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Opinión

7 de Marzo de 2014

El juicio emblemático de Celestino

Desde el primer día que fue detenido, a 1.780 metros del fundo en que murió calcinado el matrimonio Luchsinger Mackay, el machi Celestino Córdova estaba sentenciado públicamente. El ministerio Público, abogados particulares de la familia y el mismo ministerio del Interior se hicieron parte de la acusación por “terrorismo”, incendio y homicidio, en el que […]

Fernando Pairican
Fernando Pairican
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Desde el primer día que fue detenido, a 1.780 metros del fundo en que murió calcinado el matrimonio Luchsinger Mackay, el machi Celestino Córdova estaba sentenciado públicamente. El ministerio Público, abogados particulares de la familia y el mismo ministerio del Interior se hicieron parte de la acusación por “terrorismo”, incendio y homicidio, en el que constituye el caso más emblemático de la cuestión autodeterminista y que es sólo la punta del iceberg de algo aún más profundo: la forma como se constituyó La Araucanía a finales del siglo XIX y la manera en que desarrolló su historia posterior en el siglo XX. Ahí radica la complejidad y paradigmas que se cruzan en una región que sigue siendo la verdadera frontera.

Nada justifica un crimen, pero los que piensan que el hecho es terrorismo se equivocan: no estamos frente a una política sistemática que corresponda al accionar político de una parte del movimiento. Y aunque en este caso en particular desde Héctor Llaitul hasta Aucan Huilcaman rechazaron lo sucedido, sí es parte de un espiral de violencia en que todos los actores han sido parte y constructores. Desde el Estado, que oficializó a partir del año 2002 una política de seguridad pública para contener a los sobrevivientes de las reducciones del siglo XX; de sectores del movimiento Mapuche que han ritualizado la violencia política como instrumento de protesta, negándose a crear nuevas formas de hacer política dentro de un escenario que se ha ido transformando; y de agricultores, que desde su colonización se movilizan armados por sus campos.

Pocos se cuestionan la violencia desde los agricultores. Nadie repara en la normalidad con que hablan sobre sus armas, las portan y las usan contra los “indios”. En el juicio de Córdova se destacó la buena puntería de Werner Luchsinger, quien siempre llevaba un cinturón con su arma de fuego. Pío Seco contó que al verse atacado por un grupo de Mapuche corrió al interior de su casa en busca de las armas que mantenía en un canasto. “Yo quería defenderme de un ataque terrorista. Y si había que matar, lo hubiese hecho”, dijo.

Según el historiador español Eduardo González Callejas, la violencia política es una “forma peculiar de intercambio y comunicación”; es también una escalada gradual luego de reivindicaciones previas que no fueron consideradas en las agendas políticas y que fuerzan la creación de una nueva estructura de poder. Pero la violencia “raramente es un factor de consenso social”. La falta de instrumentos políticos dentro de una imperfecta democracia, la negación en avanzar la construcción de espacios de autonomía -que es una herramienta para el autogobierno y el ejercicio de la autodeterminación- y el tratamiento del caso como un asunto de seguridad pública, han gestado el ascenso de la violencia en todos los actores. Por eso este caso no debe mirarse solamente desde la lupa “conflicto Mapuche”: porque es la radiografía de una clase política que sigue mirando las exigencias de la ciudadanía con ópticas del siglo XX.

¿Es terrible la muerte del matrimonio Luchsinger Mackay? Sí. También lo son la muerte de Jaime Mendoza Collío, capturado por carabineros, puesto boca abajo y asesinado de un disparo; la de Catrileo, abatido por un disparo de subametralladora del cabo Walter Ramírez; de Alex Lemun, herido por un balín metálico que lo hizo agonizar cinco días. Todas muertes evitables, si la clase política no se hubiese empecinado desde 1990 en creer que autodeterminación significa dividir el país en dos.

Existe una diferencia en la forma como se abordaron los casos reseñados y no deja de ser simbólico. Dos de los tres casos, excepto el de Catrileo, están en la impunidad. El tratamiento público a todas luces ha sido distinto: nunca ha viajado un ministro del Interior a la zona a reunirse con las víctimas de la violencia policial y tampoco se han enviado abogados especiales para dar una respuesta a los procesos. Uno no deja de pensar en los fundamentos de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos. ¿Es que la diferencia es porque unos son blancos y otros morenos? No nos engañemos: en Wallmapu persiste un apartheid “cultural” y Temuco sigue siendo la capital de la frontera.

El de Celestino fue un juicio más profesional que a momentos mostró una interesante diplomacia entre los defensores del machi y sus querellantes y no estuvo marcado por un desfile de testigos sin rostro, agentes encubiertos o conexiones internacionales a los que nos tienen acostumbrados los fiscales y políticos de la derecha regional que tratan la cuestión Mapuche. Tal vez empañados en algunos comentarios realizados en la prensa por el abogado del ministerio del Interior, Luis Hermosilla, quien no tuvo reparos en cuestionar la calidad de machi de Córdova y llamó “privilegios” el que pudiera tener un cántaro con agua y yerbas medicinales propias de su espiritualidad.

El machi pasará los próximos 18 años de su vida en una cárcel. Es el primer caso donde una autoridad espiritual es condenado en el marco de la cuestión autodeterminista. Religión y política juntas. El cóctel explosivo de los fundamentalismos étnicos que han sido internacionalmente los conflictos más desgarradores que ha vivido la humanidad. Los Mapuche también queremos paz, pero para eso debe haber justicia. Una justicia que significa, según Juan Carlos Reinao, alcalde de Renaico y ex miembro de la CAM, “generar una política clara de devolución de tierras y territorio, de derechos” y también “exigir deberes”. Porque la tierra es la base de todo lo que compone el ser Mapuche y porque también es la base de la autodeterminación.

*Historiador

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