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Opinión

11 de Junio de 2014

Lucho Mena y la gloria eterna de los troncos

Dijo Caparrós: “Es fácil triunfar siendo Messi; lo difícil, lo meritorio, lo increíble, es ganar siendo Palermo”. El escritor argentino de bigote de manillar homenajeó al goleador histórico de Boca Juniors bautizándolo como el mejor tronco del mundo y relató el enamoramiento de los hinchas bosteros –él incluido- con un jugador que se suponía pasaría […]

Ricardo Ahumada
Ricardo Ahumada
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Apología a Lucho Mena A1

Dijo Caparrós: “Es fácil triunfar siendo Messi; lo difícil, lo meritorio, lo increíble, es ganar siendo Palermo”. El escritor argentino de bigote de manillar homenajeó al goleador histórico de Boca Juniors bautizándolo como el mejor tronco del mundo y relató el enamoramiento de los hinchas bosteros –él incluido- con un jugador que se suponía pasaría sin gloria por La Bombonera.

Sin la gloria de hacer un gol de cabeza de 40 metros ni la desgracia de perder tres penales en un mismo partido, podríamos decir que Luis Arturo Mena Irarrázaval es de esa misma estirpe. Sin dominar más de cinco veces, sin acrobacias para las marcas transnacionales ni la robustez de un defensa central promedio, el “Cacique rubio” llegó al Olimpo con todo lo contrario: paciencia, meritocracia y la incomprensible fortuna en un deporte donde la gloria, se supone, está sólo reservada para los mejores.

Pero ahí está Luis Mena. Quizás por un capricho o una falla del sistema, el hijo ilustre de Puente Alto se mantuvo todo una vida en el club más popular de Chile, ganándose el corazón del bipolar hincha colocolino sin que él mismo se lo explique.

Desde su debut, con 16 años en la final de ida de la Copa Chile 1996 contra Rangers (1 a 1), sus críticos festinaron con su falta de opulencia fustbolística. Recuerdo que mi padre, enciclopedia ambulante del balompié, me preguntó –como si yo supiera- si es que Mena le lavaba el auto a Borghi para jugar en ese equipo tetracampeón del 06-07.

Otra barbaridad que escuché alguna vez fue que el número 3 de los blancos era sobrino de Juanito Mena, Rey de las bicicletas y furibundo hincha colocolino que se metió la mano al bolsillo en épocas difíciles, y que fruto de esa solidaridad el defensa rubio nunca se fue de Pedrero.

Mal pensados, envidiosos, chaqueteros; nunca supieron valorar la dignidad que debe tener ser un titular indiscutido en las listas de poda cada inicio de temporada y terminar jugando igual al final del campeonato, dejando a los fraudes millonarios arrancándose los pelos en la banca al no entender su ovación.

En más de 17 años, muy pocos advirtieron que en la espera y el trabajo silencioso de un suplente sempiterno estaba la esperanza frustrada de los hinchas que no contamos con el don para driblar a la defensa rival y que llevamos al altar el optimismo, cuando se deja la vida por el balón aunque no se sepa qué hacer con ella entre los pies.

Lo miré, analicé, putié y defendí los años que lo vi sobre el césped. En 2006, fui testigo preferencial de su gol más recordado. Con mi hermano -otro fiel opositor a la inclusión del defensa rubio en el equipo titular- entramos a la tribuna Andes del Estadio Nacional a empujones, quedándonos con la entrada para galería en el bolsillo. Minutos antes de terminar el partido y cuando ya habíamos entonado el himno albo, Kalule Meléndez dejó pasar un balón de Miguel Caneo entre sus pies, y él lo recibió en tres cuartos de cancha, lo acomodó y lo clavó en el ángulo superior derecho del arco que resguardaba Nicolás Peric. Fue su máxima fiesta inesperada y la de muchos, sino todos los que lo acompañamos en ese grito de gol.

Fue ese deslumbre efímero y sus infinitos casi goles sacados en la línea de gol, por mostrarle cartulina roja a un árbitro al que se le cayeron las tarjetas en pleno Superclásico, es que su estampa entró en la historia colocolina, sin ser casualidad.

Multicampeón, hoy aceptando el retiro y un cargo en la concesionaria que maneja el club de sus amores, Lucho Mena despertó un amor imperfecto con los hinchas que aprendimos a estimarlo aunque no llegara a las coberturas y la tirara afuera antes de salir gambeteando hasta mitad de cancha.

Con la pena infinita de no verte más en cancha y esperando una despedida que debería ser épica para un futbolista poco virtuoso, te despido con el corazón apretado por representar el triunfo inverosímil y casi burlesco de un maestro en el arte de hacer creer que para ser infinito se necesita un varita en el pie y no la patadura con la que tropezamos millones, día a día.

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