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LA CARNE

29 de Mayo de 2013

Testimonio: Yo doné semen

Según un estudio de la compañía norteamericana Cryobank, la más capa en el rubro de la conservación y venta de espermios, nuestro país es el segundo más demandante de semen del mundo después de Israel. Es por esto que en enero, en Valparaíso, se abrió el primer banco de esperma del país, destinado a recibir semen de donantes altruistas. Una novedosa iniciativa que quisimos vivir en terreno. Una experiencia al alcance de la mano que puede ayudar a muchas parejas chilenas y, por qué no, contribuir al mejoramiento de la raza humana.

Por

“¿Tienes entre 18 y 35 años? ¿Llevas un estilo de vida saludable?”. Dona hoy”, decía la publicidad del laboratorio Imbiocriotec, promocionando en su página web el primer banco de esperma en Chile. En las letras del anuncio aparecía un tipo alto, flaco, blanco como la leche y algo rubio. A mis 24 años estaba lejos de calificar: peso más de ochenta kilos y con suerte supero el metro setenta de estatura. Tampoco hago deporte y como mucho y mal. A priori, sólo calificaba en el rango de edad. Algo es algo. ¿Por qué no intentarlo, entonces?

El 19 de abril mandé el primer mail al laboratorio, solicitando información sobre el proyecto y comentando mis ganas de ser donante. A las pocas horas me respondieron, adjuntándome un PDF informativo donde explicaban los pasos a seguir. La donación constaba de 4 etapas y para convertirse en donante había que pasarlas todas. Las dos primeras eran una entrevista personal y un espermiograma que analizaría la cantidad y calidad del semen. Si pasas el primer corte -que anticipan es exigente-, debes someterte a un estudio sanguíneo y finalmente a una evaluación sicológica para recién convertirte oficialmente en donante. Luego de intercambiar algunos mails, agendé mi visita a Valparaíso para el lunes 29 de abril a las 13:30. A la entrevista debía llegar con una abstinencia sexual de entre 3 y 7 días. Por supuesto que mi polola no estuvo nada de acuerdo con que anduviera repartiendo mi semen por ahí. Luego de reclamar por la semana en que estaría en “veda”, salió el tema de las tipas sicóticas que podrían usar mis semillitas para buscarme y pedirme pensión alimenticia por mis futuros críos, tal como ha pasado en Europa. Después de un rato googleando, la donación era sólo motivo de risas.

Generoso aporte
Mientras en Santiago la UDI ardía y desechaba a Golborne como su opción presidencial, tomé el bus hacia Valparaíso. En el camino sólo pensaba en armar un chiste ingenioso con Golborne y la paja que tenía que echarme. Una burda estrategia para calmar mi nerviosismo. Pasado la una de la tarde llegué caminando desde el terminal al pequeño edificio, ubicado en Hontaneda 2664, frente a la facultad de Medicina de Valparaíso. En la recepción había una vitrina con varias figuritas de plástico que imitaban la secuencia del crecimiento de una guagua en el útero. Una escena que bien podría complementarse, pensé, con un generoso aporte mío. Tonterías. Lo más intimidante estaba al otro lado de la vidriera: un grupo de estudiantes, sentados en el patio delantero del edificio, me acechaban con las miradas entendiendo lo que estaba a punto de hacer. Esbocé una sonrisa cómplice, pero no obtuve respuesta. Me sentí en pelotas y sólo atiné a sentarme.

Mientras esperaba en el pequeño hall a que alguien apareciera -porque claro, uno no llega y le dice a cualquier persona “hola, vengo a donar semen”- una chica morena, de mi mismo porte y edad, vestida de enfermera o tecnóloga o no sé qué me dijo que la siguiera. Llegamos a una pequeña sala, blanca y con una mesa de metal, tal como si estuviéramos en una consulta médica. El día en Valparaíso era agradable, como siempre, pero la sala estaba fría y de los puros nervios me ericé. Me sentía incómodo. La chica me pidió el carné y me explicó los pasos a seguir que aparecían en el PDF. “Demonios, aquí nadie sonríe”, era lo único que pensaba en ese momento. Me advirtió que si no llegase a calificar como donante, que no me asustara, porque no significaba necesariamente que sea estéril, sólo que ellos tienen estándares muy altos para la conservación. Su advertencia, sin embargo, tuvo un efecto opuesto. Estaba cagado de susto. De ahí en adelante todo fue cuesta abajo. Porque sentarse en una sala pequeña con una desconocida que sostiene un frasco de muestras en una mano y tu carné en el otro, y te habla de estándares de calidad de semen, es suficientemente escalofriante como para agarrar tus huevás y salir corriendo.

Gametos y súperhombres
Mientras la chica hablaba de espermatogénesis, gametos y los superhombres que el laboratorio espera que lleguen como donantes por nada a cambio, empecé a distraerme, a no pescar su impersonal soliloquio, y pensaba en las mamás cobra-pensiones que me dijo mi polola, y en el hecho de que tal vez en diez años vería a un cabro chico entrado en carnes, patitas cortas, crespo y de lentes. ¡Los medios rollos! Qué mierda iba a hacer. Cuando la chica volvió a hablar de semen y de los cerca de 70 millones de espermios por centímetro cúbico que debía tener mi muestra para clasificar como súper donante altruista, porque majaderamente repitió lo exigentes que eran, volví a ponerle atención.

Un tipo que fuma, bebe y no tiene una vida deportiva activa difícilmente llegará tener un conteo de 10 millones de espermios. Aún nervioso comencé a hacerle preguntas sobre la protección de mi identidad ante quienes reciban mi semen y si aceptarían parejas homosexuales o mujeres solteras que quisiesen ser madres. Me contó que la confidencialidad era absoluta y que, de hecho, el laboratorio es sólo un intermediario, porque es el ginecólogo quien ofrece las muestras a las parejas. Por lo mismo no podían entregar con certeza datos de las parejas que los pedían, por si eran parejas de lesbianas o solteras.

Me explicó que la gran mayoría de las parejas que demandan muestras de semen lo hacen por la infertilidad o incapacidad del hombre. También me habló de las muchas parejas que están esperando muestras del laboratorio. Le pregunté cómo calificaban las muestras y si discriminaban por la pinta del donante, porque compararse con el tipo de la publicidad no es muy alentador. Además, imaginé que tendrían una espermioteca con frasquitos marcados con características del donante del tipo: “patas chuecas con alto potencial para ser futbolista”. Me explicó que no discriminaban, que buscaban características hispánicas, latinas, y que sí calificaban por rasgos notorios del donante para así asimilarse a los futuros padres. No estaba tan mal. La conversación me hizo sentir un poco más relajado.

Ella esbozaba una pequeña sonrisa pese a que se dio la tremenda lata de explicarme todo con manzanas. Luego me hizo firmar una hoja donde, principalmente, aparecían las responsabilidades del laboratorio, como cubrir mi identidad, y finalmente, un compromiso de seguir asistiendo al laboratorio si era seleccionado.

Al parecer había superado la primera valla con la entrevista pero de un segundo a otro todo se fue al carajo. Mientras llenaba una ficha con mis datos ella, con su impecable delantal, me dijo que necesitaban gente donando todas las semanas durante seis meses. Ahí sentí que ya no estaba participando en su juego de “concursando a ser donante”. Nuevamente, no sé por qué, me puse muy nervioso. Después de terminar de llenar la ficha con mis datos, empecé a sudar frío.

La chica me dijo que después del estudio de la muestra, me llamarían o se contactarían a mi mail para avisarme si era descartado o seguía participando. Luego indicó el pequeño frasco de plástico con tapa roja, envuelto en una bolsita, que sostenía en la mano izquierda con ademán incómodo, como si no quisiera hacerlo, y me preguntó: “¿sabes cómo hacer la donación?”. “Demonios, no te rías, no te rías, ni respondas que vas a cagar todo”, pensaba. Le respondí con un balbuceante no. Ella me contestó, amable y sin rodeos: “la única manera es a través de la masturbación”. “No hueví, creí que alguien me iba a ordeñar”, pensé intentando aguantar la risa. Fue un momento complicado que advertí podía transformarse en un festival del doble sentido. Solté una risa nerviosa pero la chica tenía su cara impávida. Inexpresiva. ¡Cómo cresta no se ríen nunca!

Porno en el baño
La chica, a estas alturas el único rostro visible de Imbriotec, me dijo que la siguiera. Pasamos el biombo que separaba la pequeña consulta y que llevaba a un lugar con una silla ginecológica. Luego me indicó que la muestra debía hacerla en el baño del fondo. Me acompañó -me explicó que debía lavarme bien las manos antes de sacarle la bolsa al frasquito- y que luego debía lavármelas de nuevo para abrirlo. Apuntó un televisor de unas 21 pulgadas, donde pasaría una “película”. Pensé la cantidad de miles de millones de dólares que mueve esta industria en investigación, conservación y fertilización, y ¿¡tengo que echarme una paja en un baño con una tele!?

Por primera vez la voz de mi guía, impertérrita y estoica hasta ese momento, empieza a flaquear. Celebré por dentro que por fin estábamos en igualdad de condiciones. Ya dentro del baño me comenzó a explicar que todo el semen debe ir en el frasco, sobre todo el primer chorrito, que es el mejor. “Si cae algo de semen fuera del frasco, avísame para ver qué hacemos” me dijo luego, mientras pensaba en lo vergonzoso de la situación que intentaba ilustrar mi nueva tutora de masturbación. Luego me explica que debo dejar el frasco con el contenido dentro de una cajuela que había bajo el televisor y que se conectaba con el laboratorio a través de una pequeña puerta con llave a cada lado. “Ahora yo desaparezco. Dejas el frasco y te vas”, me dice. El doble sentido seguía intacto. Mientras las piernas de la chica luchaban por irse de ahí, le pregunté cómo se llamaba, y le recordé que nunca me lo dijo. Francisca Moller me respondió, mientras cruzaba la consulta para cerrar la puerta y luego marcharse.

El baño tenía baldosas blancas por todas partes. El piso era de fléxit verde. Al lado del wáter había una gran papelero blanco y encima de él un rollo de toalla nova en una base de madera, como sacado de una cocina. El lavamanos tenía un espejo grande, y en la pared contigua estaba colgado el televisor, a la altura de mi cabeza. Saqué el celular para tomar algunas fotos del lugar. Seguía incrédulo: el lugar era como un baño de restorán familiar. Respiré hondo y me mentalicé para terminar con la tarea que me había impuesto. Di una vuelta alrededor, dejé mis cosas en el suelo y esperé que la película prometida partiera. No pasó nada. En el incómodo silencio que había en el baño escuché cómo hablaban unas investigadoras al otro lado de la pared. Estaban pensando en ir a almorzar. ¿Qué hago? Me acerqué a la tele, apreté un botón y la desconfiguré. Cresta.

Sin pensarlo salí del baño y asomé la cabeza en el laboratorio del lado. Sólo atiné a preguntar por Francisca. Cuando apareció, le expliqué que la película no estaba funcionando. Me acompañó al baño nuevamente, con el control de la tele en la mano, y volvió a dejarla en modo video. Le agradecí pero no obtuve respuesta. Ya no me caía tan bien Francisca. Esperé un minuto más a que partiera la película pero no pasaba nada. Pensé en asomar la cabeza por la cajuela que comunicaba el baño con el laboratorio y decirles que le pusieran play. O, para hacerlo más feriano, gritarles. Preferí salir de la habitación nuevamente, pregunté por Francisca y le pedí que por favor le pusiera play. Sólo vi su mano a lo lejos presionando un botón en otro control. Gritó que estaba listo. Imagino que debió haber puesto una expresión de hastío mientras pienso sobre las pocas personas, tal vez ni una, que aceptan donar. En otros países hay una compensación económica y no son pocas las historias de los chilenos que han vivido en España gracias a la donación de espermatozoides.

Por fin partió la película. Mientras una mina muy rubia, alta y tetona le echaba esperma de vela en el pecho a un tipo muy bronceado, peludo y con piercings en sus tetillas, intenté relajarme. No sabía si sentarme o quedarme parado. Volví a sentirme muy incómodo. Mientras en la tele la mina realizaba una felación en primerísimo primer plano, yo no sabía en qué apoyarme. El wáter era lo único donde me podía sentar. Antes de entrar pensé que podría haber algún sillón o algo más cómodo, pero en los dos metros cuadrados del baño no alcanzaba ni para tirarse en el piso. “Parado será”, pensé.

Puse atención a la tele. Luego de saltar sobre el tipo varios minutos, la chica decide que es tiempo que se lo metan por el culo. Un minuto después la mujer toma una bolsa y se la pone en la cabeza al tipo, asfixiándolo, para luego empezar a masturbarlo. “Qué mierda está pasando”, pensaba. Tal vez ése era el tipo de sexo que calentaba a los porteños. Por un momento me retorcí de la risa. Esa primera secuencia debe haber durado unos 10 minutos. Cuando terminó, de inmediato apareció la misma chica, platinada y vestida de cuero arrastrando a otro tipo con una correa, en cuatro patas y lamiéndole las botas. Ella posaba. Definitivamente el sadomasoquismo y el fetichismo la llevaban en Valparaíso.

La risa no me dejaba concentrarme. Tal vez los días en veda, la incomodidad y los nervios que viví antes me tenían bloqueado. Cómo cresta no iba a poder hacerlo si cuando chico era un maestro de la paja. Ya llevaba un buen rato dentro del baño y me empecé a presionar. Le di la espalda a la tele, cerré los ojos y le metí ganas. Hartas ganas. Tantas que mi material genético cayó al frasco, el que cerré y lo puse discretamente en la cajuela. Pese a la descarga aún seguía nervioso. Tomé mis cosas que había dejado en el suelo y salí caminando rápido sin reparar en los estudiantes que rondaban el lugar. Caminé derecho hasta llegar al terminal. Hace tiempo que no venía a Valparaíso y antes de tomar el bus tenía ganas de recorrer y caminar un poco. Olvidé todo. Llegué al terminal y me subí a un Tur Bus que estaba a punto de salir. Recién ahí me relajé un poco. Eran casi las tres de la tarde. Me bloqueé. Miré un rato el paisaje, entendiendo que literalmente el día del pico me iban a llamar para ser donante. Apoyé la cabeza en el vidrio y me eché a dormir.

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