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Opinión

5 de Junio de 2013

Un pigmeo del Congo con un gigante de Kenia

¿Puede haber una versión chilena del minimalismo? Parece difícil. En este punto es preciso recordar que la mencionada tendencia tuvo su espacio natural en el contexto anglosajón. Surgido en los ‘60 del siglo pasado, su propuesta visual tendió a reflejar el desarrollo tecno-industrial de las zonas más desarrolladas del planeta. Siguiendo una lógica puritana, esta […]

Germán Carrasco
Germán Carrasco
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¿Puede haber una versión chilena del minimalismo? Parece difícil. En este punto es preciso recordar que la mencionada tendencia tuvo su espacio natural en el contexto anglosajón. Surgido en los ‘60 del siglo pasado, su propuesta visual tendió a reflejar el desarrollo tecno-industrial de las zonas más desarrolladas del planeta. Siguiendo una lógica puritana, esta clase de poética visual se solazó en destacar la claridad formal, los sistemas modulares, los materiales industriales, el orden estructural, en fin, el rigor y la disciplina de una civilización y cultura basadas en el dominio tecno-racional de la existencia.

En una de sus múltiples vertientes, el escultor norteamericano Donald Judd acuñó el concepto de “objetos específicos” para designar su producción visual. ¿Qué significa esto? Que lo suyo no eran ni pinturas ni esculturas. Lo mismo que la mayoría de las instalaciones actuales: resultan imposibles de ser clasificadas o definidas. Toda categoría se diluye, en el sentido de beneficiar un arte cuyo centro se encuentra en las grandes capitales mundiales organizadas por poderosas multinacionales y por un circulante nómade, desmaterializado, sin núcleo fijo (como el internet).

Por otra parte, máximas como la de Judd, reflejan una extrema sofisticación con la que determinados artistas y teóricos metropolitanos han abordado la evolución de las artes visuales tradicionales.

Esto supone un circuito desarrollado y una masa crítica altamente competente en materias estéticas. Supone también un mercado consolidado, tramado por mediadores, instituciones, coleccionistas y compradores (se trafican obras pero también conceptos).

En este punto no hay que ser ingenuos: sabemos que la exaltación de estos movimientos se debió a un proceso de autonomía del sistema artístico norteamericano para desbancar a la vieja Europa del sitial que tuvo durante siglos a nivel cultural. Los países anglosajones han renovado la vanguardia. Y lo han hecho exaltando su desarrollo científico, tecnológico y financiero (piénsese en la importancia que ha tenido el diseño y la arquitectura minimalista para muchos entendidos en el arte contemporáneo).

Ahora bien, ¿qué ocurre en los países en vías de desarrollo? Posiblemente dos cosas: o la modernidad minimalista importada de las zonas más desarrolladas del planeta se mezcla con los atrasos a nivel de la base social, o se la mezcla con un cierto barroquismo característico de la literatura y el pensamiento latinoamericano. Un ejemplo: la curaduría del cubano Gerardo Mosquera denominada “No es sólo lo que ves. Pervirtiendo el minimalismo”, presentada en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en el 2000. En dicha ocasión, el experto crítico caribeño procedió a contaminar la supuesta limpieza y claridad formal de su homólogo anglosajón. Para dicho efecto, convocó a productores visuales provenientes de diferentes zonas geográficas del mundo; había, entre otros, artistas paraguayos, libaneses, brasileños y belgas. Lo más destacable fue una obra póstuma del artista cubano Félix González Torres, quien murió de SIDA en Estados Unidos a comienzos de los 90.

Retengamos lo último: un minimalismo pervertido no podría dejar de ser viral o sidoso. ¿Existe algo parecido en Chile? En cierto modo, sí. Pensemos, al respecto, en ciertos trabajos de nuestra neo-vanguardia de los 70 y 80 durante la dictadura militar. En particular, las performances de Carlos Leppe. Una obesa, anómala y adiposa masa corporal manipulada por fórceps quirúrgicos y yesos mal embutidos, acompañada de una escenografía clínica, decorada por tubos fluorescentes y baños derruidos de hospital público. La asepsia mezclada con peligrosos gérmenes. Por tanto, un minimalismo profiláctico, ensuciado por un póvera tercermundista, complementado a veces con la presencia de un perro sarnoso y sus excrementos diarios depositados al lado de una ruma de papeles de diario arrugados, todo esto escenificado por la sordidez de una iluminación digna de interrogatorio clandestino.

Después de esto, nuestro posible minimalismo ha perdido la masa crítica propia del exceso de calorías baratas en el cuerpo individual y colectivo. Se ha corcheteado el estómago. Total, ya no
estamos en dictadura. Ahora hay que tratar de ser lo más internacional que se pueda. Al diablo con los espacios sórdidos y los excrementos de quiltro callejero. Santiago se ha modernizado lo suficiente.

¿A qué viene todo esto? De una reflexión acerca de la curaduría organizada por Matucana 100 que se titula “Minimalismo Made in Chile”. A juzgar por los artistas convocados, no todos han sido particularmente fieles a dicha tendencia (es más: casi la mitad no debiera estar). Pero el arte pos-vanguardista no cesa de decirnos esto: da lo mismo, todo da igual, vivimos en la estética de la indefinición. Sin embargo, aquellos artistas más cercanos al concepto que arma la curaduría en cuestión, el minimalismo, no ocultan su adhesión a un cierto imaginario transnacional y a una pérdida del cuerpo grosero y adiposo local (todo lo contrario al Leppe de la dictadura). Sus primeros atisbos los reconocemos en la generación de artistas jóvenes que estudiaron en los últimos años de la dictadura y los primeros de la democracia (y antes, en otro contexto, en obras como la del desaparecido Carlos Ortúzar, el creador del monumento a René Schneider emplazado en Kennedy con Vespucio).

El problema es que el minimalismo internacional (y sus diferentes neos o pos), no podría separarse del contexto urbano y social. En Chile, en cambio, todo es provisorio. Cuando se termina de construir una carretera o una calle cualquiera, otra aledaña –reparada pocos años atrás– ya está destruida. La ciudad nunca está terminada. Todos nos hemos quejado de Sanhattan, de la torre monstruosa de la Telefónica y del rascacielo de Paulmann cortando verticalmente la mejor escultura del país: la cordillera de Los Andes. Santiago se nos presenta como una postal trucha; quiere ser limpia y transparente, pero está llena de fisuras y lacras, de recortes espaciales revueltos, de estaturas desiguales, donde se junta un pigmeo del Congo con un gigante maasai de Kenia o uno proveniente de ciertas zonas de Escandinavia con un aborigen de Borneo.

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