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Opinión

21 de Enero de 2014

100% chilena

En más de una manera, los aristócratas chilenos son como esas estrellas de rock que se ven obligadas, con cada cambio de época, con cada alteración leve o radical del gusto, a “reinventarse”, sin perder, si es posible, si se es practicante o aficionado a la metafísica, su esencia. Casi desde el despertar de este […]

Tal Pinto
Tal Pinto
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En más de una manera, los aristócratas chilenos son como esas estrellas de rock que se ven obligadas, con cada cambio de época, con cada alteración leve o radical del gusto, a “reinventarse”, sin perder, si es posible, si se es practicante o aficionado a la metafísica, su esencia. Casi desde el despertar de este país, la élite ha dominado las esferas de influencia (política, empresa, universidad, iglesia). Las rencillas intersticiales más la penetración de algunas ideas, eventualmente separaron a esta clase dominante entre liberales y conservadores. El ardoroso debate público tenía por contrapartida abrazos rituales a la hora del té en la casa de una abuela o una tía, donde se hacían a un costado las diferencias (presumiblemente por un sentido básico de la decencia y respeto crepuscular a la familia). Pero llegaron las revoluciones, y demandaron sacrificio. Las familias se enfrentaron y se mancharon con sangre. Y, luego, tras el triunfo de la ida de dios y el triunfo de la idea del enriquecimiento sin contrapesos, nació el Chile moderno.

Un resumen así no puede sino ser caprichoso e incompleto, tal como es “Mi abuela, Marta Rivas González”, el testimonio novelado que Rafael Gumucio hace de su abuela y por consiguiente, de su familia y de un Chile. Este libro es un retrato preciso de la aristocracia de izquierda chilena, ese “producto completamente chileno”, como afirma Gumucio. Marta Rivas no tiene empacho en tratar a sus empleadas domésticas como “chinas ninfómanas”, “chinas de mierda”, y al mismo tiempo salir a la calle a manifestar con obreros y esas mismas mujeres y sostener, por azar, pero sin arrugarse una pancarta que dice “Llevo cincuenta años sirviendo al pueblo”. Estas contradicciones aristocráticas son posibles, y se puede levantar con algo de cautela esta hipótesis psicológica, porque la vida es un juego, un teatro, en el que ellos están en el escenario y detrás de él. La vida de Marta Rivas es la escenificación de la paradoja de la cultura y la abundancia: en un momento, pese a tener, pese al cosmopolitismo y la riqueza simbólica del linaje, pese a tener a parte del mundo a los pies, ese mundo hecho se vuelve estólido y hay que revivir el deseo, sea este destructivo o no. Este juego para alguien al margen de la elite siempre es terrible, y exige una valentía o una ferocidad singular; los privilegiados también deben ser valientes, pero tienen donde caer muertos, una casa y un apellido que las más de las veces abre puertas. La aventura es un juego, una particular especie del hedonismo (Rafael Gumucio abuelo es un jugador inveterado).

Marta Rivas, como la describe Gumucio, es una mujer a destiempo. Una feminista conservadora, una mujer de izquierdas que desprecia el roterío, una enemiga inflexible de la mediocridad, provista de una piel capaz de cambiar de color (aunque algunas cosas siempre siguen igual) para sobrevivir, sobrevivir “bien”. Gumucio sabe quién es su abuela y todavía sigue siendo un misterio. Resolverlo es también encontrar una solución para la aristocracia chilena. Tal vez la única forma de dar con una solución pasajera es a través de opuestos. En Marta Rivas conviven las cosas más dispares y, lo que es increíble, con una rara armonía (Gumucio en algún momento la adjetiva como “sinfónica”), como si su vida fuera una canción que admite infinitas variaciones e infinitos intérpretes cansados y excitados de leer una partitura tan complicada. Aunque ciertamente todas las vidas son un poco así. Algunas son más grandes que otras, eso es todo. No todas tienen a un nieto escritor dispuesto a inmortalizarlas

Gumucio es un cronista de innegable habilidad para conjurar la plaza pública y la vida íntima en una misma página, apuntando con cordialidad las contradicciones y resaltando con simpatía los errores. Pese a sus muchas provocaciones, no es un escritor malediciente, no tiene, como tal vez citaría su abuela, “mala conciencia”, y si una enorme impaciencia con Chile, con el Chile que lo educó a distancia y se veía en el horizonte, tal como para su abuela, como el único destino real. Chile es un pedazo de tierra que ni Marta Rivas ni Rafael Gumucio, a pesar de los exilios y las tristezas y los golpes, pueden eliminar. Chile es una cruz, pero por fortuna, ninguno de ellos la llevó con la docilidad de Jesucristo, sino más bien con rabia, pero sobre todo con humor, con el rudo humor de un bufón.

FICHA:
Mi abuela, Marta Rivas González
RAFAEL GUMUCIO
Ediciones UDP. 2013,
224 páginas

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