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Opinión

22 de Mayo de 2013

Los últimos mohicanos

Islas Vírgenes, renuncias, anuncios, primarias que no llegan. Sólo una cosa tienen en común los protagonistas de todas esos equívocos y equivocaciones. Longueira, Allamand, Bachelet, Gómez, Quintana, Girardi, Escalona, Andrade, Walker y Golborne se hicieron mayores de edad en dictadura. Todos ellos estudiaron, se casaron, se divorciaron, con Pinochet encima. Padres divorciados, drogas, rock, toque […]

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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Islas Vírgenes, renuncias, anuncios, primarias que no llegan. Sólo una cosa tienen en común los protagonistas de todas esos equívocos y equivocaciones. Longueira, Allamand, Bachelet, Gómez, Quintana, Girardi, Escalona, Andrade, Walker y Golborne se hicieron mayores de edad en dictadura. Todos ellos estudiaron, se casaron, se divorciaron, con Pinochet encima.

Padres divorciados, drogas, rock, toque de queda, orden de partido, carne de cañón de unos hermanos mayores que arrancaron cuando la cosa se puso complicada, aprendieron la racionalidad a Golpe y a golpes. Hayan estado del lado de los que golpeaban o de los golpeados, el miedo fue el leitmotiv de sus vidas. La incerteza -política, social, emocional- fue el enemigo que los hizo llegar a la política. La libertad, la que sus padres se tomaron demasiado en serio; la que el rector, el coronel, el general, les prohibió de entrada, fue una pesadilla de la que despertaron como pudieron.

Militantes, gerentes generales, soldados de una causa, fueron los últimos mohicanos de una visión colectiva de la política y los primeros aprendices de un mundo de individuos solos perdidos en una ciudad que también cambió de límites y sentido. Para no perderse se inventaron un padre, Jarpa, Almeyda, Aylwin, Paulmann, Guzmán. Fueron generalmente de esos padres adoptivos, demasiados buenos, fieles, leales seguidores de maestros que invocan en vano cuando todo cambia a una velocidad que no se parece en nada a lo que les prometieron de la vida.

La razón poco o nada sirve en esto. Racionalmente pueden pensar que Golborne no hizo nada de malo en Cencosud. Racionalmente pueden saber que no van a ganar la presidencia con Longueira. Racionalmente pueden saber que necesitan primarias y nueva mayoría. El miedo es su fibra, su estómago, su forma de ver el mundo y no pueden más que recurrir a su instinto de sobrevivencia: volver al partido, al líder, a las plantillas parlamentarias hechas por el partido. La política de siempre, sin intrusos, enemigos, dudas incómodas y jovencitos que vengan a hablarle del lucro. “¿Qué es lucro? Todo es lucro. ¿Qué quieren, que vivamos en el bosque comiendo raíces? Están locos, no saben, no tienen idea. Estamos creciendo, nos está yendo la raja, la gente está feliz, es una moda, se les va a pasar”.

Crecer en dictadura no enseña a envejecer en democracia. Una generación que vivió el cambio como un trauma personal no puede comprender que otra, que fue educada en la estabilidad que su miedo construyó, quiera sin arrugarse cambiar las reglas del juego. Sin hambre, sin metralletas. Allamand y Escalona, que se tomaron colegios para impedir o agilizar la ENU – Escuela Nacional Unificada de Allende- no pueden ver más que como una pesadilla que las ideas de ese proyecto estén de nuevo en el centro de las demandas de los jóvenes del siglo XXI. Todo el pelo que perdieron, todo lo que aprendieron en estos años, su experiencia, el sentido de ella, queda en cuestión cuando jóvenes como ellos, sólo que mejor alimentados, sólo que más “regalones”, vuelven a la discusión donde la dejaron hace 40 años, convirtiendo su carrera, sus logros, sus dolores, en un paréntesis.
La generación que luchó por recuperar la democracia, recibe de esos a los que les entregaron gratis elecciones y prensa libre, el mensaje de que ésta no existe o no importa mientras no se democratice realmente el poder; el poder político, el educativo, el económico también.

Eso que costó varias guerras civiles y Golpe de Estado les resulta a los jóvenes, dueños en sus Iphone de una información plenamente democrática, completamente natural. Una naturalidad que es una ofensa para los que sufrieron en su carne, en sus vidas, el dolor de pedir demasiado. La idea de que logren estos jóvenes marchando y disfrazando más de lo que lograron todos sus mártires luchando y muriendo, les da escalofríos. La continuidad entre esa lucha y la de los jóvenes choca con la barrera de los años noventa y las primeras décadas del 2000, en que el consenso terminó por mezclar a todos, en que los brazos levantados después de aprobar la LGE hace poco creíble el alegato de que nadie quería esa ley como salió; que todos los que la aprobaron, estaban contra ella.

El “No al lucro” devuelve el dilema a un terreno teológico y radical que no puede más que ofender la generación de la justicia en la medida de lo posible. Su juventud no gozó nunca de esa impunidad repugnante con que los jovencitos les piden primarias, asamblea constituyente, educación gratuita para todos. Una serie de imposibles que se van haciendo cada vez más urgentes, irrenunciables, inevitables, recordándoles que la política era eso que para ellos nunca pudo ser: el arte de agrandar la medida de lo posible, de intentar lograr que la medida de lo posible sea lo más parecida posible a la medida de lo justo.

MEO el 2009 y Giorgio el 2013 representan una amenaza más física, más emocional que racional para la generación que cumple 60 años por estos días. La sensación de que su esposa se puede ir con ellos, que sus hijos los van a querer más que a ellos, que todo lo que es seguro deja de serlo, que todo lo que funciona va a dejar de hacerlo. La derecha tiene frente a esto al menos la certeza de saber que no quiere ninguno de los cambios propuestos. La Concertación tiene la incomodidad añadida de sentir que esos niños son suyos, que esos cambios son sus promesas, que sin ellos deja de tener sentido.

Sólo el miedo, la fuerza más poderosa que existe, les impide saber lo que ya saben, que por más extraño y poco claro que sea lo que nos espera adelante, no hay ya vuelta atrás. Ante la incapacidad de avanzar, ante la imposibilidad de retroceder, lo mejor y lo peor de la elite política -intelectual, moral, económica también- ha decidido atrincherarse.

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