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Cultura

2 de Junio de 2013

El juicio de los nazis al arte moderno

Vía www.revistareplicante.com La mejor manera de conocer a alguien —a no ser que nos encontremos en las dimensiones de la política o el amor— es escuchar a los que guardan juicios en su contra. Así, si queremos comprender mejor a los artistas de la Vanguardia es aconsejable considerar las opiniones que de ellos se formaron […]

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Vía www.revistareplicante.com

La mejor manera de conocer a alguien —a no ser que nos encontremos en las dimensiones de la política o el amor— es escuchar a los que guardan juicios en su contra. Así, si queremos comprender mejor a los artistas de la Vanguardia es aconsejable considerar las opiniones que de ellos se formaron en la Alemania del Tercer Reich. Nunca antes se persiguió a ningún artista o movimiento con mayor ferocidad, con argumentos estructurados en una política cultural congruente, como en la Alemania nazi. El partido nazi, apenas se apoderó de las instituciones, comenzó a dictar cuáles manifestaciones artísticas eran aceptables y cuáles no. Hitler lo dejó muy claro en uno de sus discursos de 1937: “El cubismo, el dadaísmo, el futurismo, el impresionismo, etcétera, nada tienen que ver con nuestro pueblo alemán. Todos estos términos no son ni antiguos ni modernos: son meramente el balbuceo afectado de una gente a la que Dios ha retirado su gracia y ha en su lugar otorgado una habilidad para decir tonterías y engañar”. Todo arte que se reconociera bajo la bandera del modernismo habría de ser rechazado, perseguido y destruido. Todo arte, en suma, que no se guiara bajo las reglas clásicas del arte. La idea del Führer era muy clara: saber pintar significaba representar las cosas como se ven de acuerdo con el sentido común. Esta resistencia no parece muy original de parte del Führer. Fue la queja constante desde la aparición de los impresionistas y es una queja que aún guarda toda su vigencia, la podemos escuchar todo el tiempo.

El nazismo establecería, con Goebbels, que “No es la misión del arte revolcarse en la suciedad por la suciedad misma, pintar el ser humano en un estilo de putrefacción, dibujar cretinos como símbolos de maternidad, o presentar idiotas deformes como representantes de fuerza viril”. La política cultural nazi era clara a más no poder: evitar lo abyecto, lo putrefacto, la suciedad. Se consideraba ofensivo y condenable deformar la maternidad, la maternidad y la fuerza viril, los ejes indiscutibles del conservadurismo. Ahora bien, ¿a qué se referían con “idiotas deformes”? A algo muy específico, muy particular. La Vanguardia fue la Vanguardia precisamente porque ya no presentaba los cuerpos y la naturaleza de acuerdo con la tradición clasicista. Éste es en suma el sentido de “Vanguardia” para los artistas europeos de principios del siglo XX, un desmarcarse de la tradición representativa del clasicismo, ya no dibujar de acuerdo con las proporciones dictadas por una retícula. El sentido que dieron los críticos nazis a los resultados de tal deslizamiento se construyó en el marco de una política biológico-psiquiátrica, y en esto consiste su radical novedad, en declarar que los artistas que pintaban deformaciones estaban ellos mismos degenerados en un sentido biológico, y que por eso no podían percibir la realidad tal cual era, y por lo tanto eran incapaces de adaptarse al mundo del progreso y la decencia moral de una raza pura.

En una página de un catálogo destinado a destruir el prestigio de los artistas modernos pueden verse tres imágenes y un pequeño texto. El texto dice: “¿Cuál de estos tres dibujos es la obra de un principiante, un internado de un asilo de lunáticos? Te sorprenderás: ¡El de arriba a la derecha!” Los otros dos acostumbraban ser vistos como dibujos maestros de Kokoschka. El “dibujo de arriba a la derecha” es una aguada, muy bonita, de hecho, expresiva, dentro de los parámetros tradicionales. Los dos dibujos de Kokoschka son, por el otro lado, lo que Kokoschka solía hacer: una cierta tosquedad, una brutalidad del trazo, un cierto tormento, y, por supuesto, una desproporción del cráneo y la quijada, unas manchas oscuras en lugar de ojos, es decir, una mirada abismal.

Los nazis tenían toda la razón al equiparar las obras de los maestros con trabajos de internos del hospital psiquiátrico. André Bretón y Marx Ernst, ya en 1911, eran asiduos coleccionistas del arte que producían los pacientes del manicomio de Heidelberg. En un afamado libro de Paul Schultze-Naumburg, titulado Arte y raza (Kunst und Rasse,1928), se reprodujeron fotografías de pacientes con enfermedades degenerativas y deformaciones congénitas para compararlas con retratos de Modigliani y Karl Schmidt-Rottluff.

La comparación resulta sorprendente porque el parecido entre las fotografías y los retratos no podría ser más estrecho. Sin duda los nazis dieron en el clavo, la Vanguardia era obra de locos; como no dejan de declarar en el catálogo mencionado y en muchas otras partes, la Vanguardia pertenecía al manicomio, en alemán, Irrenhaus, letra por letra, la casa de la errancia. La querella central entre la Vanguardia y el totalitarismo se centró de lleno en la percepción de la realidad, o más bien, la realidad a secas. La realidad, la última, la verdadera batalla de cada uno de los artistas de cada movimiento de la Vanguardia en la Europa occidental, y la única preocupación verdaderamente ideológica del partido nazi. El juicio de los nazis contra el arte moderno nos recuerda lo que es tan fácil de olvidar: que los locos simplemente resumen lo que la cultura no puede soportar, que la normalidad es una invención de una psiquiatría que poco tiene de moderna. Mientras el poeta Paul Eluard admiraba la colección de Bretón escribió: “Nosotros, quienes los amamos, comprendemos que los locos se rehusan a ser curados. Sabemos muy bien que cuando la puerta del manicomio se cierra somos nosotros los que quedamos encerrados, la prisión está fuera del asilo, la libertad se encuentra adentro”.

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