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Opinión

18 de Octubre de 2013

De cómo fracasa una relación antes de que empiece

Ella fue vista por él en casa de una amiga de un amigo homosexual, amigo de él. Su amigo gay venía del sur; gran amigo, ambos respetaban la sexualidad de cada cual. De hecho fue su amigo el que le recomendó el plan afectivo hetero que fracasaría después. A él ella le pareció levemente atractiva, […]

Marcelo Mellado
Marcelo Mellado
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Ella fue vista por él en casa de una amiga de un amigo homosexual, amigo de él. Su amigo gay venía del sur; gran amigo, ambos respetaban la sexualidad de cada cual. De hecho fue su amigo el que le recomendó el plan afectivo hetero que fracasaría después. A él ella le pareció levemente atractiva, aunque se comportó algo antipática, quizás como una estrategia de seducción, imaginó él, o porque algo de una leve timidez adolescente aún la determinaba. Platicaron un poco en un contexto de ironías coquetas y oblicuidades figurativas, tanto de gestos como de palabras.

El tema de la conversación versó sobre sus trabajos respectivos. Ella se marchó, paradojalmente para él, muy luego, lo que fue interpretado por él como una mala señal, aunque también podía ser parte de una estrategia protagonística. Él hubiera esperado que ella se quedara un rato más. Ella, en los ritos de la despedida, por un equívoco producto de su nerviosismo, probablemente, intentó despedirse de él por segunda vez, lo que debía incluir beso en la mejilla y leve abrazo, instancia que fue aprovechada por éste para imputarle lúdicamente una intención premeditada de abordarlo posesionalmente. La situación tuvo un destino jocoso. Su amigo, más tarde, le recomendó que intimara con ella porque con ella él transitaría sobre un piso firme, eso dijo. Se refería, pensó, a que la mujer exhibía una estabilidad material y emocional que era la que él, su amigo hétero, necesitaba.

A los pocos días él la llamó y la invitó a ver una obra teatral que daban en el teatro de la universidad en la que él prestaba servicios menores. Cuando hacían la cola en la boletería se encontraron con un funcionario de la universidad que ella conocía y que hizo un comentario sobre la inteligencia emocional que a él le pareció espantoso por su carácter pontificador y correctivo; en su facultad habían invitado a Maturana y había que pagar los costos simbólicos o de tributo reverencial. El título de la obra era Escandinavia, un monólogo que relataba los pormenores de una relación amorosa, homosexual, en que uno de los amantes debe enterrar al otro después de una penosa enfermedad y quiere cumplir con el deseo de enterrarlo en el mismo espacio que ambos compartían, y las complicaciones que ello significó.

Se llamaba Escandinavia porque su pareja antes de morir leía una novela de la segunda guerra que, eso creyó entender, tenía ese título, Escandinavia. Estaba muy bien actuada, los argentinos tienen muy buenos actores, comentaron. A ambos les encantó la obra. Consideraron que la economía de recursos dramáticos la enriquecía y que el desarrollo del conflicto mantenido únicamente por el relato del personaje era un gran logro dramatúrgico. Y como era día sábado fueron a compartir un vino a un restorán cerca de Plaza Victoria que, ¡oh!, sorpresa, se llamaba Victoria. Fue una gran velada que, al menos para él, anunciaba una nueva oportunidad para eso que el común de la gente suele llamar amor o relación amorosa o compromiso afectivo, como ha escuchado decir a un colega. Él supuso que había cierta reciprocidad en el placer que ambos habrían sentido al estar juntos compartiendo un vino carmenère con unas calugas de pescado, que son la especialidad de la casa. La plática fue variada y transitó desde la situación política hasta los proyectos personales y cuestiones de familia, incluyendo algunas apreciaciones sobre el estado de la ciudad.
Hubo un momento que para él fue sorprendente, cuando ella le preguntó si era feliz. Él no estaba preparado para una pregunta así y la evadió o hizo algo no muy adecuado, la reformuló y la respondió una vez que él mismo la reconstruyó. Concretamente, le dijo que él no operaba con esos parámetros y que prefería pensar en términos de funcionalidad y efectividad de un plan de desarrollo personal, fiel a cierto materialismo conductual.

Ella igual habría quedado conforme, cree, porque su comportamiento retórico parecía eficaz. Ella, supuso él en varios momentos de la conversación, hacía muchos esfuerzos por parecer inteligente o, al menos interesante; este tipo de leves imposturas son normales en situaciones así, pensó. En todo caso, ella habría logrado con éxito su objetivo, sin duda. Se despidieron con entusiasmo y con la chispa que da el vino bebido en abundancia, pero no en exceso. Ya se sentían buenos amigos, lo que era un buen comienzo. Él le preguntó si podía llamarla en otra ocasión y repetir la junta; obviamente la respuesta fue afirmativa, por lo que compartieron datos de correo y teléfono. Todo era amplia sonrisa y aceptación del otro. Se abrazaron en señal de despedida, incluso hubo roce de labios que no alcanzó a ser un beso, pero lo preanunciaba; él además tocó con fuerza su espalda, lo que fue muy bien recibido por ella con un comentario cariñoso de aceptabilidad.

Al otro día, probablemente imbuido del espíritu de la noche anterior, la llamó, quizás con cierta ansiedad explicable, pero no obtuvo respuesta; lo hizo en dos oportunidades y la mujer no contestó. Él recordó que la primera vez que la llamó también tuvo que intentarlo un par de veces hasta que ella llamó de vuelta. Esta vez nada y él tomó la decisión poco feliz de enviar un correo, un correo que a la larga resultaría extraño o, tal vez, muy literario, en el que decía que encontraba un síntoma negativo que ella tuviera por costumbre no atender el teléfono, móvil en este caso, le pareció que daba cuenta de una personalidad autorefrente o egocéntrica. A partir de ahí hubo una seguidilla de correos equívocos cargados de reproches que determinaron un quiebre definitivo. Él recordaría uno en que ella le recomendaba seguir su camino. Él se la encontraría por casualidad un par de días después en un bar incierto que hay en la subida Cumming, estaban las dos, es decir la amiga de su amigo homosexual y ella, las que eran amigas con anterioridad. Se notaba que ambas mantenían una conversación seria, de esas que sólo pueden sostener dos mujeres. Él hubiera querido saber su contenido. Las saludó por cortesía, la breve interrupción se tornó ridícula, alcanzó a decir algo tonto y se despidió con la certeza de que nada tenía que hacer ahí.

Él querría saber si en ese éxtasis o vértigo de la imposibilidad de amor, muere definitivamente el deseo o se recicla como una úlcera retórica que nos hace padecer hasta el delirio .

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