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Opinión

14 de Septiembre de 2013

Estética del desapego

  Y si la palabra tendencia, ya plenamente abducida por el lenguaje de la moda, pudiera utilizarse con el mismo sentido en el de la literatura? Al fin y al cabo los periódicos, cada vez más inseguros, y confiando cada vez menos justo en aquello que los hace necesarios —contar y explicar el mundo con claridad […]

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Y si la palabra tendencia, ya plenamente abducida por el lenguaje de la moda, pudiera utilizarse con el mismo sentido en el de la literatura? Al fin y al cabo los periódicos, cada vez más inseguros, y confiando cada vez menos justo en aquello que los hace necesarios —contar y explicar el mundo con claridad y con un grado máximo de rigor— huyen como de la peste de las palabras que suenen a serio, y mezclan cada vez más la literatura con la moda, con la gastronomía, con el chisme social. Podría así decirse con soltura, y sin remordimiento, por ejemplo, que la novela histórica es tendencia, igual que, según me informan, son tendencia esta temporada los cueros y los brillos. En tiempos más severos o más sosegados los estilos artísticos y literarios se distinguían de eso que los periódicos llaman ahora estilo porque cuajaban mucho más lentamente y duraban más que un ancho de pernera de pantalón o un largo de falda. También porque eran menos unánimes. Proust, tan atento a la moda, decía que todo lo de la misma época se parece, pero esa familiaridad inevitable de lo contemporáneo tenía siempre el contrapunto de lo singular, lo raro y único de cada talento. Proust, Beethoven, Virginia Woolf, son plenamente de su tiempo, pero hay en ellos un punto de inflexión en el que ya no se parecen a nadie. Quizás por el recelo o por la evidencia de una cercanía excesiva, un escritor rara vez está en condiciones de aprender de sus estrictos coetáneos. Cuando pasan quince o veinte años uno descubre viendo fotos que iba vestido de época y no se daba cuenta, y además que muchas de las ideas y las actitudes y hasta los rasgos de estilo que le parecían más radicalmente suyos eran tan comunes como las hombreras —y tan ridículos, vistos a distancia—. Un estudioso me preguntó una vez con una mirada muy intensa cuál creía yo que era el motivo de que hubiera tantos espejos en mis primeras novelas. “Pues porque los espejos sonaban a Borges y estaban de moda”, le contesté, en un rapto de sinceridad que me dejó aliviado. Ahora le habría dicho que los espejos eran tendencia, como si en vez de para una tesis me estuvieran entrevistando para una revista de decoración.

El paso de la novedad chocante a la fatiga desdeñosa de lo muy sabido es cada vez más rápido. Pero también sucede, de manera enigmática, que algunos lugares comunes siguen pareciendo nuevos durante mucho tiempo, igual que hay artistas que acrecientan su prestigio de heterodoxia cuantos más reconocimientos oficiales reciben, cuantos más museos internacionales les consagran retrospectivas y catálogos. Un siglo largo después de que todas las normas académicas se derrumbaran aún se les sigue celebrando por subvertir normas que habían dejado de existir mucho antes de que ellos nacieran, como si se declararan valientemente en rebeldía contra el imperio austro-húngaro.

A veces uno observa cómo lo original se generaliza, y entonces cae en la cuenta de que quizás no lo era tanto como parecía. Hace unos años yo leí The Road, de Cormac McCarthy, y me impresionó vivamente. Ahora he terminado de leer The Childhood of Jesus, de J. M. Coetzee, que ha salido en español al mismo tiempo que en inglés, y casi desde las primeras páginas he tenido la sensación de reconocer no tanto un estilo individual como una tendencia. Basta un paso, un quiebro, para que lo excepcional desemboque en lo amanerado, para que el estilo se convierta en automatismo, en parodia. En The Road, Cormac McCarthy, que había cultivado hasta entonces con mucho empeño las densidades y las proliferaciones faulknerianas, saltó de la novela barroca a la fábula, de lo preciso y terrenal a lo abstracto, de la crónica a la alegoría. Los nombres propios de personas y lugares quedaban sustituidos por sustantivos genéricos, que dan enseguida un aire de profundidad, con o sin mayúsculas: El padre, el hijo, el camino, el mar. McCarthy cultivaba a conciencia la estética del desapego, que llevó a su extremo en No Country for Old Men: contar los hechos más atroces con perfecta frialdad, con una distancia clínica y cínica que es uno de esos rasgos que parecen máximamente originales a las personas entendidas a pesar de que llevan largos años repitiéndose en la literatura y en el cine.

El desapego de McCarthy, su inclinación nueva a lo visiblemente simbólico, tenía algo de contagio de la poética de J. M. Coetzee: limitar al máximo tanto las palabras como la información que transmiten; jugar con la fuerza de lo no dicho y los espacios en blanco; reducir o eliminar los anclajes de la narración en lo concreto para limpiarla del peligro de lo accesorio o lo prolijo; elegir una voz neutra, situada en una media distancia de observación penetrante y extrañeza emocional. En sus libros mejores, Coetzee ha logrado una escritura límpida que retrataba como una lente de precisión la fragilidad de los seres humanos y la hostilidad del mundo, lo mezquino y lo puro que hay dentro de cada uno, la indiferencia que cerca y agravia el dolor. Cuando era muy seco estaba a un paso de ser árido. En su despojamiento estaba el peligro de la monotonía. Su propensión a lo filosófico y a lo especulativo nos impacientaba a los lectores poco atraídos por las abstracciones. Uno sentía que el escritor estaba tanteando los límites de su propia herramienta expresiva, probando hasta dónde se puede llegar en la frugalidad sin caer en la inanición, en qué punto menos deja de ser más y ya es simplemente menos.

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