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Opinión

15 de Noviembre de 2013

Mercado o democracia, la encrucijada de la educación

* Las masivas protestas estudiantiles de 2006 y 2011 pusieron en el centro de la discusión pública las deudas de nuestro sistema educativo, alumbrando la creciente contradicción que existe entre la sociedad que anhela la ciudadanía y la que se forja en nuestras salas de clases. No es casualidad, por tanto, que la educación figure […]

Francisco Figueroa
Francisco Figueroa
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Las masivas protestas estudiantiles de 2006 y 2011 pusieron en el centro de la discusión pública las deudas de nuestro sistema educativo, alumbrando la creciente contradicción que existe entre la sociedad que anhela la ciudadanía y la que se forja en nuestras salas de clases. No es casualidad, por tanto, que la educación figure como prioridad en los programas de todas las candidaturas presidenciales. De allí a que éstos se hagan cargo del problema educativo en su profundidad y múltiples dimensiones, sin embargo, el trecho es largo.

Es que a partir de la polémica abierta entre estudiantes y Gobierno el debate educacional se ha modificado, pero su centro continúa aceptando que el efecto más sustantivo de la educación es su “retorno privado” medido en términos económicos. Reducida a este horizonte, la educación no produciría, entonces, bienes para toda la sociedad, una masa crítica y un conjunto de capacidades creativas. Sería un asunto de responsabilidad individual y mera capacitación para el mercado del trabajo

Este limitado modo de comprender la educación se enraizó hasta naturalizarse y formatear las condiciones en que se podía discutir sobre el tema, restringiéndolas, por un lado, al modo en cómo el Estado “nivela la cancha” e “iguala oportunidades” para esta suma de luchas individuales por bienestar económico futuro, y, por otro, al momento y modo en que sus supuestamente principales beneficiados deben pagarla.

La discusión sobre el rumbo de la educación no puede limitarse a estas querellas. No es sano para la democracia y está reñido con una concepción libertaria y humanista de la educación. El debate político no debe eternizar la oscuridad de estas cuestiones ante la sociedad. Prolongar la penumbra ha sido el triste rol de la tecnocracia. Aquí no hay mayor racionalización, ni pragmatismo, ni evidencia empírica. Simplemente hay ideología.

Es lo que se ve con nitidez en los planteamientos de Matthei y Parisi.

Como han planteado con claridad los estudiantes, lo central de una reforma progresiva de la educación es sacarla del espacio del mercado para llevarla -con todas las consecuencias que ello implica- a la esfera de los derechos sociales universales. Ello implica des-naturalizar el reduccionismo del “retorno privado”, iluminar las demás esferas a las que la educación contribuye y, en un sentido positivo, superar el carácter subsidiario del Estado.

Esta convicción está presente, con matices y distintos énfasis, no siempre con toda la consistencia, en los planteamientos de Miranda, los humanistas y Sfeir, y con mayor coherencia y detalle de propuestas en el programa de Enríquez-Ominami.

El programa de Bachelet es, en este punto, más allá de los titulares, en exceso ambiguo. Lo que, considerando que el suyo será casi con toda seguridad el próximo programa de gobierno, resulta particularmente preocupante.

Ni una sola mención -ni menos disposición a revisarlo- hay en su diagnóstico del principio de subsidiariedad que gobierna la educación. No hay decisión sobre el cómo destinar y recaudar los recursos necesarios para la voceada “gran reforma educacional”. La palabra mercado aparece una sola vez y precedida por el prefijo “cuasi” para definir la lógica que domina la educación.

No se trata de evasiones triviales. Es precisamente el Estado subsidiario y la innegable primacía del mercado lo que debe ser revisado si vamos a hablar de derechos en serio.

El Estado subsidiario fracasó en su propia ley, al no cumplir siquiera su promesa: la expansión de la matrícula, hecho positivo en sí, no ha disminuido las diferencias sociales y se debe a un enorme esfuerzo de las familias con el que han lucrado distintos grupos por diversas vías, unas ilegales, y otras, las más, amparadas por el Estado.

La mercantilización de la educación fracasó, además, en hacernos una sociedad más moderna: nos ha dado miserables “retornos sociales y públicos”, no nos hizo más iguales ni más democráticos, ni nos llevó a la “sociedad del conocimiento”. De hecho, el problema de la ciencia, la investigación y la innovación apenas tiene cabida en sus recetas. Nos ciega ante todo ello.

Los silencios en torno a cuestiones tan centrales nos llevarán de tumbo en tumbo parchando los problemas que siga generando el mercado. Si consideramos fundamental reconstruir el sentido público de la educación, en tanto responsabilidad de todos, no se le puede hacer el quite a la necesaria erradicación del mercado educacional y su reemplazo por un orden público. Las formas de financiamiento e institucionalidad deben ser consistentes con su condición para la realización de fines colectivos que le son propios, como la integración social, la formación de ciudadanos y la promoción de la colaboración en lugar de la competencia.

De lo que se trata, en definitiva, es de quitarle la educación al mercado y ganarla para la democracia. Para avanzar en esa dirección y evitar nuevas viejas evasiones, la puja de las fuerzas sociales y los actores políticos emergentes por una solución democrática al problema educacional resultará clave.

*Candidato a diputado por Ñuñoa y Providencia – Izquierda Autónoma

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