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Opinión

17 de Septiembre de 2013

Bebedizo dañino para los tripales

Es la crónica que abre y cierra los noticieros de televisión en septiembre, y que se desdobla en el panorama de las fondas, el presupuesto, el aguinaldo, las borracheras, los consejos de la nutricionista, el precio de la carne y la cebolla. Y la chicha de Curacaví, la chicha baya curadora. Enseguida, como el acto […]

Tito Matamala
Tito Matamala
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Es la crónica que abre y cierra los noticieros de televisión en septiembre, y que se desdobla en el panorama de las fondas, el presupuesto, el aguinaldo, las borracheras, los consejos de la nutricionista, el precio de la carne y la cebolla. Y la chicha de Curacaví, la chicha baya curadora. Enseguida, como el acto reflejo de un bebedor retirado, me pregunto qué bacalao puede beber chicha, sabiendo que se trata de un bebedizo tan dañino para los tripales. O peor, qué pobre sujeto es capaz de curarse con chicha, cuando eso es lo más cerca que se puede estar del infierno.

Nunca me ha agradado la chicha de uva de la Zona Central, por más que los periodistas de la tele se rindan a sus encantos y la saboreen en pantalla. Es un fermento dulzón y picante a la vez, entre lejía y uva revenida por el sol, que de inmediato causa estragos en el órgano que más debería cuidar un buen bebedor: el hígado. La patada es casi instantánea. Entiendo que sea una tradición antigua y colonial, y que en algún momento del pasado no había nada más para echarle al guargüero, así que vamos aplastando las uvas con los pies, un sistema productivo que no ha evolucionado mucho. Y debo agregar: la chicha de uva, lo siento mucho, tiene olor a pata.
Me dicen que las hay de mejor categoría, que algunas son finas, hasta de exportación. Y nada me convence: cómo podría cambiar el buen vino tinto gran reserva en una tarde sabatina de lectura – vino antioxidante, sabroso y sano – por un menjunje que habría tenido mejor destino como jugo de frutas en la colación de un escolar. Hay una relación matemática estrecha entre la chicha y las casitas: cuando uno va empinando el segundo vaso, vienen los retortijones de estómago, y al tercero ya debemos salir corriendo al baño a desandar el camino. Queridas mujeres que sufren con el tránsito lento: olvídense del yogurt y opten por una mona con chicha fresca de la temporada. Infalible.

Gran parte de la culpa la tiene la televisión al reiterar como un mantra cada septiembre que hay cierta rutinas que – como chilenos bien nacidos – debemos cumplir: una visita a las fondas, la empanada, el vaso de chicha y el pie de cueca “como Dios manda”. Yo apenas llego a la empanada, y ni eso, porque jamás he ido a una fonda.
Sin embargo, mantengo una relación de cariño y nostalgia con la otra chicha, la chicha de manzana del sur, del campo de mis tíos maternos cerca de Frutillar. De niño, era partícipe de todo el proceso de la chicha: desde la recolección de las manzanas, hasta la molienda, el estruje y la venta de botellas entre los afuerinos que transitaban por ahí. Más tarde, con mi primo Arturo aprendimos a tomar chicha en cantimploras de plástico que yo había llevado un verano, curados desde pequeños. Para juntar algunas chauchas en vacaciones, se me permitía disponer de un par de manzanos de la arboleda. Nadie se metía en mi negocio propio, y al quinto día ya estaba acumulando riquezas para comprar camisas y zapatos de colegial en marzo.

Ese recuerdo se lo comió el tiempo. Hace algunos meses una señorita que fue reina de belleza en Fresia, cerca de la casa de mis parientes, me trajo de regalo una botella de chicha. Hacía treinta años que no la probaba, fue emocionante volver a sentir ese olor a bodega, a bagazo, a manguera con la que extraíamos chupando el mosto desde las pipas. Olor a noche, a infancia, a inocencia en el sur profundo. Me acomodé en la mesa como un acto ceremonial, me serví un vaso, degusté. Y caí. Ya no era lo mismo: el problema no era la chicha, que seguía intacta, sino el bebedor, que ya no está intacto.

De todos modos, a los huasos brutos de la Zona Central siempre les hablo de que su porquería de chicha de uva sabe a pegamento y huele a té de calcetín. Y que jamás se podrá comparar con la chicha del sur elaborada con manzanas chancheras, y guardada en pipas de roble a buen recaudo de los inviernos torrenciales.
Y aquí me tienen ahora, acobardado, amante de la cerveza y el vino, nada más. Porque de la chicha, lo que se dice chicha, paso.

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