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Opinión

10 de Julio de 2013

Editorial: duérmete niña, duérmete ya

He escuchado más de una vez durante los últimos días, a propósito de las niñas violadas y embarazadas, que a los que debiera matarse, en realidad, es a ellos, a los violadores, antes siquiera de pensar en acometerlas contra el recién gestado. Que debiera reponerse la pena de muerte en lugar de especular acerca del […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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He escuchado más de una vez durante los últimos días, a propósito de las niñas violadas y embarazadas, que a los que debiera matarse, en realidad, es a ellos, a los violadores, antes siquiera de pensar en acometerlas contra el recién gestado. Que debiera reponerse la pena de muerte en lugar de especular acerca del derecho al aborto. Así consiguen equiparar la interrupción del embarazo con un crimen, y en esa equivalencia, ni que decirlo, la inocencia de un proyecto humano, anterior a la idea misma del pecado, es incontestable.

Si se trata de ensalzar la pureza, nada lo es tanto como aquello que aún no nace. Ha de ser por eso que espanta tanto el crimen de Antares de la Luz: el “angelito” que recién comenzaría a tiznarse con las grisuras de la vida, se encontró de golpe con la locura humana, y murió carbonizado. Durante esos mismos días, un médico de provincia asesinó a sus tres hijos, pero no impresionó tanto. Uno de esos niños tenía casi la misma edad que estas nínfulas embarazadas. La mamá de Belén dijo que la mocosa también tenía su responsabilidad en la historia, porque las relaciones sexuales con su padrastro habían contado con su consentimiento. No lo dijo, pero detrás de su imputación, creí escuchar que a la cabra también le gustaba. La familia no siempre es un lugar seguro. La cándida Eréndira, apenas había cumplido 14 años cuando su abuela desalmada comenzó a ofrecerla como prostituta. Si a Belén la violaba su padrastro, a María, que tuvo su hijo a los 12 años de edad, fue su padre sanguíneo quien comenzó a abusarla cuando cumplió los 7. Durante el embarazo se deprimió de tal manera, que dejó de comer. Su guagua nació desnutrida, y hasta el día de hoy permanece en CONIN, donde intentan recuperarla. María, cuenta su madre, dejó de jugar a las muñecas cuando nació su hija, que además es hija de su papá. Belén, la niña de 11, dijo por la televisión que también quería tener su guagua, y cuidarla. El Presidente de la República alabó ante las cámaras su buen criterio y madurez. No se detuvo a pensar que a esa edad las niñas todavía juegan con las muñecas.

Puestas en su mismo trance, sólo una niña imposiblemente madura, sería capaz de considerar la opción contraria. Esto explica que los niños a esa edad sean inimputables. Hagan lo que hagan, la ley los perdona. Yo tengo una hija de la misma edad de Belén. Si algo semejante le hubiera sucedido, jamás nadie hubiera debatido si correspondía o no que abortara. Ella nunca hubiera sabido que la horrible violencia que acababa de padecer pudo incluso crecer adentro suyo, romperle los huesos, arriesgar su vida, y, como si no bastara, terminar de confundir hasta el extremo su alma de vidrio y algodones.

A estas alturas, ya seguramente es mejor que Belén sea madre. Mientras convertíamos su caso en tema de sobremesa, la subimos al estrado. Sacó aplausos incluso del Presidente. A mi hija, un doctor le hubiera evitado al menos ese peso. Así, después, hubiera tenido la posibilidad de llegar a ser madre en mejor pie. No hubiera matado a ningún niño, como los abusadores de las palabras le llaman al embrión. Esa culpa no la habría cargado jamás, porque a las niñas de su edad, no les corresponde decidir al respecto, ni saber más de la cuenta. Si reinara la sensatez en lugar del discurso empalagoso, un médico, por razones profesionales, debiera tomar esa decisión. Ya se discutirá hasta qué edad, pero a los 11, sin duda. En fin, busquémosle el lado bueno a la tragedia. La discusión sobre el aborto se ha instalado con fuerza. Lo primero es la batalla por el lenguaje. Recuperar la exactitud. Entender que la vida comienza antes del óvulo fecundado, porque tanto el espermio como el óvulo llegan vivos a ese encuentro, que no existen niños antes de nacer, ni guaguas siquiera, aunque es verdad que a partir de cierto momento, ayudados por la tecnología, las podemos ver nadando en un líquido amniótico. ¿Desde cuándo le llamaremos ser humano a esas células que se encuentran y transforman a lo largo de la gestación? ¿Cuánto derecho tiene una mujer sobre su cuerpo? ¿Puede acaso un violador obligarla a ser madre?

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