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Opinión

23 de Diciembre de 2013

Los trabajos y los días de Elvira Hernández

No faltan los agoreros que consideran que la poesía chilena está de capa caída, “eclipsada” al decir de Ignacio Valente; desdiciéndolos, cada tanto aparecen libros muy buenos, algunos extraordinarios, por ejemplo uno que pasó bastante colado: Cuaderno de deportes (2010), de Elvira Hernández, 66 poemas de canto ronco donde lo olímpico es el pie para […]

Vicente Undurraga
Vicente Undurraga
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No faltan los agoreros que consideran que la poesía chilena está de capa caída, “eclipsada” al decir de Ignacio Valente; desdiciéndolos, cada tanto aparecen libros muy buenos, algunos extraordinarios, por ejemplo uno que pasó bastante colado: Cuaderno de deportes (2010), de Elvira Hernández, 66 poemas de canto ronco donde lo olímpico es el pie para reflexiones e imágenes que aguan incluso la llamada fiesta de la democracia (“Cada cuatro años / el team completo candidateado / nos horada los ojos / con olímpico desprecio”).

Ahora apareció Actas urbe, un volumen que recoge los “textos idos” de Hernández, esto es, buena parte de los libros y poemas sueltos que publicó durante años en revistas dispersas, en ediciones limitadas o en otros países, por lo que en su mayoría apenas fueron conocidos en Chile. Editado y prologado por Guido Arroyo –que apunta con razón que esta es una poesía que “ha evitado reproducir itinerarios programáticos”–, Actas urbe recoge ocho conjuntos escritos desde fines de los 70 hasta este año, siendo el primero ¡Arre! Halley ¡Arre!, ese suspicaz y cáustico libro de 1986 que es a la venida del cometa un poco lo que La aparición de la Virgen de Enrique Lihn es a los avistamientos de la Virgen en Villa Alemana: un enfrentamiento en el ámbito de las palabras tendiente, en parte, a desmantelar la precaria estructura retórica de esos montajes ruines, terminando de escamotearles así el sentido que éstos nunca lograron del todo proyectar. Luego vienen, entre otros, Meditaciones físicas por un hombre que se fue (1987), Carta de viaje (1989) y un inédito, Bestiario, escrito entre 1978 y 1991 y donde se lee: “Las imágenes del cerebro proporcionan los peores espejos: / Una autohipnosis un autofilm de la propia cautividad”. Además, en un apéndice, se incluye un lote de poemas sueltos, unos pedazos de entrevistas, una autoentrevista –ese género dudoso que acá funciona pues la autora sabe esquivar los acomodamientos para, con humor, definir ciertas posiciones mínimas en materia literaria– y su definitoria “Arte poética”: “…no se puede pensar, ante un vínculo tan íntimo, que el aprendizaje de técnicas poéticas pueda encaminarnos a tocar fondo, fibra humana, sentido, sinsentido”.

HILO ROJO

Un verso de Rosamel del Valle puede usarse para pensar en lo que los poemas reunidos en esta compilación revelan: un “secreto espectáculo de cambios y transfiguraciones”.

Cambios y transfiguraciones de un lenguaje, de una voz, infrecuentes transmisiones de una frecuencia modulada personalísimamente. Lo que da unidad a esta obra no es el número de repeticiones o continuidades que la conforman ni los ecos internos sino la personal y escurridiza modulación que subyace a cada nuevo modo implementado, lo que es visible incluso en el soneto del Gato acrupido.

Las distintas sintaxis, tonos y modos de versificar, de torcer la escritura y el acento que conviven al interior de Actas urbe refrendan los versos de Luis Cernuda: “Hablan en el poeta voces varias: / Escuchemos su coro concertado, / Adonde la creída dominante / Es tan sólo una voz entre las otras”. Ahora bien, quizá el de Hernández sea más bien un coro des-concertado, un concierto en el que resuena lo incierto, las notas estridentes, y donde lo viejo es siempre reconsiderado. Por supuesto, la mera convivencia de voces y formas distintas no es en sí misma un valor; sí lo es que todas ellas, o una buena parte, resulten novedosas, atractivas y que aun en su ostensible diferencia mantengan eso que la leyenda japonesa llama el “hilo rojo”, es decir, un vínculo irrompible aunque impalpable, una secreta médula.
“Lírica irritada” dijo sobre esta poesía Jorge Guzmán cuando presentó hace ya dos décadas Santiago Waria. Es una definición que resiste el paso del tiempo y los matices que sea pues le achunta al entrecejo de esta poesía. “Música pesada”, dice Guido Arroyo hoy. En un poema el peruano Antonio Cisneros se definía a sí mismo como “ronco para el canto”.

Ronquera, irritación, pesadez, también concernimiento y un humor seco: describiendo aspectos así se podría perfilar esta escritura.

UNA CUCHILLADA

Publicado únicamente en 1991 en Colombia –a Chile sólo llegaron tres ejemplares–, El orden de los días es un libro de fraseos resonantes, con haches como hachas (“ni flecha sagita / ni flecha mapuche / ni flecha huilliche”), y en cuyas páginas sucede algo análogo a lo que el segundo verso del libro mismo describe: “una luz cruza como una cuchillada”. Es una luz filuda la que refractan estas páginas, quemante a veces, otras fría, y lo que se ilumina principalmente es el tiempo: sus repliegues, su condición ilusoria (“la tarde del día viaja oculta en un barretín”) y a la vez fatal, sus efectos destructivos, sus estiramientos, su dilapidación; en fin, se “subterranéan” estos poemas en “la burla del tiempo” (como traduce Parra un verso de Hamlet), y en la página quedan “los días saltando como chispas de un brasero”.
En este catálogo de trabajos y días, llama la atención, ya desde los títulos, cómo el orden de los días es, más bien, una apariencia: “giran los días golpeándose unos a otros / en la tómbola de los días”. Resulta central la carnalidad de las formas que toma el tiempo en estos poemas, donde los días y las noches literalmente se humanizan una y otra vez: “los días se paran en sus aterradas patas raquíticas / empiezan a caminar por la aterida historia”.

Ahora, que sea el tiempo el asunto central no implica en lo absoluto que El orden de los días navegue en aguas abstractas, alejado de la historia o de la comunidad. En los modos y en los asuntos de la poesía de Elvira Hernández (“hija de su tiempo, su imperativo es alejarse de su época”), es permanente la tensión entre el ensimismamiento de la palabra y su concernimiento respecto al mundo circundante; por ello siempre hay espacio para todos y eventualmente para todo, para tanteos en lo incierto y también para sagacidades de alcances contingentes: “Un 75% de la población confunde capitalismo de estado con socialismo”.

En El orden de los días está desde la violencia de un secuestro al estilo CNI (mientras hay un carabinero bostezando en la esquina) hasta bichos y animales invadiendo las páginas. Hay varias muertes trágicas, incluso alguien feliz y, también, esqueletos de novela o cuadros de costumbre en miniatura: “alguien se lava la cara las manos / cepíllase se baña se perfuma se pule / rasúrase también / la familia cree que es un hombre limpio”. Elvira Hernández es una de las voces vivas más vivas de la poesía chilena. Su poesía inteligente parece no tener centro, pero quizá lo tenga (parafraseando a Germán Carrasco) en su capacidad de siempre bailar sin rigidez pasos nuevos.

ACTAS URBE
Elvira Hernández
Alquimia Ediciones
2013, 241 páginas

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