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Opinión

25 de Septiembre de 2013

Neoconceptualismo Pechoño

Existe una clase de censura (y también de autocensura) que suele ser más nefasta que la existente en las dictaduras militares o los sistemas políticos autoritarios: se da, con equívocos matices, en determinados sistemas democráticos tercermundistas, donde los representantes del poder económico se erigen como severos guardianes del decoro y las buenas costumbres. Funciona de […]

Guillermo Machuca
Guillermo Machuca
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Existe una clase de censura (y también de autocensura) que suele ser más nefasta que la existente en las dictaduras militares o los sistemas políticos autoritarios: se da, con equívocos matices, en determinados sistemas democráticos tercermundistas, donde los representantes del poder económico se erigen como severos guardianes del decoro y las buenas costumbres.

Funciona de la siguiente manera: libertad en lo económico combinada con una actitud puritana en lo moral, o para recurrir a una añosa expresión, pechoña en lo valórico y cultural.

Pero esta clase neoconservadora (aparecida en la época de Pinochet hasta hoy) nos alerta acerca de las bondades pecuniarias de estar abierto al mundo (un mundo fatalmente globalizado); sin embargo, hay que proceder con extrema cautela respecto al libertinaje existente en las zonas más evolucionadas del orbe. Que afuera se permita el aberrante y antinatural matrimonio homosexual, el nudismo en las playas mediterráneas, la convivencia amatoria sin compromiso formal, incluso un concepto estatista y solidario del bien común, no significa necesariamente que haya que importar estas descarriadas costumbres al país; que afuera se chasconeen se explica porque, a pesar de todo, tienen un desarrollo y madurez natural a su cultura y civilización (propio de una tradición milenaria). Nosotros, en cambio, no hemos salido todavía de la adolescencia cultural; no nos sobra gente con criterio formado, menos tratándose del bajo pueblo y de aquellos de nuestros retoños susceptibles a ser incorporados a las esferas del Opus Dei.

El campo cultural chileno no ha podido desprenderse del todo de estas coacciones fundadas en los valores nacionales y su creciente cruzada en defensa de la moral pública. No ha podido lidiar con el poder económico y la clase política neoconservadora que, cuando visita contextos avanzados a nivel social y cultural, vuelven premunidos (incluso acuartelados) de un conocimiento privilegiado del mundo externo, pero imposible de ser implementado en Chile.

Vayamos a las artes visuales. En particular: en los sucesivos gobiernos democráticos desde Aylwin hasta Piñera. En este caso, pareciera que la censura (o la auto censura) ha resultado, a la postre, más consistente que la experimentada en la dictadura. No siempre los sistemas represivos representan censuras candentes a nivel cultural, sobre todo si se los compara con determinadas sociedades ulteriores llamadas liberales.

Históricamente, existen ejemplos foráneos posibles de ser trasladados a Chile. Muchos historiadores concluyen que no queda suficientemente claro si la Edad Media fue -en materias sobre todo carnales- más opresiva que ciertas sociedades burguesas aparecidas del renacimiento en adelante (revísese, en este sentido, la filmografía de Pierre Paolo Pasolini respecto a los cuentos de Bocaccio).

En Chile se han escrito y escuchado cosas como esta: ciertos representantes de la Iglesia, en las zonas suburbanas y campestres del país, combinaban su apostolado -antes de Pinochet- con los placeres mundanos, etílicos, culinarios y sobre todo carnales (algunos incluso tenían hijos, todos lo sabían, pero nadie se escandalizaba). Al parecer las clases conservadoras del país se fueron poniendo pechoñas a partir de la dictadura.

Aun así, este progresivo proceso de puritanismo ha requerido un desarrollo que excede los marcos históricos acotados por la dictadura militar. En materias culturales, las cosas funcionan siempre con retardo. Los efectos de esta ardiente purificación de la carne iniciada por la derecha en la época de Pinochet los estamos padeciendo recién ahora.
Otra cosa es el llamado arte político. Particularmente el panfletario. El de los iconos de Castro y del Che Guevara, la imaginería de la Brigada Ramona Parra, con la madre de pechos desnudos con la guagua en brazos, las barricadas urbanas henchidas de fragor y ardor popular. Efectivamente, este fue el tipo de representación estética que fue perseguida sistemáticamente durante la dictadura. Pero, ¿qué ocurrió con el arte neoconceptual entre los ‘70 y ‘80 del siglo pasado producido en Chile? Nada traumático para los agentes culturales de la dictadura.

Total, a la derecha cultural le afligen más los panfletos militantes que las crípticas y refinadas soluciones estéticas del arte neoconceptual. A pesar de esto, dicho arte -ambiguamente denominado neoconceptual- nos acostumbró a las más variadas transgresiones en términos políticos y religiosos. Citemos algunos ejemplos. Las masturbaciones y auto flagelaciones cutáneas de los escritores Diamela Elttit y Raúl Zurita, las imágenes porno de Juan Domingo Dávila, las acciones prostibularias y abyectas de Carlos Leppe, junto a las desarrolladas por el dúo Las Yeguas del Apocalipsis: acciones todas caracterizadas por situaciones desplegadas en contextos privados y urbanos hacinados, húmedos, propios de un hospital publico o un prostíbulo carente de glamour.

Ya lo sabemos: estas obras fueron llevadas a cabo en espacios autónomos, alternativos o equidistantes a los administrados por la censura actual. El problema es otro: la docilidad -a veces el edulcorado candor- con la que muchos artistas actuales se presentan al momento de transar sus proyectos artísticos con los representantes del aparato cultural implementados en los últimos años, la mayoría administrado por gente liberal en lo económico y represivo en lo moral (piénsese, al respecto, en las salas artísticas regentadas por las multinacionales).
Como crítico y curador de arte he debido padecer las siguientes restricciones impuestas por ciertos espacios tanto estatales como privados: no se puede mostrar nada que signifique una crítica cultural directa, rememoraciones agudas de la tortura en dictadura, ofensas a la sensibilidad religiosa, emblemas patrios, incluso marcas de productos comerciales, exhibiciones de zonas erógenas y genitales que perturben el pudor moral (¡después de todo, a esos espacios supuestamente culturales asisten niños!).

Un ejemplo: la última exposición del MAC, donde el coleccionista Juanito Jarur muestra su acervo artístico más valioso. La colección se encuentra compuesta por reconocidos artistas de talla mundial y algunos pertenecientes a la escena local (Tracey Emin, Nan Goldin y Jeff Koons y Rodrigo Canala, Catalina Bauer y Josefina Guilisasti, entre otros) . En otra columna, desarrollaremos la diferencia entre los chilenos y los internacionales. Por de pronto una reflexión: el contraste entre el formalismo neoconceptual de la mayoría de los locales en comparación con los fundamentos biográficos (a veces carnales y escatológicos) de algunos representantes del arte global.

Que afuera se chasconeen, no significa que nosotros debamos importar estas execrables costumbres. Imagino a Tracy Emin y Nan Goldin en Chile: ¿Con quiénes saldrían a carretear? ¿Con algunos de los locales expuestos en la muestra? ¿O con artistas nacionales afines a nivel biográfico como Juan Domingo Dávila, Carlos Leppe o Pedro Lemebel?. Pero no seamos en extremo libertinos: que afuera los artistas se suelten las trenzas no significa que lo hagamos en Chile; todavía falta madurez cultural y gente con criterio formado, porque ¿qué dirían en su grupo familiar?.

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