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Opinión

30 de Mayo de 2014

El fin de La inocencia

Así se llama el libro, que lanzará en los próximos días, donde cuenta todo el calvario de abusos que vivió en su juventud bajo el alero del cura Fernando Karadima y su verdad sobre ciertos personajes siniestros que rondan a la Iglesia Católica.

Juan Carlos Cruz
Juan Carlos Cruz
Por

Visita al Arzobispo
Ricardo Ezzati nació en Campiglia Berici, Vicenza, Italia, en 1942. Llegó a Chile en 1959 y entró al noviciado de los salesianos en Quilpué, luego de lo cual estudió filosofía en la Universidad Católica de Valparaíso y después teología en la Pontificia Universidad Salesiana en Roma, donde obtuvo la licenciatura. Hizo sus votos de salesiano el 30 de diciembre de 1966 y fue ordenado cura de la Orden Salesiana el 18 de marzo de 1970. Tras su ordenamiento, permaneció en Chile y fue nombrado lo que en la orden denominan «inspector general» y, si se me permite un breve sarcasmo, ¡vaya que hizo bien su trabajo! Era conocido por su frialdad y su enfoque militarista de cómo llevar una organización. La gente tendía a tenerle miedo y hacer lo que se le dijera, porque si lo agarrabas por el lado equivocado, ¡Dios te librara! Había hecho también un «buen trabajo» manteniendo en secreto el abuso de unos pocos salesianos, como el caso del sacerdote Rimsky Rojas, y por el que hoy tiene una demanda por obstrucción a la justicia, ya que además de los abusos, una de las víctimas de Rojas continúa desaparecida. Rimsky Rojas fi-nalmente se suicidó, y el asunto quedó lo más escondido posible. Y este era el hombre en quien estábamos depositando nuestras esperanzas.

Entramos en su oficina y los cuatro nos sentamos en un largo sofá, al tiempo que Ezzati y Contreras ocupaban cada uno una silla frente a nosotros.

—Quería reunirme con todos ustedes y les doy la bienvenida —dijo Ezzati en su castellano con acento italiano—. Como saben, he asumido recién como arzobispo de Santiago, así que no conozco muy bien los detalles de todos los procesos secretos, o lo que hay en los documentos relativos a su caso. Pero quería darles la oportunidad de hablar y quizá de decirles que siento personalmente las faltas cometidas por quienes me antecedieron.

Yo pensé: ¿cómo puede ser? ¿Por qué mentir a estas alturas? ¡Usted era obispo auxiliar de Santiago cuando todo esto pasaba y se le alertó!

De inmediato, José Andrés tomó valientemente el guante: partió por recordarle con total franqueza a Ezzati que a principios del año 2000 le había enviado una carta a través de otro cura llamado el padre García, informándole del abuso… y que él no había hecho nada con ella. Ezzati se apresuró a defenderse cargándole la culpa a otros: alegó que le había dado la nota de José al cardenal Errázuriz. Ciertamente, este juego de echarse la culpa recíprocamente era el estilo habitual de la alta jerarquía de la Iglesia Católica —y no solo en Chile, en el resto del mundo ocurría igual.

—Monseñor —dijo José Andrés—, usted supo hace muchos años de este asunto horrible y que estaba ocurriendo ¡y nunca hizo nada al respecto! ¿Por qué no hizo algo con la carta que le envié a través del padre García? Yo estaba desesperado y usted era el obispo auxiliar de Santiago…, pese a lo cual me abandonó por completo.

—¡Pero sí hice algo! —replicó Ezzati, obviamente irritado—. Le envié la carta al cardenal.

Contreras escuchó impertérrito este intercambio sin evidenciar ninguna emoción. Parecía pendiente del infinito.
—No sé qué hizo el cardenal con esa carta —dijo Ezzati—, pero yo me aseguré de que la recibiera.

Jimmy lo interrumpió:
—El punto es que nadie hizo nada. ¡Y usted ni siquiera hizo el seguimiento de la carta que había enviado! De algo tan importante como esto, que le había sido confiado a usted…

Ezzati se defendió ardorosamente como ya tenía experiencia en el caso de los salesianos.

—Hice lo que tenía que hacer —insistió—. Envié la carta… y luego estaba en las manos del señor cardenal, él era la autoridad en esa situación, y no voy a hablar de mi antecesor, pues yo siento que él hizo lo que debía hacer… Y como ven, al final, ¡el Vaticano condenó al padre Karadima! Eso es lo que querían, ¿no?

Contreras permaneció mudo, con una expresión de incredulidad en su rostro ante la forma en que se estaba desarrollando la conversación.

Juan Pablo y yo veíamos cómo Jimmy y José Andrés confrontaban con valentía al arzobispo. Cuando vieron que no podrían hacerlo admitir ninguna falta de su parte, salté yo:

—Monseñor —dije—, hemos sido todos destruidos por Karadima y de nuevo hemos sido víctimas del cardenal, de usted y de múltiples obispos. Lo que deseamos es un reconocimiento de esto. ¡Y queremos asegurarnos de que lo que nos pasó a nosotros no vuelva a ocurrirle a nadie más en el futuro! Eso es lo que buscamos. ¡Esa la razón de que estemos aquí!

Mi corazón latía con fuerza, pero quería hablar claramente, demostrar que me sentía seguro y muy sólido al decir lo que estaba diciendo y no dejar que mi lado a veces demasiado emotivo aflorara.

—No tiene usted ni idea de lo que esto nos ha hecho, a nosotros y a nuestras familias —proseguí—. He llamado a innumerables puertas de la Iglesia católica, solo para que me fueran cerradas en las narices. Acudí a obispos como Contreras, aquí presente… que me escuchó, pero no hizo nada… Al obispo Chomalí, que simplemente me ignoró… Como a muchas personas que vinieron a hablarle del caso, ¡al cardenal y a numerosos curas!

Él me miraba fijamente y me di cuenta de lo que debía estar pensando: «Pero no llamaste a mi puerta». Su respuesta me lo confirmó:

—Lamento lo ocurrido, pero yo no fui parte de todo eso y no puedo hablar por el cardenal Errázuriz. Estoy seguro de que hizo lo que pudo: envió todo a Roma para que ellos pudieran condenar al padre Karadima.

Jimmy y José Andrés continuaron refiriendo sus respectivas historias de horror y ambos obispos permanecieron allí oyéndolos con expresión de disgusto, evidenciando su incomodidad ante nosotros. Cuando las cosas se volvieron de hecho demasiado gráficas, advertí que Ezzati se ruborizó intensamente.

Pero no cedimos. Confrontamos al arzobispo, enrostrándole el hecho de que su antecesor había fallado al no actuar, pero él se limitó a enarbolar sus argumentos indefendibles, dando muestras de nuevo de que él mismo era parte de la maniobra de encubrimiento. Le hablamos de los cuatro obispos de El Bosque que estaban a las órdenes de Karadima y no movieron un dedo para detener el abuso —pese a que se suponía debían interceder por nosotros— cuando esto mismo estaba ocurriéndole a otros. Juan Barros, Andrés Arteaga, Tomislav Koljatic y Horacio Va-lenzuela, que eran parte importante de la Conferencia Episcopal de Chile, todos ellos negaron haber visto o siquiera sospechado alguna conducta censurable en Karadima. Lo negaron aunque nosotros estuviéramos allí, ellos estuvieran allí, y ellos hubieran visto y comprobado la verdad. Incluso algunos viajaron a Roma a defender a su «santo» y les cerraron las puertas en las narices.

Ezzati dijo que él no podía hablar por sus «hermanos» y repitió su monserga evasiva:

—No voy a juzgar o decir nada en relación con mis hermanos obispos, tendrán que plantearles a ellos estas cuestiones.

Al fragor de la reunión, le conté mi propia historia y de cómo había querido morirme durante tantos años de abuso. Hablé de cómo intenté suicidarme para escapar a los sentimientos de culpa y remordimiento y que tenía la cicatriz para recordármelo. Me puse de pie y me abrí la camisa para mostrarle a Ezzati la huella en mi abdomen. Su rostro evidenciaba escasa emoción, pero estaba claro que lo estaba haciendo sentir incómodo. El obispo Contreras no dijo palabra. Permaneció allí sentado como una estatua, pensando quizá en lo agradecidos que estaríamos los tres por su ayuda «detrás de las cámaras». Yo estaba, sin embargo, empezando a confirmar la verdad: que él mismo era parte de la mascarada.

Mis ojos estaban bañados en lágrimas cuando terminé de contar mi historia. Ezzati dijo entonces que lo sentía, pero parecía a la defensiva y que estaba, en lo esencial, exculpándose a sí mismo. Contreras permaneció en silencio y no demostró ninguna emoción.


El fin de la inocencia
Juan Carlos Cruz
Editorial Debate
248 páginas

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