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Opinión

15 de Noviembre de 2013

Sepultureros y resucitadores

Sin duda, Chile es un país habitado por gente monotemática. Los ciclos se repiten y respetan de manera obsesiva. Todos los años escuchamos en los medios las mismas cosas: los fuegos artificiales en Valparaíso la noche de Año Nuevo, comensales hinchados y transpirados por la resaca alcohólica, saludando con la caña en la mano a […]

Guillermo Machuca
Guillermo Machuca
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Sin duda, Chile es un país habitado por gente monotemática. Los ciclos se repiten y respetan de manera obsesiva. Todos los años escuchamos en los medios las mismas cosas: los fuegos artificiales en Valparaíso la noche de Año Nuevo, comensales hinchados y transpirados por la resaca alcohólica, saludando con la caña en la mano a los periodistas en el Mercado Central, las precauciones acerca de los poderes maléficos del sol sobre la epidermis humana en los meses estivales, la afluencia masiva de argentinos a Reñaca, periodistas persiguiendo a los ídolos que participan en el Festival de Viña, los tacos en las carreteras que conectan el litoral con la Cordillera, el elevado precio de los útiles escolares, la cuenta anual del Presidente de la República de turno, las infaltables inundaciones invernales, las Fiestas Patrias y su pestilente aroma a chilenidad, con el consecuente peligro que implica el hilo curado y los anticuchos de felinos callejeros, la saturación de gente en las calles y locales comerciales en vísperas de la Navidad, etcétera.

Chile es así: monotemático, obsesivo, autorreferente. Se trata de un país que ha hecho del ombliguismo un rasgo identitario. Cuestión que se ve reflejada en las típicas preguntas de los periodistas y conciudadanos al extranjero: ¿qué le pareció Chile?, ¿conoce a Neruda, a la Mistral, al Chino Ríos o al maravilla Sánchez?

Al chileno le satisface al extremo el que se reconozcan sus gracias y virtudes. Sin embargo, he escuchado decir a gente del continente lo siguiente de nosotros: que somos unos argentinos mal vestidos, además de prepotentes y cachetones en el extranjero (en los aeropuertos, en los hoteles, en los restaurantes). El que se viste mal, no resiste la tentación de celebrar un segundo o un tercer lugar a nivel deportivo.

Que el Chino Ríos ha sido el mejor tenista de la historia: esto dicen muchos chauvinistas locales. Que Valparaíso es más bello que San Francisco o Marsella, todo esto a pesar del abandono irresponsable del puerto, infectado de basura y de hordas belicosas de quiltros callejeros. Nadie dice la verdad: que Chile es un bello paisaje, a pesar de la horrenda arquitectura de la mayoría de sus ciudades.

El ombliguismo conlleva la adquisición de ciertos clichés vacíos hasta la médula. La política y la cultura resultan en esto ejemplares. Todos los discursos políticos se parecen en su moralina. Siempre lo mismo: no es bueno para la democracia esto o aquello, no es bueno para el país la falta de tolerancia, no son buenas ciertas actitudes que dividen a los chilenos. El cinismo campea de modo soberano. Escuché de un político de la DC decir lo siguiente: que la división de la derecha era dañina para la política del país. ¡Como si ese político estuviese de verdad preocupado! Seamos sinceros: lo más probable es que el citado político haya contribuido a favorecer dicha división, celebrándola en privado con sus buenas ostras, tostadas en pan molde y su costoso vino blanco, en un restaurante taquillero de la plaza.

En materias culturales, es donde la obsesiva manía por la repetición muestra su rostro más reluciente. Los lugares comunes superan con creces a las cosas y a la experiencia vivida; el ombliguista adora con furor las ideas adquiridas. Para muestra un botón: el día domingo 27 del mes pasado apareció en La Tercera un artículo titulado “El triunfo de la pintura en la generación sub 30”. El artículo en cuestión refería a un libro, próximo a editarse, que reúne a una gama impresionante de artistas locales vinculados a la práctica de la pintura.

El propósito implícito que anima publicaciones como ésta es conocido en el país: el querer reparar un daño, una injusticia, una omisión, una falta de reconocimiento, una vieja deuda aun no saldada. En resumen: los pobres pintores aún tienen cosas que decir, reflotando una vieja pendencia con los artistas conceptuales de la década de los 70’ y 80’ del siglo pasado.

Sin embargo, este cuento lo hemos escuchado hasta la saciedad. El crítico y curador cubano Gerardo Mosquera, me comentó el año pasado que no entendía por qué en Chile se hablaba de la sobrevivencia de la pintura. Que daba lo mismo. Que no importaba si se habla de pintura, escultura, fotografía, video, instalación, arte urbano o arte corporal. Ahora había que hablar de visualidad en general. Pero los chilenos son monotemáticos, susceptibles de agarrar las modas intelectuales internacionales de manera cruda, recortada, libre de matices, cuando ya ha pasado la vieja. Son expertos en las amputaciones de textos e imágenes, por lo cual suelen adherir de manera ortodoxa a cualquier movida impuesta o hurtada del exterior. Esto hace que sean fervorosos partidarios de los responsos y simultáneamente de revivir muertos. Estamos llenos de sepultureros y enfermeros milagrosos: “la filosofía ha muerto”, “el arte ha muerto”, “el sujeto ha muerto” se combinan con la necesidad de rescatar cuestiones como las raíces, ciertos artistas no reconocidos o algunos poetas sepultados por la cruel historia.

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