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Cultura

11 de Diciembre de 2013

La rebelión de los payasos

La semana pasada, cerca de 20 payasos latinoamericanos discutieron durante varios días sobre el rol del oficio en la sociedad moderna. La cumbre de bufones se realizó en un teatro que antiguamente era una iglesia. Allí acordaron repensar la figura del “payaso sagrado” -presente en todas las culturas ancestrales- y anunciaron que en el 2015 la reunión será en Guatemala. Acá, el mundo según la risa.

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Fotos: Alejandro Olivares

Soquete es un payaso que se ha pasado la vida riendo. El hombre que hay detrás de la nariz se llama Víctor Quiroga y lleva 20 años representándolo. Dos décadas de carcajadas han dejado huellas en su piel. ¿Puede el rostro de un hombre envejecer de risa? La respuesta es sí. El neurobiólogo Robert Provine, uno de los expertos más respetados que hay en cuanto a carcajadas se refiere, dice que la risa es un balbuceo instintivo y contagioso, que se produce por la contracción combinada de 17 músculos de la cara. Quién mucho sonríe, entonces, mucho se arruga, y eso le ha pasado al rostro de Soquete: se ha sobrepoblado de líneas de expresión en su frente, mejillas y boca.

Tener surcos por risueño, sin embargo, nunca ha sido un problema para él. Al contrario, cada pliegue es una condecoración que esconde millones de muecas de felicidad. “La vida es eso, risas”, dice, mientras suelta una disimulada burla. Luego se toma un respiro y se pregunta: “¿en qué momento la seriedad se tomó este país?”. Su interpelación me recuerda la frase más amarga que alguna vez le escuché decir a alguien: “la risa abunda en la boca de los tontos”. “Lo que pasa es que la palabra tonto está desprestigiada. El tonto es el loco del pueblo, el loco de carnaval, y este personaje es súper necesario para que la sociedad esté contenta”, apunta Soquete, reinterpretando el dicho.

La seriedad de la que habla no es solo un padecimiento propio de nuestra cultura. La ciencia ha establecido que hay un minuto en la vida en que, por las vicisitudes del sistema, las sonrisas simplemente se agotan. Hay estudios que dicen, por ejemplo, que un niño se ríe hasta 300 veces al día, mientras que un adulto alegre no supera las 25 veces en promedio. ¿Por qué entonces dejamos de reír? Soquete cree que detrás de eso está la Iglesia: “ellos fueron los primeros en prohibir el humor”, apunta. “¡Imagínate que pusieron a Dios y a la Virgen como huraños!”, agrega con vehemencia. Si la biblia hubiese sido escrita con la mirada de un tony –asegura- otra historia se contaría: “El Ángel le dijo a María: ‘llena eres de gracia’. Es decir, que en ella habitaba la gracia. Seguramente María andaba contando chistes o le agarraba el culo a los hueones, y de allí nació Cristo, que hizo su primer milagro en un matri convirtiendo el agua en vino. Si un hueón tiene esa capacidad es el rey de reyes, el alma de la fiesta”, agrega entre carcajadas.

La historia colonial de Chile parece darle la razón. En el sínodo diocesano de Santiago de 1688, por ejemplo, se estableció que era ilícito profanar el templo con conversaciones, risas, paseos, estrépitos o ruidos, y setenta años después, otro sínodo estableció que en Navidad estaban prohibidas las canciones burlescas. La investigación “Risa y cultura en Chile”, del historiador Maximiliano Salinas, rescata una carta que el obispo Manuel Alday le mandó en 1778 a Agustín Jáuregui, presidente del Reino, para oponerse a la creación de un teatro permanente: “No puede negarse que a lo menos los cómicos están reputados como personas infames y de una vida relajada”, escribió el cura.

Soquete no es el único que piensa que hemos sido víctimas de un genocidio de carcajadas que comenzó con la invasión española. Junto a él, hay otros 20 hombres arrugados que también creen lo mismo, algunos con varios surcos encima y otros que recién están empezando en esto de envejecer de risa. Todos están esperando que comience la última reunión de la “Cumbre Latinoamericana de Payasos: Upa Chalupa”. Sí, leyó bien, un cónclave de bufones que durante las últimas dos semanas ha proyectado en Valparaíso el futuro de la actividad de aquí al 2015, discutiendo cuál es el rol que tienen los payasos en la sociedad moderna: “Somos servidores públicos de la risa”, reflexiona Soquete antes de comenzar a moderar la charla.

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A Soquete lo conocí en el 2001. Fue mi maestro en un taller que hice en la ciudad de Linares. En algún momento de mi vida yo también fui payaso y la cumbre que organiza está llena de alumnos formados por él -el payaso Chester, Pinganilla, Patilla, Pitilla, y Petunia- y varios representantes de países latinoamericanos: Pan Chorizo de Guatemala, Merlo Mondongo de El Salvador, Pepe Picaporte de Costa Rica, y Jader Clown de Colombia, entre otros.

El encuentro se realiza en el Teatro museo del títere y el payaso, que Soquete administra desde hace siete años. El espacio tiene una extraña particularidad: antes de convertirse en templo de la risa, el lugar era una Iglesia. La fachada y la imagen de San Judas Tadeo, patrón de las causas perdidas, son el único vestigio de ese pasado devoto: el altar fue reemplazado por un escenario y los santos por títeres y marionetas, que son venerados en pequeñas animitas que iluminan el pasillo que antes llevaba a la sacristía. Para alguien que cree que el cristianismo fue el primer sepulturero del jolgorio en Latinoamérica, convertir una iglesia en teatro es toda una vuelta de mano: “hablé con el cura y me dijo que pagara algunas deudas que tenía la capilla y me pasó las llaves en comodato”, cuenta Soquete.

Levantar este castillo, sin embargo, no ha sido fácil. En un principio, él, su esposa y sus hijas –con quienes formó la compañía El Faro- fueron los únicos sostenedores de este lugar, luego se sumaron algunos titiriteros, hasta que unos fondos estatales aliviaron la carga. En el 2008 Soquete organizó el primer encuentro con payasos chilenos y el año pasado se fue a viajar con toda su familia durante 10 meses por Latinoamérica. De ese periplo surgió la idea de hacer esta cumbre. Todos a quienes conoció en ese viaje están hoy discutiendo sobre el rol de los bufones latinos. Como si fuera una asamblea de la UNASUR, cada representante aporta ideas: “Los políticos quieren hacernos creer que los temas se resuelven desde la seriedad y eso no es así”, vuelve a reflexionar Soquete. “Hoy, ser serio es una connotación de valor. La gente dice: ‘se nota que usted es una persona seria’, y eso está mal. La risa es la vida, la gravedad es la muerte”, agrega.

Los males que hoy afectan a la risa se han diversificado. Ya no sólo la Iglesia prohíbe la diversión, también el capitalismo se ha transformado en un huracán tan destructor como los obispos y los curas. Las fiestas y ebriedades que sobrevivieron a las leyes coloniales, fueron prohibidas después por el libre mercado: como la risa no fabrica riqueza material, no es necesaria.

Desde esta iglesia sagrada del payasismo, los bufones han repensado su actividad con una visión política. Han llegado a la conclusión de que la mejor arma para combatir a los amargos y al sistema sigue siendo la misma con la que hace siglos pelearon los distintos arquetipos de payasos ancestrales, que existen en las culturas latinas: la risa, el baile y la ebriedad. Andrés del Bosque, el payaso con más arrugas que hay en el encuentro y que ha sido elevado al nivel de maestro, trae un espectáculo que habla sobre esto: “Banqueros”. Allí, del Bosque habla de la deuda y se refiere a cómo el dinero nos ha quitado el alma. “¿Qué pasa si nos reímos de la deuda?”, me pregunta Soquete. “La gente deja de pagar, se ríe de algo que antes la afligía y la deuda pierde su poder sobre nosotros, nos liberamos”, agrega.

La libertad de la que habla es la misma que –dice- experimentamos en los carnavales: “En la fiesta no hay límites, estamos todos metidos, todos viven. El jolgorio permanente siempre ha estado en nosotros: antes se armaba hueveo hasta en los funerales. La pega del payaso, por tanto, es saber dónde ha quedado esa fiesta”, concluye.
El acta de la cumbre no fue firmada. Tampoco hubo fotografía oficial. En vez de eso, los payasos hicieron una dinámica de grupo. Soquete animó la rutina. Nos hizo dar un aplauso al mismo tiempo, y luego un fuerte grito: allí donde antes reinó el silencio y la culpa, hoy mandan los colores, la risa, y la fiesta.

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El documento final de la cumbre dice que los payasos se comprometen a crear una red y a investigar sobre los payasos sagrados, el bufón latinoamericano. La idea es crear, en el futuro, una escuela centrada en las enseñanzas de estos payasos ancestrales.

Guido Navarro, un tony ecuatoriano de 50 años, es uno de los que más sabe de este tema en la cumbre. “El payaso sagrado está en el centro de la cultura de cada pueblo latino”, dice, y enumera una serie de personajes: “está el Taita carnaval, el Kollon, el Pepino. En Ecuador nosotros tenemos al Charlatán, este personaje que viaja vendiendo todo lo imaginable”, agrega.

El acuerdo de la cumbre dice que hay que mirar a esos payasos para lograr crear algo propio, un arquetipo centrado en los bufones como sobrevivientes, como locos callejeros, payasos de fiesta popular que molestan como un demonio. “Esa es la realidad del payaso latino”, apunta Guido. “Hay muchos que jamás han hecho un taller en su vida y viven de eso, y allí hay algo”, agrega.

Para él, esta cumbre ha puesto en el centro la investigación de algo que predominaba toda la cultura latina y que hoy se ha perdido por culpa del sistema y la religión: la fiesta. Al igual que Soquete, Guido cree que en la fiesta están las soluciones a los males modernos: “La fiesta influye en la vida diaria. Antes, todos nuestros pueblos estaban dedicados a las fiestas y no había crisis ni neurosis. Los pueblos andinos vivíamos para bailar y cantar, y ahora lo hacemos cada vez menos”.

¿Se puede, entonces, encontrar nuevamente a un payaso que se ha perdido? Guido cree que sí. No sólo eso, piensa que los payasos nacen de dos formas: O uno los encuentra, como le pasó a él en Italia en 1986 en la escuela del Circo a vapor, o ellos te encuentran a ti, como le pasó a varios de los que hoy están en la cumbre.

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La cumbre de payasos empezó el 22 de noviembre con una fiesta. Durante la tarde de ese día, más de 100 payasos y músicos salieron a las avenidas de Valparaíso en un pasacalles. Iban disfrazados, bailando, riendo y sacando carcajadas. Tres marionetas de casi cuatro metros de altura guiaban los festejos. ¿Puede una murga de bufones cambiarle la vida a alguien? A Petunia le pasó en el 2004.

A ella ya nadie la llama por su nombre de pila, y acá tampoco lo haré. El día de su bautizo payasístico fue el momento en que nació de nuevo, y Petunia -dice- es su nombre real. Antes de eso, su vida se resume así: Petunia era una joven testigo de Jehová de 20 años que trabajaba como ayudante de cocina en el subsuelo del restaurante Club Alemán de Valparaíso. Desde allí, la única imagen que pasaba frente a sus ojos eran los cientos de pies que todos los días observaba desde la ventana que daba a la calle. No veía caras, ni cuerpos, sólo zapatos, zapatillas y chalas.

Un día, mientras pelaba un saco de presas de pollos, se le apareció una chalupa de payaso. Luego aparecieron más, decenas de gigantes zapatos de colores que se movían al ritmo de una banda. La escena le causó gracia y se largó a reír. Salió a ver con qué se encontraba y vio a los payasos de la Compañía Cachiporra. Al día siguiente renunció a su trabajo y se matriculó en un taller: sería payasa. “Quería estar en el divertimento, en el jolgorio mismo”, dice al recordar. “Soy una agradecida de eso. Yo debería estar como todas esas personas que terminan viviendo vidas que no quieren. Ese pasacalles me liberó. Me limpió toda la mierda que te enseña la religión: el no hacer, el no disfrutar, el no cuestionar”, agrega.

Hace nueve años que Petunia vive del payaseo y hace cinco que integra la compañía “El festín de la risa” con Soquete y tres payasos más: Patilla, Pinganilla y Pitilla. El grupo es el encargado de amenizar la función para los niños que está programada en la cumbre. También presentan sus show varios representantes de otros países. El teatro, habilitado para 80 personas, está repleto de gente riendo. El número de Petunia es el segundo. Parada en medio del escenario, levanta los brazos y dos matorrales de pelos salen de sus sobacos. Toma unos cabellos en su mano y comienza a tocarlos como si fueran las cuerdas de una guitarra. El público estalla en carcajadas.

Al terminar el show, Petunia cuenta que cree que los payasos hoy deben ser más políticos, estar más presentes en la sociedad, poner segundas lecturas en sus rutinas: “el show de los pelos es un juego, pero también es una liberación femenina. ¿Por qué no puedo tener pelos en los sobacos? Bueno, Petunia los tiene y además toca guitarra con ellos”, dice.

En la compañía, ella no solo actúa, también da el taller de iniciación. Desde allí, le ha cambiado la vida a personas que por primera vez se deciden a buscar su payaso. Le es inevitable, a veces, preguntarse cuántas Petunias habrán quedado encerradas en algún subterráneo pelando pollos, esperando que un pasacalles, que nunca caminó por esa cuadra, cambiara en algo sus vidas: “hace un tiempo llegó un francés que vino a hacer un taller por dos días y ya lleva seis meses acá. Es loco ser parte del proceso de cambiarle la vida a alguien”, reflexiona. “Yo creo que el payaso es muy generoso, y es imposible no enamorarse de esta vida”.

El francés del que habla se llama Marcial y hace dos semanas que debería haber vuelto a Mijoux, el pueblo de 22 kilómetros cuadrados y de 300 habitantes en el que vivía, y donde hay más vacas que personas. Pero no regresará: “Todo empezó en Valparaíso, mi payaso nació acá”, me dijo hace algunos días en imperfecto español.

Por cosas como estas, Petunia cree que esta cumbre es revolucionaria, porque ha reivindicado el nombre del payaso. Al igual que Soquete, ella también cree que la religión abolió la fiesta. A esos fieles –dice- hay que conquistarlos con sonrisas: “Tenemos la culpa metida adentro. Esta sociedad tiene encarnado el sufrimiento, pero el payaso se sacude. Se niega a encerrarse, se rebela, es un revolucionario”. Ella misma es un ejemplo de eso. Cuando encontró a su payaso, una investigación familiar la hizo descubrir que su bisabuela había tenido “casas de jolgorio” un par de siglos antes: “Yo creo que de allí viene esto de la diversión en mí, tengo alma de casquivana”, dice mientras convulsiona de risa.
Después del show nadie se cambia ropa. Todos deben hacer el último ensayo antes de la gala internacional, que cierra los espectáculos que se programaron para la cumbre. La obra la dirige Andrés del Bosque y actúan todos los payasos que participaron en el festival. Con maquillaje, las arrugas de Soquete se hacen más evidentes. Despojado de su nariz se sienta en la primera fila y mira el escenario. El telón rojo que cuelga del frontis es la nueva adquisición de la compañía, el show de niños, de hecho, era su estreno. Desde que inauguraron este proyecto, hace ya siete años, se han realizado más de 600 funciones y más de 30 mil personas se han divertido en esas butacas. “Esto cada día parece menos una iglesia”, dice Soquete con una sonrisa de orgullo.

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