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Opinión

7 de Octubre de 2013

EL CORREO CHUAN / 8: El obsceno legado de Lo Disney

¿Qué tienen en común Britney Spears, Lindsay Lohan y Miley Cyrus?… Además de ser nietas comerciales de Walt Disney (las tres debutaron en producciones televisivas y/o cinematográficas auspiciadas por la compañía que el autor de Mickey Mouse fundó), es obvio que son hijas culturales de Madonna: white trash hipersexualizadas que se rebelaron contra la platónica […]

Julián Herbert
Julián Herbert
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¿Qué tienen en común Britney Spears, Lindsay Lohan y Miley Cyrus?… Además de ser nietas comerciales de Walt Disney (las tres debutaron en producciones televisivas y/o cinematográficas auspiciadas por la compañía que el autor de Mickey Mouse fundó), es obvio que son hijas culturales de Madonna: white trash hipersexualizadas que se rebelaron contra la platónica e hipócrita pedofilia del Sueño Americano.

Britney Spears, fundadora de tan sucio linaje (al que en mi fuero interno titulo Disney Like a Virgin), nació en 1981. Debutó en comerciales y concursos de TV, pero su arribo a la fama aconteció en 1992 (el año en que nació Miley Cyrus) cuando, a la edad de once, fue admitida como personaje regular en The All New Mickey Mouse Club. En youtube circula un registro audiovisual cercano a aquella época: Britney y Justin Timberlake interpretan un standard de pop gringo: “I´ll take you there”. Se trata, según mi gusto timorato, de un video despreciable: niños al borde de la explotación sexual mientras sus madres aplauden.

Poco más de una década después, Spears profundizaría musical y dancísticamente en su precoz encuentro con la sexualidad exhibicionista, perfeccionándola. Todo el mundo se escandalizó. Y más se escandalizaron aún frente a dos cosas que, desde la perspectiva del arte, me parecen encomiables: Britney besando en los labios, en público, a Madonna (algo que Harold Bloom debería incluir en los “revisionist ratio” de The Anxiety Of Influences); y Britney aboliendo los límites entre lo público y lo privado: actuando como adolescente siendo adulta: devolviéndole el oxímoron a la sociedad que la creó.

El caso de Lindsay Lohan (n. 1986) es paradigmático: luego de refundar por enésima vez el romanticismo adolescente (guácala) en un par de pelis producidas por Disney, se mudó a la acera de enfrente –la dulce acera de la obscenidad asumida– de dos modos: saliendo del clóset y convirtiéndose en fetiche de un director de cine tan trashy como Robert Rodriguez. Podría abundar al respecto, pero no creo que sea necesario: “el inconsciente está expuesto”, dijo el filósofo esloveno Slavoj Zizek. Aparentemente, Lohan es la princesa de Lo Disney que menos dividendos ha sacado de su rebeldía feminista ante la pedofilia platónica. Cada vez cae más bajo, incluyendo en su repertorio la des(re)sexualización de su cuerpo y una retorcida forma de la confesión y la penitencia en clave de parodia, canibalizando –si cabe– el lugar cultural de los mismísimos periodistas de espectáculos que la violaron: tomando el lugar de Chelsea Handler para conducir una emisión del rudo programa de chismes faranduleros Chelsea Lately.

En el último (también el más reciente) escalón de esta pop-rebeldía feminista contra la pedofilia platónica de Lo Disney se encuentra Miley Cyrus. Sí: su gestualidad no pasa (y eso mirándola con ojos benignos) de ser una tautología; manierismo que deriva de un manierismo; happy punk travestido de pop. Sin embargo, la obviedad tiene su propia ética.
Ver a Hannah Montana twerking (o, como se dice en español: “perreando”; todavía no decido cuál de los dos verbos me parece más chulo) me plantea –tengo 42 años; Miley es la deseada novia adolescente del segundo de mis hijos– una pregunta: ¿es esto natural?… Lo lamento pero sí: es natural. Me complace y me divierte ver a Miley practicarle un blow job a un pedazo de acero. Qué le hace que haya sido la platónica novia de mi bebé Arturo: él ya tiene 19. En el peor de los casos, mi actitud me convierte en Uther Pendragon. Que al cabo que la niña ya es mayor de edad. O –para expresarlo con un arma de uso exclusivo del ejército varón–: Miley Cyrus ya es cancha legal.

(Si leíste el párrafo anterior en clave de parodia, continúa. Si no, te sugiero que nos veamos a la próxima: GAME OVER.)

No puedo fingir que la nueva Miley Cyrus no me inquieta. Me atrae y me repele a la vez. De otro modo, jamás escribiría sobre el tema. Sin embargo, casi toda la actitud del entorno pop a este respecto –la de quienes se desgarran las vestiduras por ver a esa decente muchachita convertida en una puta; la de quienes gritan junto a Jesse Pinkman “Yeah, Bitch! Magnets!”, asumiendo que lo basura le viene a Miley desde Disney, y ya se sospechaba; la de quienes afirman cínicamente que se trata de otro producto, de una mera y frívola estratagema mercadológica– me parece simplificadora.
Mientras escribía este texto, tuve todo el tiempo en mente un video que circula también en youtube: dos niños fingen practicar el sexo, la güera con las manos y las rodillas en el piso y moviendo la cadera, el chamaco restregando su pelvis contra las nalgas de su compañerita (“en esa posición –diría Joel Plata– que los beatos llaman de a contranatura / y los albañiles de a perrito”). No estoy hablando de teenagers: hablo de niños. Tampoco estoy hablando de pedofilia soft porno: hablo de un festival del Día de la Madre en una escuela primaria mexicana, donde algún/alguna maestro/maestra tuvo la brillante idea de organizar una especie de certamen de reggaetón. Es, en rigor, un video de sexplotation infantil filmado por una padre o una madre de familia en el contexto de una celebración comunitaria dentro de las instalaciones de una institución de enseñanza pública.

Espero que mi reflexión no te parezca mojigata: obviamente, la sexualidad infantil existe. Pero es el mundo de la productividad el que la llena de signos adultos demasiado pronto. Las chicas Disney-Like-A-Virgin son un producto, sí. Pero no son entes de plástico: son las pesadillas adultas de la inducción comunitaria de sueños infantiles húmedos.
Aunque pobres como artistas –Madonna podría aplastarlas con su dedo pulgar en ese territorio–, Britney Spears, Lindsay Lohan y Miley Cyrus me interesan como hembras-emblema de la hipocresía que rige nuestro sentimiento de lo público. Tampoco soy ingenuo: me doy cuenta de que todos los gestos de estas “náyades arteras” han sido tasados en el cuarto de guerra de los mercadólogos, y que estos saben explotar la pulpa de la caña humana hasta hacerla basura; nunca les ha ruborizado extraer deseo de la escoria. Pero, a diferencia de lo que opinan otras personas, para mí el pop no es una mera fantasía de oropel. Al contrario: lo considero obsceno por su cercanía con lo real. Otra vez: “el inconsciente está expuesto”, dijo Zizek. El hecho, al parecer, es que los adultos sexualizamos públicamente a los niños de tal manera que, cuando crecen, les da por masturbarse chupando pedazos de fierro.

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