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Opinión

3 de Septiembre de 2013

Mi papá, un héroe invisible

Mi papá refugiando gente en mi casa, redactando recursos de amparo, yendo a los recintos de detención con órdenes judiciales en la mano para salvar vidas. Con mi mamá salían a las calles a recoger gente, algunos casi niños, no pocas veces el Fiat 600 sorteó las patrullas militares de milagro. Otras, con certificados de locura falsos, se metió a la boca de la bestia y rescató un detenido desde el Estadio Chile.

Juan Cristóbal Guarello
Juan Cristóbal Guarello
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La imagen romántica del GAP sobre el Ministerio de Obras Públicas disparando a las patrullas militares y descargando su AKA 47 hasta agotar las balas es la que los héroes de la revolución chilena sueñan. La inmolación frente a al rival superior en tropas, el vender caro el pellejo, el luchar hasta la muerte y entregar la vida a la revolución y ser consecuente hasta el último tiro nadie lo reprocharía. Hasta los más encarnizados enemigos se sacarán el sombrero sobre el cadáver del enemigo digno, que murió en el campo de batalla sin dar ni pedir cuartel. Es el héroe, el afiche, la inmortalidad.

El 11 de septiembre terminó una guerra visible, pero comenzó otra, subterránea. Los que murieron en ella tuvieron poco heroísmo porque no se les permitió luchar, simplemente fueron eliminados. Aquí no hubo ya fuerzas equilibradas no equidistantes, ni fuerzas acaso. Sólo el mazo que cae y fulmina. Y, sin embargo, algunos dieron batallas desprovistos de armas de fuego y sin jamás reclamar un afiche, un recuerdo ni apenas una oración de respeto. Fueron los pocos, es que con los dedos de una mano alcanza, que se enfrentaron al monstruo del poder total apelando al simple respeto al estado de derecho. Mi papá, abogado de 36 años entonces, puso un cartel en los tribunales de justicia pidiendo ayuda para defender a los acusados por consejos de guerra. Fue en septiembre de 1973, no existía Comité Pro Paz ni Vicaría de la Solidaridad ni nada. Lo inspiró el horror y la rabia que le da a todo hombre consciente el saber que se venía una masacre con la venia del Poder Judicial.

Alguien debía hacer algo, él, Fernando Guarello Zegers, sin militancia política, libre pensador, cercano a la derecha si se quiere, lo hizo. Sólo una persona respondió al cartel: el abogado Roberto Garretón. De los otros abogados en Chile, ninguno. No alcanzaron a trabajar juntos en la defensa de los perseguidos, cada uno hizo su formidable camino por separado. Mi papá refugiando gente en mi casa, redactando recursos de amparo, yendo a los recintos de detención con órdenes judiciales en la mano para salvar vidas. Con mi mamá salían a las calles a recoger gente, algunos casi niños, no pocas veces el Fiat 600 sorteó las patrullas militares de milagro. Otras, con certificados de locura falsos, se metió a la boca de la bestia y rescató un detenido desde el Estadio Chile.

Mi papá ayudó hasta que pudo, más de dos años, y luego volvió a sus labores particulares sin pedir jamás reconocimiento, sin recibir jamás recompensa. Esta defensa le significó un estigma en el Poder Judicial y no pocas veces sufrió fallos adversos sólo por haber defendido a los perseguidos por la represión. Hoy, decenas de los salvados por él están vivos, caminan por las calles y tal vez ya no tienen miedo. Mi papá murió ya, lo más seguro olvidado por ellos. Sin embargo, cuando llega el momento de buscar un héroe yo me quedo con mi papá. Subirme a un techo, disparar un arma y tal vez morir por la insondable revolución, yo lo hago. Recorrer calles, juzgados y cárceles y enfrentar al poder absoluto todos los días y sin vacilaciones para salvar a desconocidos es cosa de hombres de otra madera, reconozco que no soy digno.

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