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Opinión

10 de Mayo de 2014

Jacqueline van Rysselberghe: ahondar en lo profundo para abarcar lo extenso

Conocí a Ernesto Laclau en Ciudad de México. En aquellos días, yo era estudiante de una maestría en educación y participaba de un grupo de lecturas fuertemente influenciado por sus ideas promovidas desde la Escuela de Essex. Ernesto, por su parte, era nuestro mentor, un gurú de la teoría bajado de los escaparates de las […]

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Conocí a Ernesto Laclau en Ciudad de México. En aquellos días, yo era estudiante de una maestría en educación y participaba de un grupo de lecturas fuertemente influenciado por sus ideas promovidas desde la Escuela de Essex. Ernesto, por su parte, era nuestro mentor, un gurú de la teoría bajado de los escaparates de las bibliotecas, encarnado en un señor bonachón que nos hacía sentir más cerca de la izquierda y de palabras que hoy parecen algo apolilladas como “revolución” y “comunidad”. Gran parte de mi carta de navegación en la teoría se la debo a este grupo, al sello dejado por Laclau y a dos de sus libros que discretamente dicen: “Con afecto para Abelardo, Ernesto”.

Muchos dirán que gran parte del trabajo filosófico de este pensador argentino que acaba de morir en Sevilla el pasado 13 de Abril no tiene mucho que ver con Latinoamérica, y que más bien, su obra explora los límites desgastados de la filosofía europea. Sin embargo, lo cierto es que Laclau observó con sumo interés los actuales movimientos sociales en América Latina. Con su voz calmada y ronca, Laclau nos entregó no sólo una lectura más compleja del Chavismo en Venezuela, del Lulismo en Brasil, o del Kishnerismo en Argentina, sino que también aportó con una mirada global para comprender los movimientos sociales de nuestro tiempo.

De todas las ideas que he aprendido leyendo a Laclau existen dos conceptos que me motivaron profundamente y que cambiaron mi perspectiva de las cosas dichas. El primero fue la noción de “hegemonía” post-Gramsci, y el segundo el de “significante vacío”, agudo concepto tomado desde el estructuralismo para dar cuenta de cómo nuestras emociones se fijan a significantes carentes de una sustancia única y primigenia. Si el primero de estos conceptos se refiere a los procesos de adhesión social en torno a una causa común, el segundo explica la mecánica detrás de este proceso, al que las masas adhieren para construir una fuerza ideológica que contrarreste al sistema social y económico que les oprime. Baste nombrar por ejemplo el caso Chileno en torno a la noción de “educación gratuita y de calidad”. Desde las primeras marchas de los pingüinos en 2006 hemos visto cómo se han constituido mesas de discusión en el congreso, debates televisados, y seminarios en federaciones estudiantiles. En todo estos espacios políticos ha sido más fácil mencionar el concepto y apologizarlo que otorgarle un significado común y esencial. Sin embargo, si utilizamos la estrategia explicativa de Laclau, comprenderemos que ha sido su significación ambigua lo que ha permitido a este lema aunar intereses varios, escabullirse del asedio tecnocrático y resistir las embestidas propiciadas por el discurso conservador chileno.

De acuerdo con lo dicho, la ambigüedad juega un rol transcendental en todo escenario político, y Ernesto Laclau lo sabía. Con sus libros, clases, conferencias y seminarios, puso al descubierto la esencia vacua e irracional de los populismos de izquierda y de derecha, indagando con ello más que en la naturaleza de la política, en la existencia ideológica de los seres humanos. De acuerdo con Laclau, nuestra existencia estaría determinada por significantes que vuelan dispersos, algunos en bandada y otros en solitario, y a los que de vez en cuando nos agarramos para construir nuestra propia narrativa política.
En mi caso personal Laclau ha sido valioso para comprender el debate que en Chile se lleva a cabo sobre el derecho de las minorías sexuales para acceder a derechos civiles como el matrimonio y la adopción.
Hace unos días atrás, por ejemplo, escuché una entrevista a la senadora Jacqueline van Rysselberghe, férrea representante del neoconservadurismo chileno.

Las razones de la senadora para oponerse a toda instancia que otorgue a homosexuales y lesbianas el derecho al matrimonio calzan con la manera en que Laclau concibió la naturaleza de toda adhesión ideológica: al final de todo, si rascamos tan sólo un poco en las capas que cubren y dan forma a los argumentos de la senadora, encontraremos que la base de su discurso se sustenta, en un parcial “me opongo al matrimonio homosexual, porque así es como ha sido siempre”. En otras palabras, la oposición de Jacqueline van Rysselberghe responde a la aprehensión a formas culturales y morales que inevitablemente están condenadas a caer en desuso.
Esta es la razón por la que -más que aversión- comprendo el discurso conservador de la senadora. No por estar de acuerdo con ell, sino porque creo que sus argumentos se sustentan en una profunda convicción de sus valores. Es más, le creo cuando ella señala que no tiene nada en contra los homosexuales como muchos la han querido hacer ver. Me atrevería incluso a agregar que los homosexuales hasta le caemos bien, y que conformamos una anécdota florida y amena que adorna desde la farándula, los grupos de poder, hasta nuestro lacónico folclore ¿Quién podría así estar en contra de un grupo tan agraciado y que participa del mercado como un buen consumista?

Aunque nuestra clase política nos ha demostrado, por anga o por manga, vicios de poder hasta el hartazgo, sigo creyendo que van Rysselberghe es un animal político particular.

La senadora actúa en concordancia con aquel sentimiento que juró defender, y que en parte representa el sentir profundo de un Chile que no siente que lesbianas y homosexuales debieran construir una familia y contar con el respaldo del Estado chileno para ello. Y cuando se trata de defender lo propio -en este caso, esta específica forma cultural que define a la familia como hace 50 años atrás- los epítetos, los insultos, y todo lo que ella interprete como agravio hacia su persona son savia renovadora que nutren su postura.

Es precisamente cuando la contienda revela las aprehensiones, los mitos y fantasías más cerriles de la senadora cuando emerge la ideología con todo su poder y obcecación. ¡No nos engañemos! Toda ideología tiene sus bases en ese terreno fértil de las emociones, miedos, desconfianzas, y fantasías; he ahí que la mayor aprehensión en el discurso de senadora se sustenta en que conceptos heredados de antaño, como “familia” e “infancia” se vean trastocados, perturbados y corrompidos por huestes de homosexuales y lesbianas que cambien los apelativos parentales, y generen esperpentos inimaginablemente más monstruosos que lo que hasta ahora la sociedad chilena ha creado.

Personalmente, dudo que podamos superar algún día los infames engendros que la clase conservadora chilena ha modelado a vista y paciencia del mundo. Desde “el peso de la noche” del autoritarismo político portaleano, hasta las correrías de la infame “Caravana de la Muerte”, los chilenos y chilenas hemos sufrido los efectos de un maquinaria de control social que no tiene límites, la que sin duda alimenta la circunspecta mente de la senadora.

¿De qué manera entonces contrarrestar en este juego de equivalencias el peso del conservadurismo chileno? El viejo Laclau, desde su fresca tumba, quizá tenga mucho que decirnos, partiendo por la comprensión de la naturaleza de este discurso, tarea que por cierto cuesta mucho más trabajo que el simple descalificativo, tan mordaz, carente de sentido y autocomplaciente como las aprehensiones candorosas del conservadurismo. Se trata de una tarea aún menos estimulante que ganar terreno en la arena mediática con el rostro político gay de moda.

Aunque lo último me parece igual de necesario, y aunque me gustaría ver un Chile en donde homosexuales y lesbianas accedieran a construir una familia de la misma manera como el poder heterosexual, creo que la opción no se debe estar soldada a fuego con la noción de “matrimonio”. El matrimonio como tal ya ha sido lo suficientemente infringido y quebrantado moralmente por las mismas fuerzas que defiende van Rysselberghe para que homosexuales y lesbianas se hagan cargo y parte de sus últimos momentos de delirio agónico.

La alternativa pues estaría en la reproducción y demanda de un modelo de familia sustentado en una “democracia radical”, misma a la que aluden Laclau y quien fuera su compañera, la filósofa Chantal Mouffe. Para comprender esto mejor, es necesario aceptar primero que cada persona sufre diferentes formas de dominación, ya sea por el capitalismo, el patriarcado materializados todos en la cultura; por lo que la discusión debería estar organizada sobre la base de resguardar y establecer procesos y estructuras políticas que tengan como fin la participación igualitaria. De nada sirve el manido axioma de “estar abierto al debate”, al que tanto recurren personas como van Rysselberghe, si dicho axioma no garantiza lo primordial: que la minoría excluida, por muy mínima que esta sea, pueda acceder a los beneficios que entrega la participación igualitaria y de calidad.

Dicho de otra manera, nadie debate por amor al debate en sí, sino sustentando en la confianza que el resultado de ese debate mejorará sus condiciones de inicio; y si en dicho debate no existe la lucidez para incluir a homosexuales, lesbianas y transgeneros dentro de la sociedad chilena, la equidad y el acceso a la participación democrática simplemente se ven deteriorados.

En conclusión, lo importante de todo este debate respecto al derecho al matrimonio de homosexuales y lesbianas no está determinado por el matrimonio en sí mismo, ni siquiera por simpatía o adhesión a la causa rosa, sino por un compromiso cierto por mejorar la calidad de democracia de la que hoy nos beneficiamos. Para ello, y siguiendo a Laclau, el poder homosexual puede ganar terreno en la hegemonización de una “democracia radical inclusiva” que se haga parte del derecho de cada chileno y chilena a tener una familia, no para las encuestas, sino para vivir sus vidas. Es en ese punto en el que el discurso de Van Rysselberghe muestra su mayor deficiencia, en cuanto parece ignorar que la democracia también sufre cambios en este permanente proceso de articulación de relaciones sociales, y que hoy somos muchos los chilenos y chilenas que demandamos como máxima una democracia de calidad más que de cantidad; ahondar en lo profundo para así luego abarcar en lo extenso, como los árboles de copa ancha.

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