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11 de Septiembre de 2013

La historia de los pelados del ’73: Los soldados que asaltaron Santiago

Muchos apenas habían cumplido 18 años y no entendían lo que pasaba en el país. Pero estaban armados y una mañana se despertaron metidos en una guerra en que no habían enemigos aunque sí muchos blancos a los que disparar. Fueron 3 mil, y coparon calles, repartieron culatazos, violaron mujeres, mataron y murieron bajo las órdenes de los generales golpistas de Pinochet. Hoy están hechos bolsa, viejos, amargados y algunos alcoholizados. Ésta es la generación maldita que invadió Santiago y lo que les sucedió a partir de ese 11 de septiembre.

Por

Madrugada del 11 de septiembre, 1973. “El Boca de Rana” va contento en el bus, tranquilo. Sus compañeros están nerviosos. Conversan entre ellos. Van, dicen, a una guerra, a invadir Santiago. La mayoría de los conscriptos de la Escuela de Alta Montaña de Río Blanco que viaja en los buses rumbo a la capital tiene miedo. Gaspar Sánchez Frías, de 18 años, no.

-Yo siempre he sido medio malito para mis huevás. Es que en mi juventud estuve rodeado de puros huevones malos, gente mala. Robábamos carteras, le sacábamos la chucha a cualquier huevón. Yo iba contento -dice ahora, 33 años después.

En ese septiembre, tampoco le falta experiencia con el gatillo. Es de los pocos que ha disparado antes. Empezó cazando en los cerros; luego, en los nueve meses de Servicio Militar se especializó. En su grupo, es el tirador escogido. Le da al disco a 600 metros.

En Santiago, esa misma madrugada, Salvador Allende está reunido en la casa de Tomás Moro con sus hombres más cercanos. Por teléfono su secretaria Miria Contreras le advierte que camiones con tropas viajan de Los Andes a la ciudad. Allende le ordena a su ministro de Defensa, Orlando Letelier, hablar con el jefe de Guarnición de Santiago, Herman Brady. Y Brady dice que no sabe nada. Esos camiones no existen.

Pero existen. Y a mitad de camino algunos se devuelven a Chacabuco, a hacer hora y evitar ser descubiertos. En total, desde Guardia Vieja y la Escuela de Alta Montaña, esa madrugada viajarán más de 700 hombres armados, parte de los 3 mil soldados que ocuparán Santiago. La mayoría, jóvenes de la edad de Gaspar Sánchez, que se pasará la mañana frente a La Moneda, barriendo el palacio con su fusil SIG. En los días siguientes, golpeará gente, le disparará a detenidos y violará a una mujer presa en el Estadio Nacional. Todo, dice, siguiendo órdenes de sus superiores.

Hasta transformarse en lo que es ahora: un viejo de 50 y tantos años que vive en Los Andes. Alcoholizado. Arrepentido.

VÍSPERA

El día anterior, a Fernando Mellado (20), conscripto de la Escuela de Telecomunicaciones, sus instructores no le pegaron en el Parque O’Higgins como venían haciendo desde febrero. Fueron una seda con los 400 conscriptos.

-Había mucho golpe y violencia. Nos hacían hacer cosas estúpidas. Una vez nos levantaron a las seis de la mañana para que regáramos un patio con una cuchara de té.

Los conscriptos llevaban días ensayando los movimientos para la Parada Militar y cada error significaba golpes o la orden de cuerpo a tierra para recibir patadas, palos, culatazos. O marchar punta y codo por el picadero de la muerte, como le decían los pelados a la parte de la elipse que sus superiores regaban con latas, vidrios y piedras cortadas.

Ese día, además, los fusiles estaban cargados y con la bala lista para ser disparada, algo peligroso en prácticas de desfile. Los oficiales habían advertido que podían ser atacados por extremistas en el Parque.

El ejercicio terminó suave, pese a los errores cometidos. Los oficiales dijeron que no se preocuparan, que regresaran a la escuela a bañarse, comer y dormir, porque al día siguiente tenían que estar a las 3 de la mañana de vuelta, para otro ensayo.

-En el camión fuimos diciendo que esa huevada estaba mal, porque jamás el milico nos había perdonado algo -recuerda Mellado.

Ese día se acostaron a las cuatro de la tarde. Antes, sí, recibieron su dosis de porotos y la misma sopa sin gusto de siempre.

Esa misma noche, en la escuela de Alta de Montaña de Río Blanco, el conscripto Máximo Núñez (18) de la compañía Andina se echó a la litera como venía haciendo desde quince días atrás: en tenida de combate, con los bototos puestos y su fusil FAL, cargado, a mano.

A la medianoche lo despertaron y le ordenaron formarse en el patio. Ahí, junto a sus compañeros, le entregaron municiones.

El regimiento de Núñez es especial. Está metido en la cordillera, casi en la frontera, a 34 kilómetros del regimiento Guardia Vieja de Los Andes. En ese entonces lo dirigía el coronel Renato Cantuarias, un oficial considerado cercano a la Unidad Popular y al que Pinochet, viejo zorro, le mandó a su familia para que la resguarde, en caso de un fracaso golpista.

A la una de la mañana del Once, Núñez recuerda haber visto a Cantuarias paseándose por el cuartel, todavía al mando de su regimiento. Minutos más tarde, un mayor de apellido Carvacho lo reemplazó.

-Cantuarias andaba vestido como guerrillero, su pistola en el muslo y con su fusil, y media hora después lo vimos desarmado. Carvacho se apoderó de las tropas y si él no hubiera asumido, hubiéramos salido con Cantuarias y en Los Andes, nos esperaba el Guardia Vieja para aniquilarnos porque supuestamente íbamos a defender a Allende.

Hasta hoy, Núñez cree que Cantuarias trató de convencer a Carvacho y evitar que sacara las tropas. Pero Carvacho andaba con una ametralladora. Y aunque no lo vio apuntarle, Núñez saca sus conclusiones.

Las mismas conclusiones que en Santiago, a 80 kilómetros, sacó en el patio de la Escuela de Suboficiales el soldado Juan Molina (18), ya vestido y con dos café con leche y aguardiente en el cuerpo, fusil al hombro y frente al diminuto pero enérgico coronel Julio Canessa Robert, que les explicó la misión de ese 11 de septiembre:

-Hay que hacer una limpieza a Santiago.

ONCE, MADRUGADA

Esa madrugada, Patricio Flores (18) está de guardia en la Escuela Militar. Lleva cinco meses en el Servicio y le toca vigilar la puerta de Américo Vespucio. A la una de la mañana ve llegar buses. Son de locomoción colectiva. Muchos. Llenan el patio. Le dicen que son para llevar a los cadetes al Parque O’Higgins, a los ensayos de la Parada.

A las cuatro de la mañana, un oficial lo envía en un jeep con otros compañeros a buscar a su casa al coronel Nilo Floody, director de la Escuela. Floody los recibe de buen ánimo. Les pregunta cómo están. “Tienen que estar bien, porque van a pasar cosas importantes hoy”, les dice. Ellos no entienden nada.

Más tarde, en la Escuela, a Flores le cambian su FAL por un fusil SIG, con un arnés con cinco cargadores llenos y dos cajas de municiones de cien balas, y otras dos cajas de tiros sueltos que se echa en los bolsillos de la parka. Le retiran el casco de fibra que usan en la guardia y le entregan uno de acero, de guerra.

A las siete de la mañana, forman a todos en el patio. Un capitán les explica qué está pasando.

-Nos dijo que el Ejército se iba a tomar el poder, no lo mencionó como Golpe de Estado, pero al final gritó ‘¡Viva Chile, mierda!’.

El oficial termina su arenga diciendo que quien no esté de acuerdo puede dar un paso al frente y será respetado como un enemigo leal a su causa.

-Imagínese, estábamos a un costado de la Escuela, y al frente todos armados. Nadie dijo nada.

Un capellán después recorre las tropas, las bendice. Algunos pelados lloran.

Amanece. Los conscriptos entran a los buses y parten a la guerra.

A esa hora, por todo Santiago se entregan pañuelos color salmón y brazaletes con tortugas bordadas, el uniforme golpista. Y armas. A Eduardo R. (19), de Puente Alto, le toca una ametralladora punto 30 con cuatro cajas de mil tiros; a Fernado Mellado, un fusil máuser. Juan Molina, el subordinado de Canessa, recibe cinco cargadores, que amarra entre sí para que no cueste cambiarlos cuando se agoten.

Luego, los reparten por Santiago.

En la Escuela de Telecomunicaciones, los oficiales eligen soldados en el patio. Los conscriptos lloran cuando los separan de sus amigos. Fernando Mellado también, cuando lo elige un oficial, un comando de ojos azules que recuerda que era “más loco que la cresta”.

Con él parte a la Galería España, donde funciona ENTEL. Nadie ha dicho que es un Golpe. En la galería, sacan a los empleados que han madrugado. Allí van a instalar un puesto de comunicaciones para coordinar las órdenes con Telecomunicaciones y el comando central de Peñalolén, donde Pinochet pasa la jornada, rodeado de tropas y paracaidistas.

Cuando revisan las instalaciones de ENTEL, los conscriptos se encuentran con un técnico que les muestra algo que no conocen: un televisor que está recibiendo una señal del extranjero, a color.

-Quedamos con la boca abierta. Estaban dando una noticia en inglés pero no me fijé en lo que decían, sólo miraba los colores -recuerda Mellado.
A las ocho de la mañana, uno de los conserjes llega con una radio a pilas que da noticias: hay movimientos de tropas en el centro, una especie de Golpe de Estado.

Las tropas que se mueven, se entera Mellado, son ellos. Recién entonces empiezan los balazos en el barrio. En esa radio escuchará el último mensaje de Allende.

Las instrucciones que le dan sus superiores son simples: si ven a alguien raro, disparen primero al cuerpo y después al aire, por si después hay investigaciones. Así no se puede establecer qué disparo fue primero.

A José A. (18), del regimiento de Ingenieros de Puente Alto, el comandante Carol Urzúa le informa del alzamiento.

-Estaba cuidando en la papelera a los camiones que estaban en huelga, y nos llamaron. Urzúa dijo que la situación ya no se podía aguantar más.

Eduardo R. se demora un poco más: escucha las explosiones de los 16 misiles que lanzan los aviones sobre las antenas de Radio Corporación, del Partido Socialista. Entonces entiende que ocurre.

-Nos dijeron que era un Golpe, que de ahí en adelante los que mandaban eran los militares.

BATALLA

A las diez de la mañana, Gaspar Sánchez está en la Plaza de la Constitución con su SIG. Lo que tiene enfrente es una guerra. Y le gusta. Le dispara a La Moneda y a uno que otro perro de los que todavía hay en la Plaza.

-Ahí disparé caleta. Lo hacía pa’ huevear, por gusto; perro culiao que me ladraba, pah-pah-pah. Listo.

No está solo. Al Palacio también le disparan tanques y otros fusileros. En total, 50 mil proyectiles se lanzan sobre el centenario edificio.

-Yo estaba con el Luis Patiño, el rubio. Con ese huevón éramos los más malos en el regimiento. Sombra que se veía, tirábamos.

Cuando los Hawker Hunter lanzan sus misiles, Sánchez se fondea detrás de unos arbolitos. A casi cien metros, ve arder el edificio.

Juan Molina llega a la pelea por Alameda. Los oficiales que acompañan su columna -que viene a pie desde avenida Matta- están sin distintivos, confundidos entre los soldados para despistar a los francotiradores. Han dado pocas instrucciones a la tropa: el fusil, han dicho, pueden llevarlo a gusto: para disparar tiro a tiro o a ráfagas; con o sin seguro. La mayoría lleva el dedo en el gatillo.

Cuando los soldados llegan a Lord Cochrane con Alameda, los barren a balazos desde el ministerio de Obras Públicas. Son los francotiradores del GAP, con sus AK 47. Uno de los militares cae: el sargento Primero Ramón Toro Ibáñez, a cargo de la sección de Molina.

-Le pegaron un balazo en la cabeza y uno de mis compañeros agarró una subametralladora y disparó al edificio de donde salieron las balas.

Molina se parapeta. Algunos soldados se meten en los túneles de la construcción del Metro y se van a quedar ahí hasta el otro día. Pero la sección de Molina, sin mando, camina hasta La Moneda, refugiada en los muros y repeliendo balazos. Así llegan a Morandé con Agustinas, donde hay camiones y tanques. Por la radio de los vehículos escuchan que se trata de un Golpe. Se quedan ahí esperando órdenes.

-Después pasaron los Hawker Hunter. Al rato supimos que el Presidente había muerto. Vimos una ambulancia de campaña y que lo sacaban tapado con un chamanto.

La tarde se le va a Molina ahí, al lado de las ruinas del Palacio. A las cinco de la tarde, vuelven los disparos desde Obras Públicas y el Hotel Carrera. El cabo segundo Agustín Luna (22) recibe un balazo en el cuello. Muere.

El bombardeo a La Moneda sorprende a Patricio Flores arriba de un bus. Lo acaban de embarcar desde la Escuela Militar rumbo a Tomás Moro, la casa presidencial que los militares imaginan un búnker lleno de guerrilleros y que también es bombardeada por la FACH.

Su bus llega a la casa de Allende poco después que los Hawker Hunter la atacan. Los soldados la asaltan. Flores entra por atrás, por el colegio Sagrado Corazón.

-Nuestra misión era tomar detenidos. Pero sólo encontramos armas que botaron los otros cuando arrancaban, maletines con útiles de aseo y municiones. Parecía que avanzábamos y ellos iban delante. De los subterráneos sacamos AK 47, incluso en el porta fusil tenía un apellido con letras blancas, no me acuerdo cuál. Estaban todos con sus maletines con municiones. Había cigarros cubanos y tragos.

Máximo Núñez, el de Alta Montaña, empieza a moverse en cuanto terminan de caer los misiles sobre La Moneda. Desde la Escuela Militar, lo mandan a la embajada cubana, en Pedro de Valdivia. Se ubican en las casas de los alrededores y en la calle. A la una de la tarde, un par de balazos cruzan el barrio. Desde la embajada -donde está el ex GAP Max Marambio- contestan el fuego.

Núñez alcanza a protegerse.

-Yo pensaba que esto pasaba en las películas no más. Las balas silbaban. Yo también disparé. Se veían siluetas y le disparabas a lo que fuera. Después tuvieron que venir unidades más pesadas porque venía otro enfrentamiento y nos sacaron.

Lo mandan a La Pintana y, por la noche, a patrullar por Mapocho abajo con la orden de disparar primero y preguntar después.

-En la noche andábamos todos nerviosos. Nos decían que habían micros llenas de Carabineros, y que eran puros extremistas disfrazados.
A esa hora, lejos, en Puente Alto también empiezan las patrullas. A Rocha le toca pasearse por las poblaciones:

-Nos mandaron a mostrar la fuerza, el armamento. No era mucha la gente que se llevaba presa, porque los conocíamos a todos. Además, pocos salían. Los que más nos saludaban eran los niños chicos. Pero a los que pillaban en la calle les sacaban la cresta y se los llevaban.

Ese 11 se cierra en Santiago con 26 muertos. Aparte de La Moneda, en el único lugar en que se combate -y lo hace Carabineros- es en la población La Legua. En todo el país hay 36 muertos. Para cuando se termine el año, 1.823 personas habrán perdido la vida.

EL 12

Eduardo R. amanece en allanamientos. En los operativos, él no se baja: le cuesta demasiado andar con la metralleta Punto 30, capaz de tumbar murallas.

-A la gente se la llevaban al regimiento. A los primeros los metían en un vagón de tren, de esos que traían yeso, caliza. Ahí dormían, sin nada. Pero después, cuando había más, armaron un lugar especial con unas mallas. Los dejaban sin comida, y sin agua. Nosotros les llevábamos nuestra colación, porque ahí habían muchos compañeros de trabajo de mi papá, dirigentes de la papelera.

Ese día en el regimiento los visita el general Herman Brady Roche.

-Nos trató como lo último: con ése, la madre andaba colgando. A clases, oficiales, todos. Como era general, era autoritario. Si todos esos viejos deberían estar muertos, eran perros.

Hay allanamientos en toda la ciudad. Todos iguales. Gaspar Sánchez recuerda:

-Cuando íbamos, robábamos de todo: el azúcar, el pan. Era para nosotros, pero nunca relojes o anillos.

Las casas de las que Sánchez saca cosas no sólo son anónimas. En Tomás Moro, asegura, también hizo saqueos: se roba unos pantalones que atribuye a Allende.

-Los usé harto, no sé hasta cuándo. Al salir de civil, me iba con los pantalones del viejo.
En Puente Alto también hay excesos.

-La gente pedía que no le pegáramos. Pero nosotros éramos mandados. Una vez me tocó revisar a unas niñitas, bueno no tan niñitas, de 15 ó 16 años, y las tocamos bien tocadas. Yo como cabro joven a lo mejor me gustaba tocar a las chiquillas, pero para ellas debe haber sido molesto -recuerda Jorge (18).

La culpa, dice él, es de los oficiales. Especialmente de Vargas, un comando tan rudo que cuando sorprendía a un soldado fumando lo obligaba a comerse el cigarrillo. Encendido.

Eduardo R., también de Ingenieros, en esos días ve a dos oficiales golpeando a una mujer que había sido presidenta de una JAP en Pirque.

No todos se pasan la jornada allanando casas y pateando cabezas. Raúl López (19), un joven grande al que le dicen “Lagarto Juancho”, no se mueve de Canal 13, donde lo mandaron el 11. Escolta a los periodistas que salen a reportear. Cuida de Claudio Sánchez en el centro, va a Tomás Moro. Por la noche lo envían junto al soldado Juan Carlos Mesías Carvallo (19), un técnico y un conductor a Rancagua, a buscar al director del canal, el sacerdote Raúl Hasbún.

A la altura de Famae, cerca del cruce con Ochagavía, se encuentran con un tiroteo en un control de la FACH. El conductor, en vez de parar, acelera y quedan en medio de lo que parece un enfrentamiento.

-Una bala le atravesó el pecho al chofer y lo hizo perder el control. Chocamos con un jeep -recuerda López.

La camioneta arde. Pero los soldados no dejan de disparar. López y los otros se arrastran por el pavimento.

-Yo lloraba y les gritaba que éramos conscriptos, que veníamos de Telecomunicaciones y les daba el número de teléfono. Pero ellos pedían el santo y seña, pero yo no me acordaba.

Ese día la clave es marítima. El que pregunta debe decir “ballena” y el otro “gris”. Pero López, tapado con los cuerpos de sus compañeros, no atina.

-Vi morir a los tres que iban conmigo. A mi compañero lo decapitaron con ráfagas. A mí me llegaron nueve balas. Y al switchman, que estaba delante mío, debe haber recibido el doble.

Cuando para el fuego, un soldado se le acerca y le coloca una pistola en la cabeza. Le pregunta el santo y seña. López le muestra su pañuelo.

-Ahí me acordé de la primera parte y le dije “Ballena”. Él dijo: “entonces es verdad que eres milico”.

Horas más tarde, una ambulancia se lo lleva al Hospital Militar. “El Lagarto Juancho” termina su servicio con otro apodo: “El Nueve Balas”.

En el centro de Santiago, Fernando Mellado también recibe balazos. Monta guardia en la salida a calle Estado de la Galería España con el conscripto Juan Antilef (19).

-Estábamos pegados a la pared, conversando despacito y de repente llegó una ambulancia y se estacionó al frente. El Negro Antilef asomó la mitad del cuerpo y le llegó un balazo y cayó. Yo me agaché y me acerqué. Tenía la espalda destrozada. Me pedía ayuda.

Antilef muere al rato. Mellado pasa el resto de la noche fumando, sin arma. Llora.
A Gaspar Sánchez, por esos días le toca hacer otro trabajo.

-Como por el 15 nos mandaron a recoger muertos en un camión tolva al Mapocho. Recogí como cuatro personas. Estaban cortados por la mitad, sin brazos y piernas. Eran civiles. Los envolvimos en bolsas y los echamos al camión. No sé dónde los llevaron.

RAPIÑA

Los soldados se abaten sobre Santiago. La ciudad está a sus pies. Ellos -jóvenes que no cumplen los 20 y andan armados- representan a una autoridad que les ordena imponerse a balazos y culatazos. Y ellos cumplen.

No todos funcionan. En Puente Alto, los soldados de la comuna pronto son reemplazados por conscriptos que llegan de afuera de Santiago. Ellos no conocen a nadie, no tienen vecinos a los que respetar. José A., de Ingenieros, recuerda:

-A los pocos días, trajeron un regimiento del sur, a los del Arauco. A ellos los mandaban en la noche a pegarle a la gente. Eran más malos, y tenían la misma edad nuestra. Se metían a los clandestinos y quedaba la escoba.

En el centro también matan gente. Fernando Mellado, la noche del 14, monta guardia con un compañero en Estado, en la misma puerta en que murió Antilef. En el entrepiso del edificio de enfrente se enciende una luz. Su compañero propone disparar porque hay un blanco. Mellado sólo ve un hombre que se pasea por la habitación. No un blanco. Sus compañeros van a disparar y Mellado quiere adelantarse, errar el tiro, avisarle al vecino. Pero la sombra se desploma apenas suenan las balas.

-Después conté mis balas y la mía no salió. Me dio rabia por no haberle avisado pero después me alivié: yo no disparé.

En San Alfonso también matan gente. Según José A., los llevan al cerro y los balean. Después, los tiran al río. “Lo que más llevaban eran hombres, porque a las mujeres se las violaban por ahí. Una vez llevaron detenido al regimiento al alcalde de San José de Maipo y lo hicieron barrer la plaza a las 3 de la mañana a pata pelá, con no sé cuántos grados bajo cero, y amarrado, con las puras manos libres; lo obligábamos a lustrarnos los zapatos, qué no le hacíamos, había tanta maldad… Pero nosotros recibíamos puras órdenes”, cuenta.

Cinco veces le toca ir al Estadio Nacional a hacer guardia en esos días.

-Ahí estaba lo peor. Había muchos pelaos que se aprovechaban, que no les importaba nada, no se iban ni a los rincones, delante de todos se violaban a las mujeres, entre cuatro o cinco. Esos que llegaron del sur eran sádicos.

Gaspar Sánchez y sus compañeros también matan gente.

-En Tobalaba, como el 25 de septiembre, vimos que venía un tipo con dos pistolas disparando y nosotros éramos como 15. Todos disparamos. Cuando lo fuimos a ver, no le quedaba un espacio sin balas.

Por esos días, Sergio (18) cuida el campo de prisioneros del regimiento de Ingenieros, al lado de los vagones. Algunos de sus compañeros, dice, sacaban a los presos al baño haciendo el paso del enano: en cuclillas y con las manos en la nuca. Los detenidos eran profesores, doctores, trabajadores. Las mujeres la pasaban peor:

-Ellas estaban separadas de los hombres, en los carros. Se violaron cualquier mujer ahí. En las noches se sentían los gritos.

Gaspar no viola a nadie, todavía:

-Después de los allanamientos conversábamos puras huevadas. Hablábamos de las minas que veíamos, conversaciones de cabros chicos. Llegábamos al cuartel y nos pegábamos las mejores pajas. Cuando hacíamos los allanamientos las mujeres nos chiflaban y nos hueveaban. Todas las mujeres querían agarrarnos.

Los soldados dicen que les daban pastillas en ese tiempo. Que pasaban drogados. Hay crisis nerviosas. En Puente Alto, un conscripto de apellido Echeverría se encierra en la cuadra y se pega un balazo en el estómago. Sobrevive. Otros tienen heridas jugando a algo parecido a la ruleta rusa.

La mayoría está aislado de sus familias. A veces se las topan por casualidad. En el centro, en allanamientos. O en el mismo cuartel, como el conscripto Pedro C. (19), que se encuentra con su madre, militante DC, detenida. O Juan D. (19), también de Puente Alto, que descubre que su padre viene arriba de un camión, amarrado y acusado de hacer desaparecer explosivos en una mina en Las Vertientes.

También pierden los límites. Especialmente los que están predispuestos, como el conscripto Sánchez que tiene un pasado de delincuente juvenil. En el Estadio Nacional, cuando hace guardia en enero del 74, sus superiores explotan esa vertiente.

-Un día, los oficiales ordenaron que convenciéramos a un señor para que se fugara porque lo iban a matar. Le dijimos que lo hiciera por tal lado. Él nos dio cigarros, agradecido. Yo no sabía, actué de buena fe. Pero cuando lo vi asomarse unas ráfagas de fusil lo mataron. Siete huevones le tiraron. Lloré.

No fue lo peor que hizo en el Estadio. Hay otra cosa que lo persigue.

-Había una rubia muy linda que le había tirado ácido en la cara a un oficial. En represalia, nos ordenaban darle “capote”, y teníamos que culiarla todos los días. Hacíamos cola. Ella estaba amarrada. Era una orden. Éramos jóvenes y con ganas. Yo no tenía remordimientos. Ahora sí. Hay noches que me despierto nervioso.

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