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Cultura

19 de Mayo de 2013

Un perfil para ellas: Ricardo Darín

Los personajes solitarios, parcos y perdedores que ha interpretado Darín no podrían ser más lejanos a su personalidad alegre y cálida. Y cuando te ofrece un café, con una sonrisa, no está actuando.

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Vía Gatopardo

Una tarde del último invierno, Darín me abre la puerta de su casa y pone cara de Darín. Es la misma que hemos visto en decenas de películas: sus ojos azules se fijan sin fisuras en los tuyos y las comisuras de sus labios se arquean un poco hacia arriba, no tanto como para producir una sonrisa, pero lo suficiente como para que te sientas un elegido. De pie, bajo el marco de la puerta de madera de su casa en Palermo, un antiguo barrio de talleres mecánicos y gente que tomaba mate en las veredas, hoy llamado Palermo Hollywood por los vendedores inmobiliarios, su cara me dispara una especie de efecto pavloviano de memoria emotiva: miro a Darín —el actor premiado por películas como Nueve reinas, El hijo de la novia, El secreto de sus ojos y Un cuento chino— y tengo la engañosa pero intensa sensación de conocerlo de toda una vida, como si fuera un hermano extraviado y vuelto a encontrar años después. No se había acordado de este encuentro pactado un mes atrás con su agente, y ahora tiene la casa con gente reunida para trabajar en un guión. Me ofrece disculpas en una secuencia creciente: “¿No querés pasar al baño?”, me dice, y hace un gesto hacia el interior de su casa. “¿Un café, quizás?”, ofrece, y me indica una cocina que se abre a su diestra. “Mil disculpas de nuevo. No suelen pasarme estas cosas”. Me pide una tarjeta para llamarme y fijar otra cita. Ya en la calle paro el primer taxi que pasa.

Darín no se mueve de su puerta hasta que abordo el auto.
Lo saludo desde la ventanilla.
Al día siguiente, el actor me llama por teléfono.
Con más atención a mi tiempo que al suyo, me pregunta qué día y a qué hora me vendrá bien encontrarlo.

INTERMEDIO

En su penúltima película, Un cuento chino, Darín es un soldado veterano de la Guerra de Las Malvinas que trabaja en una ferretería: hosco, antipático, lunático. Un perdedor. Su rechazo al mundo exterior lo encarna una vecina demasiado simpática, una joven que sin deslumbrar por su belleza posee una singular personalidad que utiliza para intentar seducirlo con una afectuosa terquedad. Darín, sin maquillajes, es todo lo contrario. En la Grecia de Sófocles y Eurípides, a un actor se le decía “hipócrita”. Literalmente: el que interpreta. No es el único caso de una palabra que se alejó de su significado original: en la Grecia antigua, los maestros eran pedantes. Hoy los actores conservan esa hipocresía etimológica de los orígenes. Un especialista como Vittorio Gassman, il Mattatore de la época de oro del cine italiano, solía decir: “L’attore è un bugiardo al quale si chiede la massima sincerità”: el actor es un mentiroso al que se le pide total sinceridad. El mismo Gassman era, a su modo, un hipócrita: seductor y vital en la pantalla, fue víctima de la depresión en su vida. En la historia del cine hay una gran lista de hipócritas, hombres y mujeres cuyas vidas privadas difieren de manera sustancial de la imagen que han construido de sí mismos en la pantalla —desde Rock Hudson, el arquetipo del macho seductor de los años cincuenta, que oculta en el clóset su gusto por los hombres, hasta Lindsay Lohan, la chica Disney de películas familiares que entra y sale de clínicas de rehabilitación—. La hipocresía de Darín, en cambio, no tiene que ver con adicciones ni preferencias sexuales. Encarna a personajes oscuros, malhumorados, casi afásicos, en otras palabras, perdedores. Pero incluso cuando tiene que darte malas noticias, hasta cuando te abre la puerta de su casa para decirte en la cara que se le olvidó una entrevista contigo, Darín logra conquistarte.

SEGUNDO ACTO

Dos días, después Darín me abre otra vez la puerta de su casa en Palermo y vuelve a poner cara de Darín. Voy con mi novia a la entrevista. Ella me lo pidió. En Argentina, si todos tuvieran la oportunidad, harían lo que fuera para conocer a Darín. Ya en su casa, me doy cuenta de que no es tan buena idea ir con tu novia a una entrevista con él. La posibilidad de que esos ojos azules intercepten, aunque fuese por casualidad, los de tu mujer es —lo admito— inquietante. La casa de Darín es en realidad dos casas —dos casas antiguas—, típicas de lo que fue alguna vez el barrio de Palermo Viejo. Las dos fueron unidas derribando la pared medianera que las separaba: la de la izquierda tiene una galería con piso de damero y columnas de hierro fundido, que sostienen un techo sobre el que trepa una hiedra. Al fondo de esta primera casa hay un enorme galpón, hacia donde Darín se dirige ahora, y nosotros tras él. Detrás de un vestíbulo amueblado con mullidos sillones beige se abre una gran sala vacía que parece la nave principal de una iglesia. En la pared del fondo, en el lugar que debería estar ocupado por el altar, hay una pantalla de cine. No es un lienzo en blanco, ni siquiera uno de esos que se utilizan con los proyectores caseros, sino una auténtica pantalla de cine. El techo de esta sala es muy alto, de dos aguas y vidriado. Parece haber sido una antigua fábrica y está inundada por una luz uniforme y maravillosa. Incrustadas en una de sus paredes, hay dos barras de gimnasio. En una de ellas se balancea, cabeza abajo, la figura invertida de una mujer con el pelo enmarañado y los brazos cruzados sobre su pecho, como si quisiese evitar que unos frutos imaginarios se desprendieran y cayeran al piso.
—Me casé con un murciélago —dice Darín.

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