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Opinión

16 de Septiembre de 2013

Contra los abstemios

Por Carlos Barral Me pregunto por qué mi amigo y colega Jorge Herralde me ha escogido como prologuista del librito de Roth, por qué, sabiéndome tan perezoso para prólogos, me considera la persona adecuada para introducir el texto haciendo hincapié no ya en la dignidad de vino –o de la absenta, l´absinthe aux berts piliers, […]

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Por Carlos Barral

Me pregunto por qué mi amigo y colega Jorge Herralde me ha escogido como prologuista del librito de Roth, por qué, sabiéndome tan perezoso para prólogos, me considera la persona adecuada para introducir el texto haciendo hincapié no ya en la dignidad de vino –o de la absenta, l´absinthe aux berts piliers, que es otro género báquico, sino de su consentido abuso. Quizás porque en los últimos tiempos me ha oído decir con frecuencia toda clase de desatinos sobre las funciones sacrales del alcohol, mi respeto cultural a la embriaguez y mi asco a los abstemios.

Herralde es abstemio a temporadas, por decencia no muy largas, y yo lo soy ahora, desde hace unos meses, transitoriamente y a la fuerza. En un momento de debilidad, para proteger mi hígado ya fatigado, me dejé convencer por los médicos para hacerme una implantación de pastillas revulsivas y me colocaron en la espalda, entre el omóplato y el espinazo, un rosario de satánicas pildoritas incrustado bajo la piel. Desde entonces no bebo absolutamente nada, contando como los presos o los conscriptos los meses que me quedan hasta reanudar una relación normal con el mundo circundante, no descarnado y espectralizado por esa molesta lente de lucidez que el alcohol tan oportunamente mitiga cuando conviene. Sueño, como con la licencia militar, con el alta sanitaria que me declare exento de la cuarentena de las pastillitas.

Confesaré que hace tiempo que no padezco las molestias del síndrome de carencia y que no me atormenta el deseo de beber ni siquiera en las veladas muy prolongadas, cuando la legalidad imaginativa de los que han bebido mucho o poco se va alejando de la mía y me va poniendo progresivamente en ridículo ante mí mismo. Me he acostumbrado a no beber, a sabiendas y con el consuelo de que es decisión transitoria; pero no me he acostumbrado a tolerar a los abstemios dogmáticos, a esas gentes que, no se sabe por qué, se alegran de que uno no beba e ignoran que la embriaguez alcohólica, controlada hasta donde sea posible, es un método de conocimiento cultural y de interpretación del mundo en general, absolutamente imprescindible.

Los que no han bebido nunca no podrán saber jamás come è fatto il sapere, al decir de Leopardi, ni qué clase de animal de artificio somos los hombres desde aquel remoto viaje del dios Dionisos a las lejanísimas tierras del Indo. Hay abstemios de nación, pobre gente, que pasarán por este mundo, por larga y atenta que sea su vida, sin comprender que el vino es uno de los elementos principales que nos separa de la zoología y que ha dotado de noble extravagancia a unas tradiciones de conducta que, sin la intervención de Baco, serían aún más esclavas de la humillante tiranía de la lógica. Son, en general, gentes dignas de lástima, a menudo enfermas de alergia. He conocido quien enrojecía, ganado por un violento sarpullido, al contacto de unas gotas de champaña brotadas de un descorche. Son como la gente que enferma al sol y seguramente están mutilados de toda sensibilidad religiosa. Pero deben ser conscientes de que padecen una enfermedad y generalmente no practican el apostolado antialcohólico.

Los apóstoles del antialcoholismo no son analcohólicos de nación, sino siniestros conversos. Cínicos frustrados que vociferan que el mundo sin alcohol es más hermoso, la bondad más fácil de practicar, la letra más fácil de entender, la belleza y la verdad más asequibles. Con frecuencia son borrachos vergonzantes, clandestinos y nocturnos, masoquistas que beben en secreto para sentir las angustias y dolores de la evaporación del alcohol y le niegan, en cambio, su hermosa capacidad de dispensar milagros. Los abstemios apostólicos suelen apoyarse, aunque nadie les contradiga, en los argumentos de una sanidad inhumana, mecanicista, que habla por estadísticas y enseña órganos corrompidos y disgregados por el alcohol, desde luego, pero no más destruidos que por otras mil causas.

También esgrimen paparruchas de sociólogos que relacionan el alcohol con la delincuencia, con el deterioro de las relaciones humanas, con la perversión de la sexualidad y la catástrofe de las familias. Ignoran la gloria de los paraísos artificiales, el aliento a la imaginación creativa, la mitigación de las timideces y la burbuja de cordialidad y de solidaridad con la que el alcohol envuelve a los que lo aprecian. Me pregunto cómo justificarán, cuando son creyentes o piensan serlo, la función litúrgica del vino o la mitología del cáliz.

Todos sabemos, sin necesidad de reclamar la asistencia de los ángeles o de los dioses, que el borracho hace cosas imposibles. ¿Quién no ha caminado alguna vez, cuando por haber bebido mucho creía que las piernas no le sostenían, como un funámbulo por el agudo filo de una pared que separaba dos abismos? ¿Quién no ha saltado de cumbre a cumbre de dos colinas lejanas? ¿Quién no ha traducido, con exactitud y con gracia, de lenguas que ignora por completo? ¿Quién no ha reconocido como hermosísima a una persona que la ceguera del vulgo señala como fea? ¿Quién no ha dialogado, y con provecho, con estatuas inexistentes que nunca han sido y jamás serán esculpidas? ¿Quién no ha intercambiado importantísimas noticias sobre el presente y el pasado del mundo con tatarabuelos muertos hace siglos? ¿Hubiera cruzado Leandro noche tras noche el Helesponto en que zigzaguean frenéticas corrientes sin la ayuda del vino sazonado con especias?.

En el cuento de Roth se trata del milagro que el vino, en este caso el verde ajenjo, obra por su cuenta, con independencia del borracho; se trata de cómo el vino transforma el mundo, cambia sus leyes, todas incluso la virtud de los santos, para hacerlo habitable y grato a los que creen en él. Se trata de cómo el vino santifica, en cierto modo diviniza, cambiando el ser del mundo por su haber debido ser. Se trata de cómo el vino es el milagro mismo y actúa por sí mismo, solo, por su cuenta, como una divinidad celeste con plumaje de pámpanos cuyos poderes son amétricos, inconmensurables, ilegibles sino a la luz de la fe o al menos de la devoción.

Se trata de que el vino, o lo que el lenguaje de la ciencia y de la justicia moteja de alcohol, es decir, de carbón, existe por encima de la imaginación humana y del conocimiento de los hombres y que, como un ángel, de cuando en cuando juega con el mundo entero para distracción del bebedor, su devoto. Del santo bebedor de Joseph Roth, por ejemplo, que muere en la conjunción de la santidad del vino con la que el cielo otorga. Para que el escritor pudiera escribir, como divisa de sus resignadas esperanzas en el exilio parisino: Gebe Gott uns allen, uns Trinkern, eimem so leichten und schönen Tod, dénos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte.

27 de Julio 1981

(Prólogo del poeta español Carlos Barral a la edición española de “La leyenda del santo bebedor”, de Joseph Roth, Editorial Anagrama)

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