cuales corresponde a demandas laborales, plaga que asuela a casi todo el departamento, y aunque Machado está rebajándola conciliando con los acreedores, apenas tiene margen para la inversión de cualquier orden.

Y Bojayá es mucho más que Bellavista, su cabecera municipal. “El país olvida que el epicentro de la masacre fue Bellavista, que tiene 1000 habitantes, pero los afectados fueron los 11.500 pobladores del municipio de Bojayá, y a ellos no los tuvieron en cuenta”, sentencia el alcalde.

LAS OTRAS VÍCTIMAS

A hora y media en lancha por el río Bojayá, afluente del Atrato, se encuentra La Loma, de mayoría afro, despensa del municipio y un lugar de gentes emprendedoras. Quisieran vender más productos agrícolas o su guarapo bautizado como Biche, muy popular en todo Bojayá, pero los detiene la imposibilidad de competir por el elevado costo del transporte. Hasta la localidad de unas pocas calles donde se apiñan las casas de tablones de madera que albergan a 665 personas, nunca les llegó ayuda por la masacre de Bellavista, pese a que permanecieron entre seis y ocho meses desplazados, y cuando regresaron, habían perdido cosechas, animales y otros bienes.

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