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Cultura

6 de Septiembre de 2013

El legado “hipster”de Allende

Casualidad o destino, lo cierto es que Teresa Silva se transformó en la custodia de los emblemáticos lentes de Salvador Allende, luego de aceptar -como si se tratara de un macabro tour- la invitación de dos carabineros para acceder a La Moneda. Allí, bajando las escaleras, tropezó con una parte de ellos, los guardó durante años y finalmente los donó al Museo Histórico Nacional. Hoy, los anteojos del ex presidente, justo 40 años después de su muerte, se han transformado en el nuevo grito de la moda. Hasta Zamorano los usa.

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Redacción: Claudio Pizarro

“Cuando vino el golpe, mi marido estaba en Costa Rica levantando un departamento de Historia y yo estaba sola con mis niños en la calle Holanda. En ese momento pensé lo preocupado que podía estar por lo que estaba sucediendo en Chile, sin saber de nosotros, y me fui a los cables internacionales, frente al Teatro Metro, y le puse uno diciéndole que estábamos todos bien. Cuando salí había una diarera y le pregunté: “¿cree usted que yo pueda ir a La Moneda?” Me dijo que si no le tenía miedo a los pacos, que fuera. Caminé por la calle Moneda, había un pelotón de militares en la Intendencia, y luego me dirigí hacia la puerta principal de La Moneda. Había una chica de unos 20 años que estaba en las mismas mías. Me dijo “tú sabes donde queda Morandé 80” y yo le respondí que como no iba a saber si había vivido cerca de La Moneda desde los 7 años y que la Plaza de la Constitución era el patio de mi casa, que de chiquitita había visto la matanza del Seguro Obrero y la arremetida de Gabriel González Videla contra los comunistas.

Llegamos y habían dos carabineros parados en la puerta ¿Qué cómo fue posible que nos dejaran entrar? Bueno, esa chica tenía 20 años y yo 39. Debieron haber estado muy aburridos o se querían hacer los interesantes. La cosa es que el carabinero me pregunta si me gustaría subir, le dije que bueno y, cuando cierran las puertas, tomo conciencia de que estamos en plena revolución, que nos podían matar y nadie iba a saber nada. Así que empecé a nombrarle a todos los personajes que se me ocurrieron que podían ser amigos de Pinochet, como que eran íntimos amigos míos. Me acuerdo que a la izquierda había un zócalo grande que había provocado una bomba y a la derecha, en la escalera, había papeles, hollín, tierra y un programa de Quilapayún. Entonces lo pesqué y dije que me lo llevaba porque nadie me iba a creer que había entrado a La Moneda. Seguimos subiendo, llegamos al segundo piso y uno de los carabineros me dice si me gustaría ver donde murió Allende. Le dije que sí. La otra niña comentó que no se atrevía, pero después igual me siguió. Todo estaba en semi penumbra, encendí un fósforo, la mano me tiritaba, y vi que en el sillón estaban la sangre y los restos del Presidente. Fue una escena muy fuerte. Impresionante. Uno de los carabineros nos dice que desde esa ventana había disparado Allende con la metralleta.

De repente estos tipos tomaron conciencia de lo que habían hecho, les bajó susto y nos dijeron que prometiéramos que no le íbamos a contar a nadie que habíamos estado en La Moneda. La cuestión es que yo iba bajando la escalera y con mi pie toco algo. Me agacho y era la mitad de los anteojos de Allende. El carabinero me dice que ojalá no sean los anteojos de Allende porque los andaban buscando. Yo le dije lo siento, soy esposa de historiador, y estos anteojos no se los paso a nadie, por ningún motivo. Se lo dije con tanta vehemencia que no se atrevió a decirme nada. Después los envolví en el programa de Quilapayún, me fui y dejé a esta niña en Los Leones con Providencia. Me acuerdo que se casaba dos semanas después. Nunca más en la vida la vi. Después llegué a mi casa y, en una cajita de galletas de lata, guardé los anteojos sin que nadie nunca los tocara. A veces se los mostraba a gente de la oposición o del gobierno, pero nadie podía tocarlos. Algunos me decían que vendiera los anteojos al Museo Histórico de Nueva York, que me pagarían una fortuna. Después llamé a la Sofía Correa, directora del Museo Histórico Nacional, que había sido alumna de mi marido, y le conté. La única cosa que te pido, le dije, es que no dejes por ningún minuto solos los anteojos y que nadie los toque. Y así lo hicieron.

La Sofia Correa hizo una invitación a la Tencha, a la Isabel Allende, a la directora de la Biblioteca Nacional, a mi familia y yo conté todo esto que te he relatado a todo el público que estaba presente. La Isabel me dijo que cómo era posible que no le haya entregado los lentes a su familia, cuando a ellos no les habían dejado ni un alfiler, y que los lentes pudieron haber quedado en el museo de su papá. Yo le dije que los anteojos eran parte de la historia de Chile y tenían que quedar en el Museo Histórico Nacional. Yo creo que al final esto sirvió para corroborar de que había sido suicidio y no asesinato, porque ningún militar va a plantarle a los ojos un balazo, me entiende, es un suicidio típico. Los anteojos los examinaron. No creo que pueda decir algo más de ellos, sólo que eran bastante simples y no muy bonitos”.

Teresa Silva Jaraquemada

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