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Opinión

3 de Julio de 2013

Jon Lee Anderson, periodista y escritor: “Quería vivir como un hombre salvaje”

Jon Lee Anderson, escritor de la revista New Yorker, uno de los periodistas más famosos del mundo, está harto de las redes sociales. No tolera el trolleo anónimo de los cretinos que le pegan por Twitter si dice algo que contradice sus convicciones. Nos lo contó en su última visita a Chile, cuando hicimos esta entrevista en las oficinas de The Clinic. Jon Lee es un tipo simpático, para nada jactansioso. Posee la elegancia cercana del que ha vivido muchas vidas. “Tiene calle”, diría un conocedor de hombres. Sus aventuras son como las de Tintin, su historieta preferida. Le preguntamos por qué nunca había concluído sus estudios, y no pudo responder la pregunta. Saltó continentes durante la infancia, mientras otros niños saltaban acequias. En los últimos dos meses, ha estado en siete países. Entre medio murió su suegra y se graduó su hija. Es el autor de una de las más completas biografías de Ernesto Che Guevara, de quien no es necesariamente admirador. Ha conversado en persona con una decena de dictadores. Se sienta en la mesa de los poderosos con la misma naturalidad con que come crias de mono en Asia septentrional. Es un cazador de historias que, al parecer, nunca terminará el colegio.

Patricio Fernández, Pablo Vergara y Pablo Basadre
Patricio Fernández, Pablo Vergara y Pablo Basadre
Por



Y esos insultos que te llegan, ¿cuántos son? ¿Miles?
-No miles, pero cientos. Nunca antes en la vida me había sucedido, y por eso me pregunto: ¿para qué me he metido en esto? ¿Para qué de pronto tengo que tratar con el tipo que me grita desde el fondo del salón? Porque de pronto él está en el mismo plano que yo. Y por las normas no escritas de las redes sociales, lo tengo que soportar. ¿Y por qué? ¿Quién ha dicho eso? Y si yo me intento defender, mil me atacan mañana. Porque tengo nombre y apellido, me tratan de matar. ¡No jodas! ¿Para qué me voy a estar reventado de hígado? Antes no sabía que tenía enemigos; presumía que no era santo de devoción de alguna gente, pero ahora sí, me consta. Y no me gusta la sensación, porque, coño, son gente que están esperando para insultarte, vilipendiarte y atacarte. ¿Y para qué?

Jon Lee Anderson se queda callado un rato y agrega:
-Si yo los encontrara en la calle, les daría un cabezazo y les patearía por el culo.

¿Y por qué te metiste entonces en las redes sociales?
-Porque no sabía, nadie me advirtió que había trolles. Por la presión de la misma revista (New Yorker), que por favor, que hagas blog, que no sé qué. La chica de Twitter me inscribió. No tuiteé durante un año o dos; finalmente comencé a hacerlo, y ya.

Pero al mismo tiempo, estuviste en Libia.
-Sí.

¿Y las redes sociales ayudaron a las rebeliones en Libia, Egipto, etcétera?
-No tanto. Más bien era la televisión satelital lo que abría los ojos a los chicos en Libia. Eso realmente era más contundente. Twitter y Facebook comenzaron a pintarse en Irán en el 2009, en el levantamiento. Y se notó que era una buena herramienta organizativa. Pero también se notó en Irán que podía ser revertido por el régimen. Los chicos decían «vamos a organizarnos, vamos por no sé qué y, a tal hora, estaremos allá». Y el régimen también se enchufa y se dio cuenta y logró aterrorizarlos a través de las mismas redes sociales. Si hay un acto de violencia en contra de algunos, provocado por paramilitares del régimen en X esquina, los del régimen saben que en cinco minutos eso se va a regar por la muchedumbre. Y como buenos conocedores de su población, saben que un acto de terror selectivo puede atomizar a la multitud, cosa que sucedió. En semanas ya no había ningún levantamiento público, todo el mundo estaba en sus casas, aterrorizado. No tenían que matar mucha gente. ¿Y cómo se supo en una sociedad cerrada, de estos malos tratos y asesinatos de los chicos que iban a estas manifestaciones? Por sus propias herramientas: Facebook y Twitter. Lo de Libia fue más con los móviles y la televisión satelital. Internet les permitió abrir los ojos más: en Youtube, por ejemplo, los chicos de 18, 20 años, pudieron darse cuenta que los hijos de Gadafi se pasaban la vida bomba en Cannes con Beyoncé y no sé quién y con Cristal. Pero era más bien por eso, que por Twitter. No era una guerra en Twitter.

El colegio

La otra vez me contaste que no terminaste el colegio. ¿Cuándo comenzaste a escribir?
-Nací en California. Pero viví en Liberia en un momento. Y en Taiwán y en Korea y en Indonesia. En Colombia. Mi padre era asesor agrícola de la embajada norteamericana.

¿Y por qué no terminaste el colegio?
-Es complicado. A ver: yo fui a la primaria en Taiwan. A los diez íbamos a ir a Egipto, pero estalló la guerra del 67 y mi papá cambió su trabajo y por primera vez fuimos a Estados Unidos. Yo tenía once años, estuvimos diez meses, cambió de trabajo y volvimos a Asia, a Indonesia. Ese año fui a tres colegios en dos países: dos en EE.UU y uno en Indonesia. Y tuvimos que ser evacuados de allí por una enfermedad y volvimos a EE.UU. Yo no estaba muy conforme, me escapé de casa tres veces y me despacharon a mi tío en Liberia. Me pedían si quería ir a vivir con mi tío y yo dije que sí. No quería volver a los Estados Unidos.

¿Te encantaba Liberia?
-No. No me había gustado volver a EE.UU. Coincidió con la muerte de King y la de Robert F. Kennedy y las manifestaciones; todas las ciudades se quemaron, los vecinos eran racistas, los chicos en el colegio me llamaban el chino blanco por mi comportamiento. No entendía. No sabía la jerga, nada: yo era un chino en mi comportamiento. Entonces, ir a Indonesia me llenó de alegría y el fracaso ahí, porque tuvimos que estar hospitalizados, y ser evacuados, no sé qué, fue una gran desilusión. Entonces, mis padres me intentaron conformar con una estadía en el rancho de otro tío, en Australia. Lo que yo quería era vivir la vida silvestre. Y al volver a EE.UU. me escapé, hasta que me capturó la policía. En California. Había ido hasta la Sierra Nevada, porque quería vivir como un hombre salvaje. Tenía 12 años recién cumplidos. Llegué hasta las lomas de las montañas. Y me llevaron hasta Washington, porque estábamos de escala en California. En Washington me pusieron de nuevo en un colegio, y volví a escapar y me capturaron. No fue tanto.

¿Cuántos días alcanzaste a estar fuera de tu casa?
-No mucho. Uno. En el segundo caso -no recuerdo el tercero-, yo había sido taxidermista voluntario en el Museo de Historia Natural del instituto Smithsoniano el verano antes de ir a Indonesia y, entonces, sabía todo lo del museo: cómo entrar, los pasillos. Convencí a un amigo de escapar conmigo y le dije que íbamos a ir al Smithsoniano y vivir detrás de todas las vitrinas, vivir en el museo. Íbamos tirando dedo y él me convenció de que paráramos en la casa de su abuelo, que era un tipo… no me acuerdo su nombre. Poppi. Y Poppi era cool, decía él. Y él nos vio y nos dio whisky y puros. Era un día de semana y debe haber sacado sus conclusiones. Y nos daba whisky y puros y nosotros sintiéndonos los grandes nenes, cuando entraron nuestros padres. Nos traicionó el Poppi. El hijo de puta. Y nos llevaron de vuelta, castigados. Y ahí fue cuando empecé a meterme en líos y mis padres no sabían qué hacer. Mi mamá tenía un hermano geólogo que vivía en Liberia, que era una especie de héroe mío.

Tu carrera delictual comenzó como a los 12, 13 años.
-Claro, todo muy temprano. Y me mandaron, feliz de la vida, un año con él. ¿Pero la pregunta original era esa?

No. Cuándo empezaste a escribir.
-Claro. Hay varios hilos conductores. Lo de escribir es de más temprano. Mi madre es escritora, escribía libros para chicos de 8 a 12 años, tenía varios cuentos; inculcaba el culto al libro en la casa, nos leía cuentos todas las noches, nos compraba libros. No teníamos televisión. Cuando yo tenía unos ocho o nueve años, en Taiwán -seguro que fue idea de ella- me incentivó a que tuviera un periódico de barrio, probablemente para despistarme de alguna hazaña peligrosa, porque yo iba mucho al bosque en Taiwan, a buscar culebras y Taiwán es uno de los lugares donde más culebras venenosas hay. Entonces, vivían con pánico conmigo, no sabían qué hacer. Y ahí inventó que trabajara en un periódico de barrio. Ella lo mecanografiaba y yo era el editor-reportero y empleaba a mis amigos como periodistas. Tuvimos varios números, no recuerdo cuántos. Era como chisme de barrio.

¿Y hablabas taiwanés?
-No. Aprendí mandarín, algo. Por norma, vivíamos como norteamericanos expatriados en colonias con otros norteamericanos, en la escuela internacional. Pero mi mamá, que era muy bohemia, nos metía una y otra vez en escuelas locales. Entonces he pasado un sinfín de experiencias educativas. Me preguntaste por qué no había terminado el colegio. De hecho, me puso en un colegio chino, pero me asusté porque me jalaron los pelos, de hecho el profesor…

¿Cómo? ¿Te sacaron los pelos?
-Yo era muy rubio. Entonces, la clase entera se me vino encima y me empezaron a sacar los pelos. Porque era peludo y ellos no lo son. Muy rubio. Yo tenía cinco años, habíamos vivido en Colombia antes y antes de eso en Corea. Pero habíamos venido de Colombia y de pronto me encuentro en una aula llena de treinta chinos y en esa época los chinos eran bastante paramilitares, el Kuomintang de Taiwan era el reflejo ultra nacionalista de lo que pasaba en la China de Mao. Los chicos tenían, recuerdo, uniformes como paramilitares, caqui creo, pero eran uniformes semi militares y todos tenían el pelo cortado con plato hondo. Era muy regimentado. Entonces, eso no funcionó, y me pusieron en la Escuela Internacional, pero igual aprendí algo de mandarín. Puedo contar hasta cien y decir hijo de puta. Pero no me sirve de nada. ¿Por qué no terminé el colegio? Es porque, eso fue en 8º grado, último año de Middle School, pre Highschool. Me obligaron a volver a Estados Unidos con la familia, pero no quise volver, me quise quedar en África. Y fui a primer año de colegio en una escuela de Virginia, fuera de Washington, y ese año me metí en tantos líos, tantos, que la familia decidió abandonar Estados Unidos. Tenía catorce años, cumpliendo 15.

¿Qué tipo de líos?
-No asesiné a nadie, pero hice de todo menos eso. Todo lo que te puedes imaginar como un joven delincuente. La familia decidió marcharse de Estados Unidos, en parte motivado por mí. Mi padre quería emigrar a Australia, porque pensó que me podía salvar ahí por la experiencia que había tenido en un rancho cuando tenía 11 y 12, algo que me había sentado muy bien. Pero mi madre no quería ir a Australia; significaba, para mí y mis hermanos, revertir y perder un año, porque el año escolar es opuesto y creo que tampoco quería estar en el culo del mundo. Ella insistió en Inglaterra, nunca supe exactamente por qué. Se fue delante y buscó un pueblo para que viviéramos. Y era el pueblo de John Fowles, en Dorset, Lyme Regis. Según ella, lo escogió al azar: manejó desde Dover al occidente y encontró Lyme Regis y nos llamó. A mí me pusieron en una escuela inglesa y me brincaron un año. Tenía 14, y no es que hubiera estudiado nada en noveno grado, en primer año de colegio, el año fatal en EE.UU. De hecho, creo que mi educación general termina a los 13 años, quizás 12. A los 12 estuve en tres colegios; a los 13, en Liberia. Colegios públicos.

¿Cómo era Liberia?
-Monrovia había estado bajo el dictador “benevolente”, como lo llamaban, William Vacanarat Shadrach Tubman Junior. Había estado de dictador desde los años 30. Él fumaba puros y andaba con un sombrero que pasó de moda en los años 20 en los EE.UU. Yo lo conocí, vino a la promoción en el colegio y le di la mano. Fue uno de los primeros líderes en el famoso madame Tussait de Londres, porque era como el único aliado norteamericano en África en una época en que EE.UU. no pintaba en África, porque Liberia es un país de ex esclavos. El colegio era de hijos de mercantes libaneses, hijos de los poderosos. El jefe de la FBI, de la CIA. Los Campbell, eran terribles. Casi me echan del país por fajar con el hijo de él. Y el hijo de Tolbert era mi mejor amigo. A Tolbert después lo mató Doe. Habían hijos de geólogos, porque existía una sucursal de la US Geological Services, que estaba mapeando a Liberia. Entre ellos estaba mi tío, que creo que era el jefe del grupo. Era una escuela pequeña, internacional. Libaneses, unos cuantos americanos y liberianos de elite. Se trataba de un pueblo. Y yo iba cuando podía a la selva, al interior, con el cocinero de mi tío. Y ahí es donde comienzo a adentrarme en la selva y me dan un nombre, Saki, los de la etnia kpelle, y bailó por primera vez con ellos. Cada vez que podía me escapaba al monte. Durante dos meses, después de navidad en ese año, por acuerdo previo, mis padres y mis tíos dejaron que fuera solo al este de África. Se supone que me iba a quedar en Uganda, Kenia y Etiopía con amigos, qué sé yo; viejos amigos nuestros como el director del Cuerpo de Paz en Addis Abeba, otros eran no sé qué cosa en Uganda y mi papá conocía a una pareja en el Cuerpo de Paz en Nairobi. Pero lo que hice fue llegar y tirarme al monte. Y se supone que iba a ir por tres semanas y me quedé dos meses. Me metí en muchos problemas en África. Mis padres no sabían en dónde estaba. Y yo, feliz de la vida. Me pasé entre Uganda, donde Idi Amin acababa de tomar el poder, y fui a cazar elefantes con un reverendo loco evangelista.

¿Cazaste alguno?
-No, felizmente no. Pero estuve con él en el monte una semana cazando. Y me alegro de no haberlo hecho, ahí aprendí que no debería matarse a los elefantes. Estuve en Kenia; fui a Tanzania y trepé el Kilimanjaro. Acababa de cumplir 14 -esto fue en enero-febrero de 1971-, después fui a Etiopía y me quedé con la familia del director, Jack Mills. Pero me marché en un tren hasta Arar y no volví, perdí el avión, y todo el mundo estaba enojado conmigo. Volví a Liberia un poco castigado.

¿Te interesó África?
-Me encantó, porque me había criado en Asia y algo de América Latina, y lo silvestre, lo no explorado, me llamó la atención. Yo no me quería quedar en la ciudad, me quería meter en el monte, que es lo que hice. Entonces, era peor mandarme a África, porque hice lo que me daba la gana. A esa edad no tienes miedo, ninguno. Anduve solo en el Serengeti, tomé un bus de los nativos hasta donde iba y comencé a caminar y dormí solo y feliz, sin miedo. Yo iba a caminar hasta el lago de Tanganika por el Serengueti. Era la utopía misma. Recuerdo hasta el día de hoy la sensación. Y después de la primera noche, imagínate, me levanté en la madrugada con antílopes cercanos, y unos animales que son como una especia de roedores, que ladran. Y comencé a caminar. Estaba en medio de la nada, en una huella. Hasta que unos científicos británicos aparecieron después de varias horas en un Land Rover. Yo he visto fotos mías de esa edad: era chico. Ellos se quedaron con la boca abierta. Sucede que eran biólogos de leones y estaban estudiando una familia que vivía muy cerca de donde había yo pasado la noche. Me metieron en el Land Rover y me preguntaron muy disimuladamente y yo, inocente, les conté todo mi plan y ellos me convencieron, en el transcurso de la carrera, porque estaban yendo rumbo a una pista aérea en el monte, donde una avioneta iba a recoger a su director y llevarlo a Nairobi. Me convencieron que fuera con él. Yo tenía 14 años, y entonces la idea de un vuelo gratis… Volví a Nairobi. No fui hasta el lago Tanganica.

El miedo

Ahí no conocías el miedo, dices. ¿Cuándo lo conociste?
-(Una larga pausa) Supongo que cuando fui a la guerra por primera vez. No. En prisión. Pero esa es otra historia, no sé si conviene contarla todavía. Pero te voy a responder la pregunta de por qué no terminé el colegio: finalmente, volví a Estados Unidos desde Liberia y fue para peor. Llegué a Inglaterra con 15, pero me pusieron con los de 16 que habían pasado toda la preparatoria de la educación general inglesa. Me pusieron a estudiar, muy específicamente, los Tudor y los Stuarts. Y Chaucer. Lenguaje y literatura inglesa, a los 15 y sin ningún antecedente. Estuve dos años y eso fue el final de mi educación.

Esa fue tu formación académica.
-Sí. Luego me marché, intenté marchar a África de nuevo, no llegué, y terminé en Honduras. Y después de un año de andar por el mundo en la familia me obligaron a ir donde mi madre, que ya era profesora en la universidad de Florida. Y estuve un año y medio ahí, antes de escaparme a Perú.

Y la primera escena de terror, de miedo, ¿cuál es?
-Bueno, no sé si terror. Yo fajaba mucho, pero no tenía miedo. Una vez me asaltaron duro, cuando tenía 17, y me sacaron la mugre. Fui hospitalizado. Fueron unos maleantes en Francia. Se pasaron como cinco minutos pateándome la cabeza, casi me matan. Tuve la mala suerte de toparme con una banda que acababa de reagruparse, porque el jefe era ladrón de bancos -no era poca cosa- y acababa de salir de la cárcel. Yo estaba tirando dedo a la medianoche en un pueblo de Bretaña, volviendo de Marruecos al colegio, durante mi segundo año en Inglaterra. Y pasó un carro y me gritaron y yo les hice así con el dedo. Naturalmente, ellos volvieron y… coño, apenas logré impedir el primer golpe y ya lo demás, coño, me echaron mierda. Pero no fue exactamente terror. Terminé hospitalizado. Capturaron a los tipos al día siguiente y no pude pensar o ver bien durante como dos semanas. Era duro, daño cerebral, y regresé al colegio y no pasó nada. Durante una semana pensé que no iba a volver a la normalidad; tenía miedo. No le conté a nadie, estaba hasta alucinando. Si yo no era buen estudiante, era seguramente por los golpes a la cabeza, jajaja. Pero terror como tal, no tanto. Debe ser la primera experiencia en la guerra. Ser emboscado en Nicaragua, la primera vez que sucedió eso, fue terrorífico.

¿De cuándo estamos hablando?
-1983. Me pasé una semana con unos rebeldes nicaragüenses en un viaje de inteligencia. Era a pie: de noche caminamos y de día, siesta, pero un sueño leve. Era en bosques espesos, cerca de pueblos donde ellos querían recoger inteligencia. Al final, descubrí que estaban haciendo una lista de gente que matar. Estos eran los Contras. Yo estaba ahí como periodista, para ver lo que hacían. Pero después de una semana te haces la ilusión que estás protegido por el grupo: ellos saben más que tú, son experimentados, curtidos en la guerra, no sé qué. En la última noche de la gira, después de una semana, volvíamos y era una noche de lluvia, y me caí como siete veces, me desbarranqué. Era lodoso, selvático y con una lluvia de perros. Caminamos por la orilla de un río, mucho. No se podía ver nada. Ellos iban a emboscar a un convoy que debía pasar en la madrugada, y teníamos que llegar antes por la loma que sobremiraba la parte del camino donde iban a hacer la emboscada. Entonces, no solamente me sentía protegido, sino que ellos iban a ser los agresores.

¿Ibas con los agresores?
-Claro. Y llegamos al sitio, un pinar que tenía una buena óptica del camino, un camino de tierra por donde podían pasar camiones del ejército. Y como me había desbarrancado tanto, mi pantalón estaba roto desde el tobillo hasta los huevos; era una falda. Y me había sacado la mochila para ponerme los otros pantalones y lo había logrado hacer, pero estaba descalzo cuando de pronto caímos bajo fuego. Nosotros estábamos siendo emboscados y todo el mundo se esfumó. Menos yo, que estaba tratando de ponerme las botas detrás de un árbol. Y vi las ráfagas encima de la cabeza, como un abanico. Y un ruido terrible. Me imagino que caí en shock, porque de pronto no vi a nadie -estaba todo en tinieblas, era justo premadrugada- y no sabía realmente lo que estaba pasando. Estaba descalzo y quería ponerme los calcetines para colocarme las botas. Y de pronto escucho que me llaman, que todos estaban en unas trincheras por ahí. Veía solo sus cabezas y me estaban gritando y yo no podía escucharles por las ráfagas. Les decía «what?». Me gritaban: «¡corre!». «Pero mis calcetines». O «mis botas», no sé qué, respondía yo. No sé cuánto duró esto, probablemente segundos. Y de pronto escuché decir «fuck the sucks» y, entonces corrí sin las botas. Estaba en shock; en lugar de llevar las botas corrí descalzo y alguien tuvo luego que recogerlas y cuando me las puse, corrimos, y fuimos durante cinco horas corriendo loma arriba para llegar a la frontera, para que no nos mataran. Eso supongo que fue terror. La primera vez que me caí en una emboscada. Fue un valioso susto.

¿Partiste a la guerra después de la cárcel?
-Sí.

¿Saliste a buscar guerra?
-Sí.

Y la primera guerra a la que partiste ¿cuál fue?
-Guatemala.

¿Por qué estas ganas de ir a la guerra? Bueno, después de la cárcel, te faltaban las guerras…
-Exacto. Sentí que había vivido todo, menos la guerra. Y algo de guerra había sentido. Había habido reyertas armadas, tiroteos, vainas, en la cárcel, pero no había vivido la guerra.

¿Es verdad que los corresponsales de guerra se envician?
-Algunos. Yo no soy nada vicioso. Simplemente es un bicho conocido, entonces uno puede hacerlo. Es como saber jugar baloncesto. O carrera de caballos. O de autos. Lo aprendes y lo sabes hacer y entonces lo puedes hacer. No representa el mismo desafío que la primera vez. No creo que fui adicto a la adrenalina, aunque reconozco lo que es. Pero la adrenalina en realidad es el miedo. Vives con miedo. El miedo es el constante en una guerra. Entonces no es tanto valor, sino es sobreponerte al miedo y controlarlo. Me imagino que un boxeador tiene que sobreponerse al miedo de ser golpeado. ¿Es valiente? No sé lo que es. Hay gente que no puede aguantar ser golpeada, que les afecta. Y otros que sí pueden aguantar el golpe. Es algo así.

¿Cuál es la más cruel que se te viene a la cabeza?
-Bueno, Guatemala y Salvador fueron guerras de terror. Todo era terror. Si aquí en el Cono Sur, lo que hacían los aparatos de seguridad era desaparecer los cuerpos, allá era la exhibición de los muertos. Fueron dos ciencias de terror que se utilizaron. A veces desaparecían los cuerpos, también. Y de hecho asesores militares chilenos fueron para allá; ayudaron a formar los Contras. Pero las tácticas del terror estaban bastante estrenadas cuando llegué a Centroamérica. Y era la exhibición de cuerpos ajusticiados, decapitados, descuartizados. Tú no podías encontrar a un salvadoreño en el año 84 que no hubiera visto las cosas más macabras. Un país pequeño en donde, qué sé yo, apilaban cuerpos en la orilla de la esquina de la plaza. Eso es terrorismo, porque el propósito es atomizar a la población, neutralizarlos, así como acá funcionaron las desapariciones. El propósito es, sí, deshacerse de alguna gente, pero tiene una doble función, que es neutralizar al resto de la población. Y yo llegué a Centroamérica en una época en que ya habían hecho eso o lo estaban haciendo. Estaba muy consciente de esto como joven corresponsal radicado en estas capitales, en donde el poder establecido estaba haciendo estas cosas desde las casas presidenciales. Uno estaba en presencia de estados sicarios, un sicariato institucionalizado. Las policías eran como asesinos en serie uniformados, una perversión de la sociedad… Bueno, no les tengo que contar a ustedes. Era la versión guanaca u hondureña o chapina de lo que pasaba aquí, pero con una dosis adicional de asco por el componente racista. Y francamente oligarcas. En esa época en El Salvador, si eras pobre, o eras pobre o te marchabas. No ibas a ganar nunca más de un dólar al día, porque las 14 familias lo tenían todo. Unas pocas industrias. Si tenías mucha suerte, te podías montar una casucha al lado del ferrocarril, porque era tierra de nadie. Era muy brutal. Los terratenientes eran feudales.

¿Mataban ellos?
-Los de Sola, yo los he conocido. Ellos financiaban a Roberto D’Aubuisson, a los escuadrones de la muerte. La guardia nacional, la policía de hacienda, estaba a su servicio. Formaron el ejército secreto anticomunista, los grupos de escuadrones de la muerte que mataban a quien querían con la anuencia del Estado. Los democratacristianos eran matables. Era muy fuerte eso. Y el campesino es indígena, entonces es detestado porque es un bicho, no es un ser humano igual. Imagínate en Guatemala. En Guatemala el poder era muy fuerte en la capital y todavía sentías la época del virreinato, de la Colonia. Salías de la capital y era gente indígena en sus huipiles, en sus milpas. Y asesinados como corderos. Recuerdo haber visto decenas de aldeas arrasadas en el año 82. Fue el primer lugar donde fui. Y en esa época los escuadrones salían de la casa presidencial, del cuartel policial de la casa presidencial. En Mitsubishis blancos, sin placas, para matar gente. No había estado en la ciudad de Guatemala dos días cuando escuché en la otra cuadra una ráfaga, y de pronto vino uno de estos carros, un tipo con bigote, con chaqueta de cuero. Y el que estaba conmigo me dijo «mira al suelo, mira al suelo» y en lugar de eso me quedé mirando a los tipos, y después pensé que me iban a seguir, pero acababan de matar a no sé quién. Esto fue en el 82. Mi primer dictador fue Ríos Montt. Lo entrevisté. Y salí al campo…

Has entrevistado a varios dictadores latinoamericanos.
-En realidad, Ríos Montt, Pinochet, y algunos ex. Otro ex guatemalteco. Los salvadoreños ya estaban muertos. Ex jefes de la parte militar. Conocí al padre de La Mano Blanca en El Salvador la noche antes que lo asesinaran. El jefe de la guardia nacional, Chele Medrano. Y en la mañana siguiente lo mataron. Lo entrevisté y lo mataron, fue muy extraño. Directamente entre los ojos. Tenía la misma ropa puesta con que lo entrevisté. Entrevisté a Maurice Bishop, fue un disparate, de Grenada, antes que lo mataran, también. Intenté entrevistar a Desiré Bouterse de Surinam, pero…

¿Y Pinochet era distinto?
-Era clásicamente militar.

Literatura y malos

¿Tú escribes literatura o haces periodismo? ¿O da lo mismo?
Yo no diría que escribo literatura. Tampoco, no sé lo que es. Hago estas cosas, intento escribir bien. Periodismo suena bastante reduccionista. No es que uno eluda el afiche, la definición, pero siento que eso no es lo que hago específicamente.

¿No es noticia lo que buscas?
No. Yo puedo hacerlo, y lo he hecho. Pero son las partes menos satisfactorias de mi vida profesional. Es decir, inclusive en las épocas en Irak y en Afganistán. Me sentí obligado editorialmente de hacerlo, reconocía la importancia, podía interceder con mi voz, moldear la opinión pública. Tiene su encanto, su atractivo. Pero no pude darme el gusto de escribir bien. O tratar de escribir bien. O ser creativo. En estas primeras piezas está mi voz, de alguien que está intentando encontrar su tono de escritor, su nivel como escritor, y buscando el sentido de estas experiencias. Creo que siempre tuve presente que iba a ser escritor. Aunque por años y por épocas no lo andaba pensando. Pero siempre era como la tarea pendiente.

Vivir y después…
Sí. Y de hecho los escritores que yo leía más, y que eran mis más grandes referentes, eran escritores con vida, no eran escritores de bureau. Para mí era muy importante tener la vida activa, la vida exterior, la vida real, además de la vida interior.

Tú tienes un perfil de Taylor, donde está el horror de la barbarie. Terminas diciendo que alguien mate a este gallo. ¿Cómo fue conocerlo?
Coño, espeluznante.

¿Ha sido la peor persona que has conocido?
Yo creo que sí. Como líder. Es un sicópata. Es decir, yo sabía en su presencia que estaba con alguien totalmente malo, y que él lo sabía. Un sicópata.

¿Y Pinochet qué te pareció? ¿Te pareció un hombre malo?
No, es distinto. Sabía que era malo, pero no era del todo malo. Es decir, era un militar que creía en su ideología. Él venía de una generación totalitaria, en donde hacían la guerra total y era costumbre matar así como él mató a sus enemigos. Él proviene de la estirpe de los totalitarios de los años treinta y cuarenta. Él era el último: era Hitler, Stalin, Franco, Pinochetico, fue el último. Y Videla. Eran los últimos de los totalitarios de ultraderecha del siglo XX. En el decenio cuando él se entrenó como un joven oficial, los oficiales eran prusianos. Me imagino que el joven Pinochet apoyaba netamente al Eje. Él y sus compinches, Stroessner y Banzer y Videla y esa gente fueron los últimos nazis. Eran anticomunistas, eran anti todo, eran los últimos nazis. Pero, claro, habían atenuantes: eran latinoamericanos, eran de otra generación, ellos creían que eran parte de una gran batalla en el mundo, veían la Guerra Fría como una cosa monolítica, absoluta.

Había ideología.
Sí. Había ideología. Eso es lo que hasta cierto punto les salva. Yo lógicamente los puedo comprender. Puedo aborrecer lo que hacían, pero hay una argumentación lógica.

¿Taylor, en cambio?
No. Él es malo: él mata para tener el poder y ser rico. Y le gusta ser malo. Es malo. Pinochet no hizo lo que hizo por maldad. Él pensó: «hay que hacerlo para salvar la patria». Aún sabiendo que en ese cuarto allá, en ese cuartel, estaban golpeando gente hasta la muerte o ajusticiándolos. Pero era un «mal necesario», esa pipa que fuman los soldados, un «mal necesario» para la patria, no sé qué. ¡Qué cosas no se han cometido en la historia por esa noción! Él quería construir un Estado, él quería un Estado benevolente, eventualmente en orden, él quería un Estado, visualizaba una especie de utopía propia en que nadie mataba, me imagino. Pero en Taylor, él se nutría de la muerte y del terror. Y era la base de su poder. Es una cosa muy africana, tiene que ver con las sociedades secretas y toda una noción de lo que es el poder, donde el poder es malo. En México el poder es malo. La relación del mexicano con el poder es bajo una noción del poder nefasto, siempre.

Hace poco estuviste con un zeta encargado de deshacerse de cuerpos.
En América Latina se mata más gente que en cualquier otra parte del mundo. Creo que de los cinco países donde más se mata, cuatro son de América Latina. La criminalidad endémica, la insurrección permanente del bajo mundo, la convivencia del orden establecido con la criminalidad está dada en América Latina. Se ha entregado parte de la soberanía al bandidaje, a la criminalidad. En México, Honduras, Guatemala, El Salvador, en Venezuela; en Colombia se está saneando ahora y hay aspectos de ese problema en Brasil, en Argentina quizás, Paraguay es un hueco negro, es un estado fallido. En fin, es un síndrome común. Ha habido etapas en que parte de ciudades norteamericanas también han sido tomadas por las pandillas. En la época del crack había áreas en Nueva York donde los policías no iban, en fin. La pandilla de los crips y los Bloods en Los Ángeles. Está vinculado, todo está vinculado. Pero en América Latina se ha plantado bandera y eso es muy peligroso. En África también en algunas partes, en Asia también. Rusia entera es un país del hampa.

¿De qué crees que debieran encargarse los periodistas en estos tiempos?
Aunque no lo hago yo, esta cosa de investigaciones es muy importante. Debería haber más. Investigaciones serias. Todos nos sentimos enajenados de lo que pasa en el poder y en el mundo económico. Nadie entiende su relación con el movimiento del gran dinero, nadie. Nadie entiende la crisis de los banqueros en Estados Unidos y en Europa. Ni entendemos cómo es que alguna gente logra ser tan ricos y la relación de los gobiernos… Nadie la ha explicado bien. Es un reto mayor para el periodismo lograr hacerlo. Y es el comprender. Porque ahí el problema es que con estos líos es donde se forman las ideologías tóxicas, de resentimiento y de sospecha, y de teoría de conspiración. Es siempre ante la ignorancia. Entonces, yo digo: yo también desconozco, no entiendo estas cosas. Pero entonces necesitamos raciocinio y conocimiento de verdad para poder construir y tener entendimientos en donde nos alejamos de la teoría de la conspiración, de las rencillas, de comportamientos continuos de recelo hacia ciertos sectores de la misma sociedad u otra. Tenemos que apartarnos de las teorías de la conspiración y de las confabulaciones. Y la única forma de hacerlo es indagar. Hay muchas tinieblas y muchos baches de información. Todavía en nuestras sociedades supuestamente abiertas y democráticas, todavía hay. Y nunca logramos establecer del todo una explicación ni para nosotros mismos, mucho menos para el público. Creo que es el esfuerzo máximo que hemos de ejercer, siempre: fiscalizar el poder. Pero no solamente el poder político, lo que dice tal, los candidatos, no sé qué, sino de qué se componen nuestras sociedades.

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