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Opinión

26 de Marzo de 2014

Adiós, Rodrigo

Éramos unos niños cuando Alberto Espina, a diario y más de una vez por día, siempre por las tardes, a veces oscureciéndose, hacía sonar el teléfono color crema y sin botones del pasillo de nuestra casa en Padre Hurtado 1454. Y yo, de jumper y calcetines largos, esperando quizá qué, corría a contestar, sólo para terminar decepcionada.

Ximena Hinzpeter
Ximena Hinzpeter
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¡Rodriii! ¡A tiii!
Eso fue hace más de 30 años y Rodrigo ya había dejado de ser el gordito que casi se cae de la micro, el arquero eficaz en las canchas del Estadio Israelita, el escolar con problemas de conducta. Seguía siendo el más morenito de nosotros tres pero se sacaba sietes estudiando las leyes del país, las mujeres lindas eran su debilidad (y él, la de ellas) y no creía en Dios, o al menos no como ahora. Era a mediados de los ochenta. El papá aún no se había ido. Tampoco nos habían entrado a robar, ni nos habían cortado nunca la luz por no pago o aparecido nuestra casa en la lista de propiedades a rematar por contribuciones impagas. Todavía no.

Éramos unos niños.

Ese fue el principio de mi hermano en la política.

La política no es para los buenos. Pese a que me lleva tres años, lo supe primero, aunque tal vez me estoy apurando y él, incluso hoy, no lo sepa. Dice que en La Moneda pudo ver lo que desde otro ángulo, salvo, quizá Valparaíso, no se aprecia. Pequeñeces y vanidades, tiempos muertos, políticos-pyme cuyo negocio es salir elegidos y ganar plata. Se va. Lo hace desilusionado de lo que vio en cada esquina pero no por eso, no, contra eso podría haber luchado, dice. Se va porque ya cumplió, porque su única vocación no es la política, porque lo tenía decidido hace mucho, porque le toca a otros, porque lo hubiera hecho igual aunque le hubieran entregado el gobierno a los propios, porque desprecia a los que se quedan atados, porque le da terror. Todo eso dice. Y también, que es definitivo y en paz porque así como Lagos mató el fantasma del socialismo, Piñera hizo desaparecer el del pinochetismo y de esa derecha momia preocupada de cuidar a la élite y a los empresarios o a los militares. Que quedó desordenado el sector, sí, claro, pero lo natural. Fíjate cómo estaba la Concertación cuando perdió el 2010.

Pero sobre todo se va del partido que vio nacer porque él venía de antes, de Unión Nacional, de la calle Ricardo Matte Pérez, donde había que disfrazar al partido de ‘movimiento’ para escapar de la dictadura y sus prohibiciones, donde iban algunos, pocos, a bosquejar un gobierno para Chile, a soñar desde ese presente gris donde mandaba Augusto el futuro libre, la presidencia que vendría.

Desde que ganaron la presidencia empezó a ocurrirle lo que para mí hubiera sido extraño que no le ocurriese.

Incomodarse, de a poco pero persistentemente. Aburrirse. Enrabiarse. Frustrarse. Fueron las mezquindades, la pequeñez, me explica. La propia tribu atávicamente desesperada porque uno de los suyos había llegado a puerto.

Allamand, Ossandón y Larraín.

Allamand partió de inmediato: entre la primera y la segunda vuelta, cuando Rodrigo encauzaba una campaña que hervía a grados inéditos, se fue a subir un cerro. Y como si ese cerro nunca hubiera existido, hizo un berrinche cuando no lo nombraron ministro. Después lo llamaron y aceptó, por supuesto, feliz y callado mientras convino. Incluso de orgulloso partidario anduvo, por si ganaba la primaria que Longueira le ganó. Pero empezó de nuevo. Y muy pronto. No son los únicos, pero son los tres zainos a los que no sólo Rodrigo apunta. Se siente como si un amigo hubiera estado en peligro y ellos, que debieron y pudieron haberle tendido la mano, doblaron el codo. ¿Sabes la angustia de que no se muriera nadie con marchas de 200 mil personas en una calle? –me pregunta. Las mayores protestas desde el año 73 y ningún muerto en esas marchas, ninguno.

Rodrigo es el latino de esta familia nuestra de inmigrantes pobres, rusos y alemanes, donde hasta hoy casi no se habla. Venimos de los pogroms, comíamos pepinos en agua porque no alcanzaba para el vinagre, tuvimos un almacén en Nueva Imperial, un tío en un kibutz en Israel, otro preso en la isla Dawson, un padre socialista en Concepción y compañero del compañero Allende en Medicina y una madre que lloró de alegría con el golpe.

Creo que la casa de Padre Hurtado es hoy un restorán.

Éramos unos niños cuando Espina hacía sonar el teléfono color crema y sin botones del pasillo.

Me contaron que en el verano, hermanito, estuviste riéndote y cantando desnúdate de Cocciante en un karaoke cerca de la playa, en el norte. ¿Puede ser tu nuevo principio?

*Periodista y hermana del ex ministro Rodrigo Hinzpeter.

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