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Cultura

29 de Octubre de 2013

Columna: Ovejas con estola de lobo

“La literatura es un arte más impuro que la música o la pintura”, dice el crítico inglés Cyrril Connolly. Afirma que quien pinta o compone, a su manera, siente cierto afecto por la pintura o la música, pero que: “No sucede lo mismo con la literatura. Es un arte en que los pocos que lo […]

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“La literatura es un arte más impuro que la música o la pintura”, dice el crítico inglés Cyrril Connolly. Afirma que quien pinta o compone, a su manera, siente cierto afecto por la pintura o la música, pero que: “No sucede lo mismo con la literatura. Es un arte en que los pocos que lo practican tropiezan siempre con el resentimiento de la mayoría que no lo practica. Y los más implacables de todos ellos son los jóvenes inteligentes que han fracasado como artistas y tan sólo aportan una esterilidad apasionada y un resentimiento oscuro”. ¿Tan impura es la literatura como señala Conolly? La cita del inglés supone que se puede ejercerla (la crítica es un ejercicio literario) pero también odiarla. Tal Pinto, crítico literario de este semanario, en su crítica a mi novela Mecánica Celeste, en un texto brevísimo (apenas 500 palabras para una novela de 300 páginas) emplea 35 adjetivos des-calificativos, del tipo: irrelevante, banal, primitiva, frívola, aburrida, etc.

Con tal adjetivación, la prosa y la retórica están a la falla. Una buena mala crítica no la necesita. Una crítica que se quiere negativa -cosa legítima- pero bien hecha, no requiere de esa munición. Es como si yo definiera a un personaje como ruin, malévolo, vil, avieso, taimado, despreciable, abyecto, repulsivo… En tal caso, se me podría decir con toda razón que soy un mal escritor. El lector de críticas literarias, una muy selecta minoría, no necesita que le vociferen al oído por qué es tan infame tal libro, por qué a juicio del crítico, el mundo estaría mejor sin él.

No es por el número o el calibre de los epítetos que cumplirá su cometido. El lenguaje del programa de farándula, la estética de la pendencia y el escarnio, se ha extendido a un sector acotado de nuestra crítica literaria; como si el ethos de la era Piñera, donde la agresividad es aplaudida y el agravio celebrado como una muestra de carácter, fuera moneda de cambio en todos los ámbitos. Tal encono, animadversión e ira, se repite con extraña semejanza en las críticas igualmente breves y rabiosas de Juan Manuel Vial y Patricia Espinoza para quienes la aparición de Mecánica celeste, está visto, les ha causado un malestar casi físico, les ha echado a perder el día, o la semana. Entre muchas virtudes que se le exige al crítico, la principal tal vez sea la serenidad.

La emocionalidad de las tres críticas mencionadas es tan evidente, su diatriba tan colérica y biliosa, que pareciera que se trata de un asunto personal, de una infamante crítica ad hominem, ojalá, pero no es así, se repite la misma tonalidad con decenas de autores, debutantes o no tanto. Debemos concluir que se trata de una moda, o un modo, como decíamos más arriba. Confirma esta generalización la extraña coincidencia, que Espinoza lleva al paroxismo, en la cual los tres críticos reprochan con el celo de un comisario político, el ambiente social en que transcurren las novelas. No me imagino a la crítica inglesa disparando contra el nivel cultural o el lugar de Londres donde viven los personajes de McEwann o Barnes. Estos hijitos de papá (excluyo en este punto a Espinoza) que pretenden alistarse ocasionalmente en las filas del proletariado, califican de “clase alta”, de “lujo”, cualquier cosa que no sea barriobajera, y lo que por oposición, no puede ser sino tachado de ”cuico”.

Ignoro qué constituye clase alta para estos proletarios del barrio Lastarria, pero mi personaje Francisco Bertrán, es un arquitecto como cualquier otro, que lucha por su subsistencia como todos, y vive en un condominio de casas pareadas en La Reina baja (póngale 3.000 UF al año 2000 con dividendo de $250.000 mensuales, por ahí va la cosa). Quisiera hacerle entender a Pinto que cuico es quien tiene los valores del cuico, quien tiene sus aspiraciones, sus ambiciones, sus adhesiones y limitaciones, y Francisco Bertrán, si lee bien, no padece de ninguno de esos males. Y ojo, el personaje gamberro le pertenece a Bolaño, es de su autoría, no está disponible para publicistas, rentistas, emprendedores punto.com u otros “integrados” que pretenden vestirse de aquello. Esta moralina, esnob por cierto, se debe, suponemos, a convicciones morales y literarias muy firmes, categóricas e intransables, a que estamos ante una suerte de incorruptibles. Usando también nosotros el método artero de sacar frases con pinzas, reprocha Tal Pinto a un escritor nacional lo siguiente: “Es sorprendente que un escritor tan identificado con lo hipermoderno como X, haga un gesto propio del realismo”, de lo que deducimos que Tal Pinto tiene del realismo una muy baja opinión y que nuestro escritor ha caído en falta. Es decir, no se podría hoy ser realista, entre otras cosas; no estaría en el canon, supongo. La crítica como veto, como censura, como policía sanitaria, normativa, repugna al intelecto, pero más aún si esta nueva ola, parece además tan pasmosamente unánime, algo así como la colusión de los críticos. Veamos el caso de las graciosas armonías que se dan entre Vial y Espinoza con ocasión de la entusiasta celebración de una novela reciente de un autor del que diremos solo sus iniciales, MC y cuya novedad es que en cada página de la novela no hay más que una frase de ochenta caracteres.

Dice Vial con entusiasmo: “La novela está compuesta de episodios intencionadamente oscuros y ambiguos, protagonizados por personajes mínimamente bosquejados, que en vez de nombre, cargan con una tara física notoria: la sorda, la muda, el cojo…el relato transcurre ¿en una repartición estatal siniestra? ¿una cárcel abyecta? El asunto queda a la imaginación del lector”. Espinoza, en otro medio escrito, suma su voz gemela en la celebración: “MC recupera la tensión experimental. Presencias borroneadas a través de las que nos aproximamos únicamente al esqueleto de la historia en un difuso contexto que puede ser una fábrica, una oficina… habitado por simples piezas intercambiables: la ciega, la sorda, el mudo, el tuerto…”. Estas son una perlas de crítica elogiosa de Vial y Espinoza. Esta celebración de la anomia, el experimento express, fragmentario, espasmódico, el palo al gato, por si resulta, es la cátedra que nos quieren impartir. Llega a ser sospechosa, no se sabe si celebran una supuesta originalidad, o embozan simples limitaciones e impedimentos. Como sea piensan igual, y uno se pregunta, ¿para qué existe Vial si existe Espinoza, o para existe Pinto si existe Vial? La uniformidad de su pensamiento es inquietante; esta generación que se quiere iconoclasta es la más desvergonzadamente reverencial de que se tenga memoria. Este trío, está causando un daño específico, espero reparable, a la literatura nacional y al nivel de la discusión literaria. Sus vehemencias no los hacen más profundos, sólo más obtusos y prosélitos. Su sectarismo supuestamente virtuoso no es más que un esnobismo ramplón que nos vuelve todavía más insulares y provincianos.

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