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Opinión

29 de Enero de 2014

¿El arte que nos lee?

El otro día presenté, en una universidad más prestigiosa que la cresta, a un escritor argentino radicado en España, llamado Patricio Pron. El protocolo consistía en que un escritor local presentaba a un filete internacional, algo así como un teloneo literario. El Pron es un compadre muy buena onda y capísimo narrador, al que yo […]

Marcelo Mellado
Marcelo Mellado
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El otro día presenté, en una universidad más prestigiosa que la cresta, a un escritor argentino radicado en España, llamado Patricio Pron. El protocolo consistía en que un escritor local presentaba a un filete internacional, algo así como un teloneo literario. El Pron es un compadre muy buena onda y capísimo narrador, al que yo había conocido hace unos años en una feria del libro de Santiago y con el que estuve en Madrid en una ocasión. En dicho evento, que se enmarcaba en el contexto de una cátedra dedicada a Bolaño, estuve con otros colegas escritores de lo más representativos de la escena narrativa y poética nacional. Me sentí escritor de verdad, cuestión que podría complicar mi pertenencia al colectivo provinciano Pueblos Abandonados, aunque en mi fuero interno le sigo siendo fiel.

A veces me hace bien ir a Santiago para neutralizar el desprecio de que soy víctima en la provincia por las instituciones regentes, pero mi negocio lamentablemente es ese, padecer la humillación estructural de vivir donde no es necesario hacerlo, pero me encanta. Lo que me carga es habitar donde hay que hacerlo.

En la presentación ambos coincidimos, el escritor famoso y yo, en que el autor es en la práctica un lector y su trabajo consiste en dar cuenta de sus lecturas, entre otras cosas, por cierto. A partir de ahí surgía una teoría de la lectura que implica autorías, tributos y deudas, y un tema estadístico o cuantitativo difícil de resolver materialmente, porque puchas que hay que leer harto. El mundo es leído, es decir, es una mediación perpetua.

A partir de esta reflexión intento explicarme cómo la ficción o cierta narrativa (o teoría del relato) mira o ve la historia local reciente. De cómo, por ejemplo, es que una teleserie tematiza un homicidio emblemático no resuelto, como es el caso Matute, reabierto, según leí en las redes sociales gracias a la teleserie Vuelve Temprano. O de cómo surge Misterios en el Jardín, basada en los crímenes de los llamados sicópatas de Viña. Podríamos agregar la saga o serial Los Ochenta y gran parte de la oferta memorística (incluyendo mucha investigación periodística) que pretende copar el archivo de la historia trágica de un Chile bajo dictadura o bajo una democracia controlada.

El tema no es menor cuando la amenaza es el olvido, precisamente por la exhibición impúdica de aquello que cierta decisión política decidió instalar como verdad necesaria y programada de ese grupo de interés por mostrar lo mostrable, lo digerible, lo impostado, la memoria edulcorante y dulzona que nos hermana a todos, pero que debe ocultar lo fundamental, el mecanismo de la validación que hace posible esa pauta editorial, es como cuando de desclasifica un documento tachado. Estamos hablando de un falso archivo, de una literatura que quiere ser cómplice del olvido estratégico. O, al menos, de una estrategia de visibilidad que más oculta de lo que muestra.

Es fascinante ser testigo, aunque debo estar exagerando, de un momento en que la literatura mira, o tal vez debiéramos decir la ficción, analiza e influye sobre los acontecimientos. Uno de los actores de Misterios en el Jardín, que es amigote mío, hace mucho años me contó que estaba haciendo un proyecto sobre esos crímenes, no sé si la teleserie se basa en ese proyecto, pero obviamente su propuesta era más radical, aunque logro percibir en el conflicto entre el investigador policial y personaje local esa tensión entre el criminal poderoso y soberbio, y su perseguidor, aunque le falta mayor referencia al contexto político de época; hace rato que no veo a mi amigo, pero le voy a preguntar.

El uso de la ficción para tratar acontecimientos no resueltos de la vida pública tiene que ver con la huella imperecedera que dejan los misterios, las zonas oscuras que la razón poderosa ocultó y lo que la historia política fue incapaz de dilucidar o simplemente no quiso, porque no tiene la osadía que tiene la ficción. Obviamente se trata de un instrumento innegable de análisis e investigación, pero como toda herramienta su uso depende de ciertas experticias y de modelos estéticos que a la hora del resultado no son menores sus efectos en las políticas de obra.

En el caso de Los Ochenta la sensación que tengo es que lo más rescatable es la reconstrucción decorativa de la época, porque la serie derivó en un culebrón patético. Misterios en el Jardín, en cambio, tiene algo de freak y una reconstrucción epocal que me retrotrae al periodo en que yo estudiaba en Viña-Valpo. Recuerdo claramente la imagen del inculpado Luis Gubler, que luego quedó libre; en esa época corrió la versión de que su pareja lo habría descubierto y él la internó en una clínica siquiátrica. Ella posteriormente fue pareja del escritor Carlos Cerda, también fue alumna de un artista visual amigo mío. Este hecho menor y anecdótico puede ser fascinante desde el punto de vista novelesco y dan ganas de seguir esa línea, porque ese clima siniestro que imperaba en esa zona y en le país fue parte de mi experiencia personal.

En general toda la criminalidad surgida en tiempos de dictadura es una referencia narrativa potentísima, porque deriva a su vez de una voluntad de ficción gestada desde la sicopatía higiénica perversa, la de limpiar el territorio de un sector sucio e indeseable de la población. A partir de ahí surge una asociación ilícita, aunque validada por un Estado terrorista. Para mí, lo más interesante es el proyecto del hijo de Gubler por limpiar su imagen, esa ficción contrasta dialógicamente con la misma teleserie, concretamente con la imagen del investigador representado, el comisario Lillo, acusado de torturador y de asociación ilícita. El relato se diversifica y va más allá del soporte narrativo estricto, ya sea televisivo, literario, periodístico o digital.

Finalmente, y como ejemplo de la omnipresencia de la ficción, una noticia nos cuenta que un colegio particular subvencionado que cierra en marzo copió el modelo aparecido en una serie chilensis sobre un profesor, creo que El Reemplazante, en donde los apoderados deciden hacerse cargo, a través de la creación de una corporación. Es definitivo, la vida pública y social, para no llamarle realidad (porque eso sí que no existe) copia la ficción, que es la única forma de sobrevivencia de lo público hoy en día.

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