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Opinión

12 de Enero de 2014

El racismo en la pantalla

  Vía revista Replicante Las atrocidades de la historia moderna son casi de la misma edad, si no es que más jóvenes que el cine, y desde sus principios éste ha plasmado guerras e injusticias con diferentes niveles de autenticidad. Por lo general, estas versiones fílmicas tienden a presentar un interesante problema de representación: ¿cómo […]

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Vía revista Replicante

Las atrocidades de la historia moderna son casi de la misma edad, si no es que más jóvenes que el cine, y desde sus principios éste ha plasmado guerras e injusticias con diferentes niveles de autenticidad. Por lo general, estas versiones fílmicas tienden a presentar un interesante problema de representación: ¿cómo recrear auténticamente y de la manera más realista posible infamias históricas casi inimaginables? Los seres humanos tenemos una necesidad instintiva de contar y escuchar historias, de organizar la existencia del mal en relatos que le den una significación, un propósito. Pero, ¿se puede realmente recrear con veracidad el horror de un campo de concentración? Al reinventarlo en el set, con actores famosos y extras bien alimentados, la recreación nos parece falsa y el tema corre peligro de desvirtuarse en la banalización.

De no haber sido porque los nazis documentaron sus propias aberraciones meticulosamente quizás la humanidad no podría visualizar, siquiera comprender la magnitud de su barbarie organizada, pero son esos testimonios documentales, más las memorias de los sobrevivientes y las películas filmadas por los ejércitos aliados al finalizar la guerra, en los que se basa el cine para recrear el infierno del Holocausto. Cualquier película ficcionalizada del Holocausto presenta una tensión entre la búsqueda de la autenticidad en las imágenes, la realidad descarnada y la fantasía dramática de la narrativa, que intenta encontrar significatividad moral y emocional en donde quizás es imposible que exista. Las víctimas fueron eficazmente deshumanizadas por sus torturadores; su problema esencial no fue un problema moral, como lo requiere el drama, sino de sobrevivencia. Infinidad de películas de guerra antinazis dan rienda suelta a una fantasía de revancha contra la maldad. Estas películas no están abrumadas por la carga de una responsabilidad con la verdad histórica, son un género aparte. En contraste, la representación del Holocausto u otros genocidios requiere de un compromiso más serio con la autenticidad, porque de no haberlo el suceso histórico se convierte en kitsch.

Se cuentan historias de genocidios e infamias universales para provocar catarsis colectivas, para concientizarnos sobre los peligros del abuso de poder, el racismo, la violencia étnica; con el fin de identificarnos con las víctimas.

Para plasmar la realidad, tal como se supone que fue, existen los documentales. El cine narrativo insiste en comunicar la experiencia de la atrocidad aunada a una moraleja, enseñanza o exaltación del lado noble de la humanidad. Se cuentan historias de genocidios e infamias universales para provocar catarsis colectivas, para concientizarnos sobre los peligros del abuso de poder, el racismo, la violencia étnica; con el fin de identificarnos con las víctimas. Para evitar caer en la más amarga desesperanza, y para poder vender más boletos en taquilla, se engrandecen o inventan actos heroicos que dan significatividad a las ignominias más terribles de la historia.

Por eso, generalmente las decisiones dramáticas y creativas de los cineastas que relatan historias de atrocidades reales tienden a atentar precisamente contra la verosimilitud a la que aspiran. En el momento en el que se contratan estrellas de cine, se enfatizan virtudes heroicas o se usa música compuesta para la ocasión, se registra inmediatamente una tensión entre la verosimilitud y el espectáculo.

La exponente más abyecta de este problema es la película La vida es bella, de Roberto Benigni, una fantasía egocéntrica del realizador italiano que busca engrandecerse personalmente al protagonizar a un payaso que hace reír a niños presos en un campo de concentración nazi. Ésta es una ficción que utiliza al Holocausto meramente como escenario para las capacidades histriónicas de Benigni, por ende, denigra la memoria de cualquier víctima o sobreviviente del Holocausto al convertir el suceso histórico en kitsch calculado y vulgar. A pesar de ser aberrante, su sentimentalismo le valió tres Óscares. El público prefiere historias esperanzadoras. De allí que tengamos que padecer de los paroxismos de redención de Hollywood. Ya en los años setenta el cómico estadounidense Jerry Lewis filmó una película similar, legendariamente pésima, El día que el payaso lloró, pero se dió cuenta de que era una aberración utilizar el Holocausto como vehículo para su protagonismo y prohibió su exhibición.

¿Hay buenas películas que transcurran en un campo de concentración? Las cintas más acertadas sobre este periodo histórico tienden a evitar la recreación de los infiernos nazis, como la excelente La caída (Downfall), de Olivier Hirschbiegel, sobre los últimos días de Hitler, que plasma la depravación de los nazis sin mostrar un solo prisionero cadavérico de Auschwitz. El pianista, de Roman Polanski, recrea la experiencia de la persecución contra un solo individuo sin entrar en la pornografía del genocidio.

 

Amistad, de Steven Spielberg.Amistad, de Steven Spielberg.

Aunque en Hollywood se han realizado infinidad de películas sobre la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, existe solamente una veintena de ellas sobre otro hito terrible de la barbarie humana: la esclavitud en el sur de los Estados Unidos. Desde que Barack Obama es presidente se han estrenado varias cintas recientes con este tema. La esclavitud, que también fue un sistema genocida y explotador de un grupo étnico, es casi un tabú en el cine estadounidense. Como atrocidad histórica está al mismo nivel de maldad y de morbo que el Holocausto. ¿Por qué no goza de la misma popularidad? Es demasiado simplista atribuir esto a la presencia judía en Hollywood, aunque no es del todo descabellado. El productor Harvey Weinstein ha creado una mini-industria de producción y distribución de películas del Holocausto (Life is Beautiful, The Reader, Sarah’s Key, entre otras) que presenta como candidatas a diversos Óscares cada año. Sin embargo, una razón más factible es que la cultura negra sigue siendo marginal en el cine de ese país y, con excepción de un puñado de realizadores negros con poca influencia en Hollywood, tiende a ser representada por productores y cineastas blancos. Hasta ahora, muchas de las cintas relacionadas con la historia de los negros en Estados Unidos han sido fantasías de redención creadas por los blancos para sentirse mejor, realizadas por directores y guionistas blancos, y por lo general con protagonistas blancos cuya decencia e indignación moral ayudan a salvar a los personajes negros relegados a papeles secundarios (véanse Amistad y Lincoln, de Spielberg, o la execrable The Help,en la que una joven blanca decide luchar por los derechos de sus sirvientas). También es posible que haya un trasfondo de enorme vergüenza colectiva que reprime la expresión del tema de la esclavitud. Lo mismo pasa con el cine francés. En una industria cinematográfica extremadamente robusta, hay infinidad de cintas sobre la resistencia, pero solamente hay un puñado de películas francesas que tratan de la colaboración del régimen de Vichy con los nazis.

 

Escena de Doce años de esclavitud.Escena de Doce años de esclavitud.

Basada en un testimonio real, 12 Years a Slave (Doce años de esclavitud), del director británico Steve McQueen, relata la historia de Solomon Northup, un negro nacido libre en Estados Unidos, que vivía tranquilamente en el estado de Nueva York y que un buen día fue raptado para venderlo como esclavo en los estados del sur. Northup no fue traído encadenado desde África. Era un hombre educado, de clase media, casado y con hijos, un ciudadano estadounidense. Vivió la experiencia infernal de la esclavitud durante doce años de su vida en los que nadie pudo hacer nada por él, pues la esclavitud en el sur estadounidense era un sistema socioeconómico perfectamente legal: la versión más abyecta del capitalismo sin límites.

En su obra cinematográfica Steve McQueen —quien antes de convertirse en director de cine fue artista conceptual— explora el sufrimiento humano in extremisHunger se concentra en la huelga de hambre realizada por el preso irlandés Bobby Sands en la época de los problemas entre Irlanda e Inglaterra en los años setenta. Shame explora la adicción sexual de un personaje que lo lleva a la autodestrucción. En las dos cintas (ambos personajes interpretados por Michael Fassbender), McQueen tiene una fascinación por la aniquilación del cuerpo, pero con fines opuestos. El caso de Sands es un sacrificio político y un acto de subversión contra los ingleses, mientras que enShame es un deseo de desaparición personal, de consumirse en el placer como una suerte de autoflagelación.

 

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